El pu?al homicida
El follet¨ªn de La cabina era casi tan estrecha como el retrete de un bar. Hab¨ªa, frente al espejo, un taburete acolchado, y junto al marcador o tax¨ªmetro una repisa de cristal con un rollo de papel higi¨¦nico de color rosa. Lorencito observ¨® que el hombre de la limpieza se hab¨ªa olvidado del desinfectante, que atosigaba el aire ya de por s¨ª enrarecido con un olor a amoniaco y a ozonopino. Le daba verg¨¹enza hasta de ver su cara en el espejo: p¨¢lida, un poco abotargada, con una sombra de barba en las mejillas, que hab¨ªan perdido, por efecto de la luz, del cansancio o de la disipaci¨®n, su sonrosado habitual. ?Ten¨ªa la mirada turbia y los lagrimales enrojecidos, como un esclavo de la depravaci¨®n! En el marcador empez¨® a sonar un pitido como el de los relojes digitales y el parpadeo de las letras rojas se hizo m¨¢s r¨¢pido: Deposite monedas. Deposite monedas.Todas las que Pep¨ªn Godino le hab¨ªa suministrado, en un rasgo sospechoso de generosidad, eran de quinientas. A ver que pasaba, Lorencito introdujo dos en la ranura. Por un instante se apag¨® la luz y no vio nada m¨¢s que los n¨²meros rojos del marcador. Los latidos de -su coraz¨®n le repercut¨ªan angustiosamente en el est¨®mago, sent¨ªa miedo y verg¨¹enza pero era incapaz de marcharse de all¨ª . En el espejo surgi¨® una fosforescencia azulada y acu¨¢tica en la que se defini¨® poco a poco la forma de otra cabina muy parecida a la que ¨¦l ocupaba, con la misma moqueta y el mismo taburete, pero cerrada por un cortinaje negro. Una mano con las unas pintadas de rojo lo entreabri¨®: tras ella vino, desliz¨¢ndose en la claridad azul, la mujer m¨¢s alta y m¨¢s blanca que Lorencito Quesada hab¨ªa visto nunca, una mujer de rompe y rasca, exclamar¨ªa con vehemencia mucho despu¨¦s, cuando se atreviera a contarlo, escogiendo los t¨¦rminos m¨¢s apasionados de su vocabulario: los labios gordezuelos, la nariz respingona los senos turgentes, los pezones enhiestos, los muslos escult¨®ricos, la piel como alabastro, ?os hombros anchos y fornidos. Llevaba unas bragas m¨ªnimas y casi transparentes de encaje y un collar con un peque?o crucifijo dorado. Se sent¨® en el taburete, cruz¨® las piernas y bostez¨® mirando directamente hacia Lorencito, con una expresi¨®n vac¨ªa en los ojos. "No puede verme", pens¨® ¨¦l con alivio, pero tambi¨¦n con desconsuelo: si no fuera por el cristal se rozar¨ªa con ella. La mujer disimul¨® un segundo bostezo con la mano y tom¨® del suelo un cartel que puso ante los ojos de lorencito.
1.000 pesetas: me desnudo.
2.000 pesetas: me masturbo.
3.000 pesetas: me masturbo con vibrador.
Le faltaba el aire, le sudaban las palmas de las manos, humedeciendo el pu?ado de monedas, escalofr¨ªos y picores le sacudian el cuerpo. Pens¨® que si no se marchaba inmediatamente de all¨ª era por no sufrir las burlas con que lo escarnecer¨ªa Pep¨ªn Godino. La mujer segu¨ªa sentada frente a ¨¦l, al otro lado del cristal, con la misma expresi¨®n de aburrimiento que la cajera de una tienda sin p¨²blico. Se impacientaba, acercaba mucho la cara al cristal haci¨¦ndose pantalla con las manos para distinguir a Lorencito y ¨¦l retroced¨ªa buscando el amparo de la oscuridad. - La mujer estaba dici¨¦ndole algo, pero el cristal era muy grueso y apenas se la o¨ªa, y adem¨¢s hablaba muy poco espa?ol.
