La secta
Caminan por Madrid, y por cualquier ciudad, con un pesado aire de son¨¢mbulos, arrastrando los pies, mirando el suelo o escarbando en las papeleras y en los cubos de basura, vestidos de basura ellos mismos, con zapatos cuarteados, con zapatillas de deporte viejas, llevando una bolsa de pl¨¢stico o empujando un carrito de supermercado, un coche de ni?o recogido en alg¨²n muladar y lleno de desperdicios. Algunos, sobre todo las mujeres, permanecen siempre en la misma calle, refugiados de noche en el mismo portal, donde han establecido un simulacro de vida dom¨¦stica: un cart¨®n para tenderse sobre el suelo, fr¨ªo, un gui?apo en el que esconder la cabeza como debajo de una almohada para que no les hiera los ojos la luz de las farolas o la del escaparate junto al que duermen. Se les puede ver en cualquier ciudad a la que uno viaje: en Par¨ªs, en Nueva York, en Roma, en Granada uno ya sabe que va a encontrarse.con ellos, y que sus caras,y sus vestiduras cambiar¨¢n muy poco, como si permanecieran unidos y semejantes entre s¨ª a pesar de las latitudes y los climas, como si todas las ciudades fueran exactamentela misma ciudad. No piden limosna no hablan con nadie, no miran a nadie. Cuando hablan, se hablan a s¨ª mismos, o a un fantasma que provoca su ira y al q¨²e nosotros no podemos ver. Algunas veces, erguidos en mitad de una acera, adoptan ademanes prof¨¦ticos, alzan la mano y esgrimen un dedo ¨ªndice con la u?a negra y afilada, y parecen a punto de proferir una maldici¨®n.Caminan por las ciudades como recorriendo un desierto, como peregrinos que se extraviaron hace muchos a?os y ya lo han perdido todo salvo el h¨¢bito de caminar. Las pupilas les brillan entre las gre?as sucias, nos miran algunas noches desde la oscuridad de un portal. Pasamos a su lado o nos rozamos con ellos y, sin embargo, viven en otra ciudad y en otro mundo, en la locura, en el alcohol, en la soledad, en el interior de un silencio que no puede ser traspasado por nadie. No tienen nombre porque nadie les llama y porque alguno die ellos ni siquiera lo recuerda si se lo preguntan: dejaron muy atr¨¢s los nombres, se esconden o parece que persiguen a alguien, y cuando se miran en el espejo de una tienda no se reconocen, no llegan a saber qui¨¦nes fueron. Con la primera luz del d¨ªa emergen de los subterr¨¢neos y de las casas en ruinas con un automatismo de insectos: cruzan la calle sin mirar el sem¨¢foro, se sientan al sol contra una pared y beben solitariamente un cart¨®n de vino barato, atesoran desperdicios en un rinc¨®n deshabitado como si revisaran un valioso almac¨¦n, se desvelan en guardia para defenderlo.
Est¨¢n en todas partes y se dice que son innumerables, pero en Madrid acaban de contarlos: hay 1.200 hombres y mujeres perdidos sin remisi¨®n en una ciudad de cuatro millones de habitantes, 1.200 miembros de una secta universal m¨¢s rigurosa que todas las cofrad¨ªas y sociedades secretas, y tal vez m¨¢s antigua que cualquiera de ellas: locos, borrachos, viejos, enfermos de sida o de hero¨ªna, hombres y mujeres instalados m¨¢s all¨¢ de la indignidad y de la desesperaci¨®n, ajenos a la v¨¦rg¨¹enza, rebeldes y hostiles a la caridad, a toda ayuda y a todo consuelo. Otros piden limosna, exhiben mutilaciones, acuden a los albergues en busca de una tregua contra el fr¨ªo o el hambre, alientan vagamente el prop¨®sito de ser comunes: ellos, los miembros de la secta, no esperan nada ni piden nada, se niegan furiosamente a ser rescatados de los muladares y las calles, se cobijan como animales en las noches de invierno y de cuando en cuando amanecen muertos junto al zagu¨¢n de un cajero autom¨¢tico.
Uno pasa junto a ellos y procura no mirarlos: nos roza el olor inmundo de su cercan¨ªa, un hedor de suciedad inmemorial, de vino malo y ropa empapada y recocida en orines. Detr¨¢s de esa m¨¢scara, de esos ojos que brillan, debajo de los cartones amontonados, de las hojas de peri¨®dico, de los harapos que se remueven en la sombra de un callej¨®n late una vida igual a la m¨ªa, hay una conciencia y seguramente una memoria. Ser¨ªa preciso viajar al Interior del alma de uno solo de estos hombres para saber no lo que piensa, sino lo que est¨¢ viendo, para vivir y contar lo que ellos guardan tan codiciosamente en secreto: ven otra ciudad, recorren otra geografia del mundo que est¨¢ delante de nosotros y nosotros no vemos. La desconocer¨ªamos si pudi¨¦ramos verla, se nos volver¨ªa aterradora, tan inhumana y vasta como una selva en la que se reunir¨ªan las amenazas id¨¦nticas de todas las ciudades: Calcuta, Babilonia, Bagdad, Madrid, son nombres que sin duda no significan nada para los miembros de la secta. Pisan las mismas calles y respiran el mismo aire que nosotros, pero tal vez han elegido vivir prematuramente en el reino de los muertos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.