Guerra o los dos
La seguramente no premeditada respuesta de Felipe Gonz¨¢lez a los estudiantes ha acabado por despertar de su sue?o a los socialistas. El compromiso de dimisi¨®n de quien constituye su principal activo electoral ha obligado a los dirigentes del PSOE a plantearse seriamente la cuesti¨®n del precio a pagar para recobrar a tiempo la credibilidad perdida. Han comprendido que no es posible llegar al debate del estado de la naci¨®n sin haber tomado medidas internas proporcionales a la dimensi¨®n del esc¨¢ndalo. Especialmente si como parece, ten¨ªan previsto plantear en ese debate propuestas contra la corrupci¨®n y sobre la financiaci¨®n de los partidos. Las marchas y contramarchas suscitadas por las palabras del secretario general han servido para que el problema de la proporcionalidad de las medidas pueda plantearse en los descarnados t¨¦rminos en que hoy lo est¨¢: qui¨¦n o qui¨¦nes deben responsabilizarse pol¨ªticamente del esc¨¢ndalo una vez que las ¨²ltimas dudas del p¨²blico han sido despejadas por el informe de los peritos del juez Barbero.Ese informe elimina la posibilidad de seguir negando la evidencia, como todav¨ªa intent¨® Guerra el mismo d¨ªa que Gonz¨¢lez emprend¨ªa la retirada de esa posici¨®n indefendible. Incluso elimina la posibilidad de aplazar las medidas hasta que los tribunales se pronuncien. Como tal cosa no ocurrir¨¢ seguramente antes de las elecciones, el aplazamiento significar¨ªa que el PSOE llegase a los comicios en la peor de - las situaciones imaginables: con la opini¨®n p¨²blica convencida de su culpabilidad, pero sin atisbo de reacci¨®n frente a ella. Por su propio inter¨¦s, pues, al PSOE le conviene adelantarse. Entonces, las posibilidades de demostrar mediante decisiones internas la sinceridad de su voluntad de acabar con pr¨¢cticas corruptas pueden ser de dos tipos: o una asunci¨®n colectiva de responsabilidad, como ha recomendado Rodr¨ªguez Ibarra, o una asunci¨®n particularizada por parte de uno o varios de los miembros de la c¨²pula dirigente.
Rodr¨ªguez Ibarra argumenta que la responsabilidad es de quien aprob¨® las cuentas supuestamente fraudulentas, es decir el Comit¨¦ Federal, por lo que, en su caso, tendr¨ªa que dimitir en bloque. El planteamiento tiene cierta l¨®gica, pero resulta fallido como respuesta: primero, porque si todos son culpables, nadie lo es; es la forma m¨¢s f¨¢cil de: diluir las responsabilidades concretas, personales, y no es de esperar que la opini¨®n p¨²blica vaya a darse por satisfecha con una f¨®rmula de ese tipo. Adem¨¢s, esa dimisi¨®n colectiva obligar¨ªa a convocar un congreso inmediato, antes de las elecciones, lo que probablemente trasladar¨ªa a sus sesiones la incontirolada din¨¢mica de ajuste de cuentas, con grave riesgo de ruptura.El ofrecimiento de su cabeza por parte de Benegas, incluso si quedara en amago, habr¨¢ servido para comprobar que ser¨ªa una falsa salida. No porque alcance o deje de alcanzar la proporcionalidad que el caso requiere, sino porque resulta dificil de justificar que el tajo se aplique ah¨ª, y no m¨¢s arriba o m¨¢s abajo. El ¨²nico argumento racional esgrimido por los p¨¢trocinadores de esa f¨®rmula es que en 1989, a?o de los hechos, los n¨²meros uno y dos ocupaban puestos de responsabilidad en el Gobierno, por lo que, si bien formalmente eran corresponsables m¨¢ximos de las decisiones del partido, en la pr¨¢ctica era el n¨²mero tres quien dirig¨ªa el d¨ªa a d¨ªa del PSOE, y en particular los asuntos de intendencia (como las finanzas).Es racional, pero poco convincente. Ell p¨²blico se preguntar¨ªa, con raz¨®n, por qu¨¦ tiene que' responder Benegas de algo que ha beneficiado a los otros. dos y de lo que si ¨¦stos no se han enterado ha sido porque no
han querido enterarse (porque han procurado no enterarse). Adem¨¢s, admitir que Benegas era (por delegaci¨®n) el jefe del PSOE supone olvidar que la presencia de Guerra en el Ejecutivo -sin un cometido ministerial espec¨ªfico- se justificaba precisamente por su autoridad sobre el aparato de dicho partido, o, si se prefiere, por su capacidad para avalar ante el partido la pol¨ªtica del Gobierno. As¨ª vino a subrayarlo el propio Guerra cuando, tratando de descalificar a Serra, afirm¨® que ¨¦ste era incapaz de asumir la funci¨®n de enlace y coordinaci¨®n porque, si bien era vicepresidente, no era vicesecretario. En las fechas en que se produjeron los hechos Guerra era, adem¨¢s, el coordinador de la campa?a electoral a financiar la cual se destinaron los fondos obtenidos por Filesa. Si se decidiera atribuir la responsabilidad personal al jefe ef¨¦ctivo del partido, ¨¦se no era en. 1989 Benegas, sino Guerra.
