Banderas
El Tribunal Constitucional, ateni¨¦ndose a la legalidad, ha decidido que el ultraje a la bandera espa?ola es un delito y que el mismo ultraje a la bandera andaluza, gallega o catalana es una broma. Lo de las banderas es un invento muy ¨²til para poder retratarnos en el techo del mundo o para poner tabiques en el planeta. Ahora, el alto tribunal nos recuerda que hay banderas consagradas y banderas sin consagrar. Las primeras cumplen el misterio de la transubstanciaci¨®n, y lo que a primera vista parece un rect¨¢ngulo de seda es en realidad la sangre y el cuerpo de la patria. Las segundas, en cambio, son un mero trapo polivalente que tanto sirve para un castillo como para un fregado. Como en todas las eucarist¨ªas, la bandera siempre ha sido una cuesti¨®n de fe, que se transmite de padres a hijos., Acentos, paisajes, aromas del lugar de donde somos nos proporcionan una inexplicable vibraci¨®n tel¨²rica cuando los revisitamos. Pero la bandera es una metonimia port¨¢til, y ni los dalt¨®nicos consiguen evitar los sentimientos ¨ªntimos de las ense?as. En eso de las patrias de cada cual no hay sentimientos de segunda ni ultrajes menoscabables. Y cuando el Constitucional justifica la protecci¨®n del grande a costa de la desvalidez del peque?o, no act¨²a guiado por la equidad, sino por una distorsionada estad¨ªstica que entiende al Estado como el garante de la normalidad y a las comunidades nacionales como un fermento de inquietud.Tanto tiempo desconfiando de los nacionalismos peque?os y ahora, cuando parec¨ªa que Europa encontraba el camino de la racionalidad, resurge la potencia rampante de los nacionalismos grandes: la Francia xen¨®foba, la Gran Breta?a aislada, la Alemania prepotente. Son esos nacionalismos larvados en la cultura ancestral de sus Estados los que hacen imposible la madurez. Para ellos, sus banderas tambi¨¦n son sagradas, mientras la de Europa es ultrajable.
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