Avergonzado, rid¨ªculo, intimado por ella, Lorencito fue a depositar m¨¢s monedas en el marcador, pero se le cayeron al suelo y tuvo que arrodillarse con dificultad y tantear en la moqueta para encontrarlas, y cuando por fin introdujo dos o tres en la ranura y la mujer pareci¨® que reviv¨ªa del tedio y se desperezaba y desplegaba lentamente sus miembros Lorencito qued¨® sum1elo en un estado muy pr¨®ximo a la hipnosis, compar¨¢ndola en su imaginaci¨®n con una diosa griega, con una estatua de Rubens. Tan absorto estaba mirando lo que no hab¨ªa visto nunca en su vida que no se dio cuenta de que ten¨ªa la cara pegada al cristal ni de que la puerta de la cabina se abr¨ªa sigilosamente tras ¨¦l.
S¨®lo se volvi¨® cuando ya era casi demasiado tarde, al oir el ruido de un pestillo, y entonces se olvid¨® de la mujer que ahora ten¨ªa las piernas muy separadas y hab¨ªa empezado a manejar, con los ojos cerrados, con un . aire indiferente de rutina y fastidio, como una peluquera cansada, un extra?o artefacto que sin duda funcionaba a pilas: detr¨¢s de Lorencito, con la cara d¨¦bilmente iluminada de azul, el mismo oriental que le llev¨® el sobre a la pensi¨®n, el que lo persigui¨® por las Vistillas con una c¨¢mara de v¨ªdeo, alzaba ahora muy despacio un p¨¦rfido Kris malayo.
Sin volverse del todo, como en un sue?o lento y silencioso, Lorencito vio la sonrisa y los ojos rasgados del sicario japon¨¦s y el brillo del pu?al. Pens¨® que iba a morir y que la punta tardar¨ªa mucho tiempo en clav¨¢rsele, levant¨® la mano derecha y asi¨® con sus dedos gruesos y blandos la mu?eca nervuda que sosten¨ªa el pu?al, recibi¨® un rodillazo en el est¨®mago, cay¨® al suelo dobl¨¢ndose y derribando el taburete y vio que al otro lado del cristal la mujer a¨²n manejaba aquel artefacto a pilas y se relam¨ªa los labios y la barbilla h¨²meda, alz¨® la cabeza, abri¨® la boca queriendo respirar y not¨® en la garganta la presi¨®n de unos dedos que se lo imped¨ªan. Estaba sentado en el suelo, contra la pared, con un brazo retorcido en la espalda, y el japon¨¦s le ten¨ªa las piernas apresadas, le sujetaba el cuello con una mano hundi¨¦ndole en la papada las yemas de los dedos y con la otra le acercaba el pu?al, murmur¨¢ndo cosas en su idioma, seguramente injurias o maldiciones orientales. "Va a degollarme", pens¨® Lorencito, y cerr¨® los- ojos con m¨¢s resignaci¨®n que terror. Entonces toeo algo, lo empu?¨® instintivamente, en una d¨¦cima de segundo comprendi¨® que era el frasco de aerosol desinfectante. Golpe¨® con ¨¦l la hoja del pu?al que ya le estaba rozando el cuello y luego dispar¨® un chorro de espray contra los ojos del japon¨¦s, le ba?¨® toda la cara, se puso de pie y le dio un golpe en la nuca tan fuerte como pudo, y ya enfurecido, pose¨ªdo por el instinto de supervivencia de la especie, ¨¦l, que es incapaz de hacer da?o a una mosca, levant¨® con las dos manos el taburete y lo descarg¨® sobre la cabeza del Japon¨¦s, que ya empezaba a incorporarse, y que al recibir el tercer golpe tuvo un estremecimiento como de toro apuntillado.