Sin embargo, ?por qu¨¦ Guerra s¨ª y Gonz¨¢lez no? ?No puede sostenerse que, al menos en parte, ¨¦ste gan¨® las elecciones merced a los desvelos del otro, incluidos los dedicados a buscar financiaci¨®n para la campa?a? No hay argumento definitivo contra esa hip¨®tesis. ¨²nicamente cabe arg¨¹ir, desde la intuici¨®n, que en lo -tocante a Filesa, tan plausible es pensar que Gonz¨¢lez no sab¨ªa como inveros¨ªrnil suponer que Guerra, ignorase. No es una distinci¨®n decisiva, pero tampoco cabe desecharla: si el ignorar no exime de responsabilidad, es al menos un atenuante. Hay cierta exageraci¨®n en esa moda reciente de considerar que en todos los ¨®rdenes de la vida el de m¨¢s arriba es responsable de todo lo que ocurra en su jurisdicci¨®n: el presidente de Renfe de los accidentes, el primer rrt¨ªnistro de la sangre contaminada, etc¨¦tera. Adem¨¢s, en el caso concreto de la asociaci¨®n Guerra-Gonz¨¢lez, cuyo modelo de divisi¨®n de tareas (y complementariedad) es ya un arquetipo, la opci¨®n no ser¨ªa entre Felipe y Alfonso, sino entre ¨¦ste ¨²ltimo o los dos: si se tiene que ir el actual secretario general, su n¨²mero dos tendr¨ªa que irse con ¨¦l, mientras que no es evidente la rec¨ªproca. La explicaci¨®n ser¨ªa que uno sab¨ªa y el otro no, o que, aunque ninguno de los dos estaba al tanto, uno era responsable directo en cuanto autoridad m¨¢xima del aparato, mientras que la responsabilidad del otro era s¨®lo indirecta.
Pol¨ªticamente habr¨ªa otro motivo en favor de una separaci¨®n de responsabilidades. Gonz¨¢lez es el candidato de uno de los dos ¨²nicos partidos con posibilidades reales de ganar las elecciones. Su retirada en v¨ªsperas de los comicios significar¨ªa en la pr¨¢ctica otorgar la victoria a Az nar sin que ¨¦ste hubiera llegado a enfrentarse a su rival: sin bajarse del autob¨²s. La situaci¨®n resul tante ser¨ªa tan asim¨¦trica como la actual del Parlamento franc¨¦s, con el agravante de que el Go bierno resultante de pugna tan desigual correr¨ªa serio peligro dedeslegitimaci¨®n. Sobre todo porque el p¨²blico informado, la gente que no duda de que Filesa es lo que parece a simple vista, tampoco duda de que lo de Naseiro era igualmente lo que parec¨ªa: un tinglado destinado a financiar al partido mediante la presi¨®n ejercida sobre unos empresarios. La opini¨®n p¨²blica podr¨ªa considerar injusto que el azar de unos errores procedimentales de un juez sirva para trazar una frontera moral, conconsecuencias pol¨ªticas, entre dos pr¨¢cticas de financiaci¨®n sustancialmente
id¨¦nticas en cuanto a su ?licitud.
Descartada la posibilidad de fabricar redondeles cuadrados, que es lo que piden algu nas airadas voces, la soluci¨®n menos mala para los socialistas, y seguramente para el equilibrio del sistema democr¨¢tico, ser¨ªa, entonces, que fuera Guerra, y no Benegas, ni tampoco el t¨¢ndem Felipe-Alfonso, quien se responsabilizara pol¨ªticamente del asunto Filesa. Pero eso ?en qu¨¦ se traducir¨ªa? Que el secretario general exigiera la dimisi¨®n a su adjunto aparecer¨ªa como una salida injusta, autoritaria, y supondr¨ªa zanjar de manera no democr¨¢tica un debate pol¨ªtico pendiente en el PSOE: el del modelo de partido. Al fin y al cabo, como reconoci¨® Solchaga, Guerra gan¨® el 320 congreso socialista. Aprovechar un asunto del que (supuestamente) se ha beneficiado todo el partido para suprimir al jefe de una de las corrientes ser¨ªa juego sucio. Pero si nadie podr¨ªa exigir su dimisi¨®n a Alfonso Guerra, ¨¦l si podr¨ªa ofrecerla. Si llegase a la conclusi¨®n de que ¨¦sa es la salida menos mala para evitar una evoluci¨®n de su partido a la francesa, y una deriva a la italiana del sistema pol¨ªtico, Guerra podr¨ªa todav¨ªa hacer un gesto heroico.
Heroico por dos motivos. Primero, porque estad¨ªsticamente se demuestra que es dif¨ªcil que alguien que no tiene a d¨®nde ir, se vaya. Segundo, porque Guerra no est¨¢ solo, y la defensa de los suyos es una excelente coartada para dar nobleza al adem¨¢n de resistir "contra viento y niarea" (o contra las presiones de los poderosos, etc¨¦tera).
Lo primero no tiene soluci¨®n: por eso resulta improbable. Lo segundo podr¨ªa aligerarse con un compromiso: se tratar¨ªa de una dinusion provisional, hasta la celebraci¨®n de un congreso extraordinario, inmediatamente despu¨¦s de las elecciones. Ser¨ªa en ese congreso donde podr¨ªa plantearse ya abiertamente el debate sobre si la renovaci¨®n bien entendida empieza por uno nusmo y las dem¨¢s cuestiones aplazadas desde el anterior. Ese congreso ser¨ªa bastante traum¨¢tico, pero no tanto como uno celebrado antes de las elecciones y que nopodr¨ªa significar sino el estallido incontrolado. Pero aplazarlo plantea el problema m¨¢s dificil de todos: el del temor del aparato a que un gesto generoso por su parte sea aprovechado por sus enemigos para, tras superar decorosamente las elecciones, gan¨¢ndolas o perdi¨¦ndolas por escaso margen, despedirlos con el argumento de exorcizar los fantasmas de Filesa, oxigenar el partido, etc¨¦tera.Una caracter¨ªstica de los aparatchiks es la identificaci¨®n entre su propia continuidad y la de su partido, y la de ¨¦ste con la del ideal, lo que les predispone a pensar que ganar o perder las elecciones es un asunto secundario. De ah¨ª que para asumir los riesgos de una dimisi¨®n voluntaria haga falta el temple de un Thomas Cromwell, la lealtad de un Robert Mitchum, la generosidad de un Miguel Portol¨¦s. La psicolog¨ªa, en fin,de un aut¨¦ntico segundo: como el Alfonso Guerra anterior al 1 de febrero de 1990.
El vicesecretario del PSOE es una v¨ªctima de la imagen estereotipada de ¨¦l forjada a fines de los setenta, y de la que ¨¦l mismo no ha dejado de intentar ser digno desde entonces. Ya en 1979, en un homenaje a Ram¨®n Rubial celebrado en Bilbao, Guerra inici¨® su discurso con estas palabras: "Un hombre malo va a hablaros de un hombre bueno". Esa imagen de maquiav¨¦lico mu?idor de bellaquer¨ªas es seguramente tan verdadera como la de gran te¨®rico del futuro del socialismo. Pero ahora tiene la ocasi¨®n de desprenderse de ella
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