Pero lo m¨¢s raro era que no hab¨ªa transcurrido ni un minuto y que apenas se hab¨ªa roto el silencio. En el marcador electr¨®nico a¨²n quedaban monedas, y la mujer, tras el cristal, pataleaba suavemente sobre el taburete, con los muslos juntos y los pies extendidos, como si nadara hacia atr¨¢s en aquella luz l¨ªquida. El japon¨¦s no se mov¨ªa ni respiraba: por miedo a haberlo matado, y tambi¨¦n a que siguiera vivo y lo atacara de nuevo, Lorencito no se inclin¨® a examinarlo, pero le tuvo que apartar las piernas para abrir la puerta de la cabina, y entonces le pareci¨® que o¨ªa como un gorgoteo o un gemido.
Cuando sali¨® al corredor la intensidad de la luz le hizo da?o en los ojos. Eran m¨¢s de las cuatro, pero a¨²n merodeaban por el establecimiento unos pocos noct¨¢mbulos, y ven¨ªa m¨²sica del llamado sexy-bar. Ni rastro de Pep¨ªn Godino, por supuesto. Consumada la traici¨®n, hab¨ªa huido, pero era posible que apareciera alg¨²n otro secuaz del japon¨¦s. Lorencito conten¨ªa a duras penas la tentaci¨®n de escapar corriendo. Dos guardas jurados de tama?o herc¨²leo, gafas de sol y rev¨®lver al cinto se interpon¨ªan entre ¨¦l y la puerta de salida y lo miraban acercarse, con los brazos en jarras. En ese mismo momento, mientras a ¨¦l le faltaban menos de diez paso para llegar a la calle, el hombre de la limpieza pod¨ªa estar entrando en la cabina donde yac¨ªa el japon¨¦s. Se oir¨ªa un grito, habr¨ªa una confusi¨®n de luces rojas y alarmas, uno de los guardias jurados le pondr¨ªa pesadamente una mano en el hombro...
Pas¨® entre ellos sin mirarlos, tieso, con el est¨®mago encogido, con la camiseta de felpa empapada en sudor, con los ojos fijos en las puertas de cristales y en los discos azules de direcci¨®n obligatoria que hab¨ªa en cada una. Le pareci¨® un milagro que nadie le impidiera empujarlas y que resultara tan f¨¢cil llegar a la calle. Era preciso alejarse cuanto antes de all¨ª, pero Lorencito no sab¨ªa hacia d¨®nde. La pensi¨®n estaba relativamente cerca: ?no ser¨ªa, sin embargo, una temeridad volver a ella, no era lo m¨¢s probable que sus enemigos estuvieran esper¨¢ndolo para tenderlt una nueva trampa? A Lorencito le flaqueaba el ¨¢nimo y le daban ganas de renunciar a todo y de sentarse a llorar en un escal¨®n.
Bajaba por la calle Atocha cruz¨¢ndose con sombras lentas y de hombros hundidos que arrastraban los pies y llevaban con dificultad viejas bolsas de pl¨¢stico: En los portales de algunas tiendas dorm¨ªan hombres o mujeres tirados entre cartones y harapos. Para eludir a un grupo de amenazadores-melenudos que ven¨ªan directamente hacia ¨¦l torci¨® a la izquierda por una calle que se llamaba de F¨²car. Medio dormido, muri¨¦ndose de tristeza y de hambre, la sigui¨® hasta el final, donde le llam¨® la atenci¨®ri1a fachada de piedra de una iglesia: su ¨²nico consuelo en aquella noche amarga fue descubrir que hab¨ªa llegado a la bas¨ªlica de Jes¨²s de Medinaceli. Ley¨® en un cartel que la primera misa era a las siete y media. Se sent¨® en el escal¨®n, arrebuj¨¢ndose en su chaqueta, dispuesto a esperar a que se abrieran las puertas y a,distraer el tiempo rezando un ros¨¢rio, que buena falta le hac¨ªa. Antes del segundo misterio ya estaba dormido.
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