Tablado de malhechores
Cuando, un mes atr¨¢s, en el Parlamento de Estrasburgo, la autorizada voz del cancer¨®logo L. Schwarzenberg requiri¨® la condena testimonial de Juan Pablo II como reo de "no asistencia a persona en peligro", a ra¨ªz de sus declaraciones sobre el sida en ?frica, o cuando, m¨¢s recientemente, la ensayista E. Badinter repiti¨® ante las c¨¢maras de L'heure de v¨¦rit¨¦ id¨¦ntico dictamen con ocasi¨®n del mensaje papal del 26 de febrero sobre las violaciones de las mujeres bosnias, quien esto escribe confi¨® por un momento en que no todo estaba perdido a¨²n para un discurso laico realmente emancipador y realmente humanista. ?Cu¨¢les eran los hechos que motivaban aquel veredicto? El primero era ¨¦ste: en Uganda, pa¨ªs en el que la pandemia de sida alcanza ya visos de holocausto, el Vicario de Cristo propugnaba como ¨²nico remedio la m¨¢s rigurosa abstinencia -concepto tan ajeno a la cultura en la que se situaban sus oyentes y v¨ªctimas como pueda serlo la fiesta de la vendimia para un musulm¨¢n- No importa: el terrorismo misional del europeo, con la Biblia en una mano y el rev¨®lver o la espada en la otra, no ha conocido lindes. En el segundo caso ('Carta al arzobispo de Sarajevo', Le Monde, 28 de febrero de 1993), el Obispo de Roma conmina a las mujeres bosnias gr¨¢vidas por violaci¨®n a aceptar y recoger como prueba de santificaci¨®n el fruto de sus verdugos serbios: el aborto es intr¨ªnsecamente perverso en todos los casos. Por supuesto, ambos mensajes, oral y escrito, est¨¢n arropados con empalagosas protestas de caridad cristiana y de ferviente (aunque letal) amor a perseguidos y enfermos. Que el desconocimiento culpable de la naturaleza humana frise en uno y otro caso el sadismo justifica de sobra el veredicto que abr¨ªa estas l¨ªneas, aunque, en mi opini¨®n, sea preciso parafrasearlo con mayor claridad y contundencia: por acci¨®n y omisi¨®n, Karol Wojtyla y los defensores de la norma sexual que ¨¦l representa son, sencillamente, una reata de malhechores. Malhechor, reitero, y digo bien, es quien hace el mal o quien, pudiendo, no lo evita, o quien, como aqu¨ª, entorpece los pobres remedios a los que los hombres recurrimos para salvaguardar nuestro bienestar individual o comunitario, nuestra dignidad adulta y pensante o nuestra amenazada salud. No ha de tomarse mi acre dicterio como herencia de un trasnochado anticlericalismo, o como desahogo y ajuste de cuentas personal por alg¨²n choque con la moral cat¨®lica. El anticlericalismo tradicional posee una latitud y una longitud bien precisas, a saber: las marcadas por los frutos que la Iglesia de Roma recogi¨® cuando, ya separada del brazo secular, comenz¨® a verse retribuida con el ostracismo social que ella misma nunca dud¨® en sembrar y cultivar, a sangre y fuego, contra sus adversarios. Con todo, la batalla era m¨¢s n¨ªtida entonces, porque el enemigo clerical de la raz¨®n se presentaba como tal, y la Iglesia no vacilaba en reclamar sus pretendidos derechos a intervenir en la cosa p¨²blica para fundar aqu¨ª la Ciudad de Dios (plenitudo potestatis). Hoy d¨ªa, por el contrario, la instituci¨®n eclesial se vale preferentemente de personas interpuestas y suele encubrir sus argumentos de poder con seudojustificaciones m¨¦dicas o sociales. En otras palabras, la moral cat¨®lica se ha convertido en un discurso casi siempre vergonzante para no desentonar en exceso con un debate, el contempor¨¢neo, cuyas categor¨ªas le son ajenas. Por esta raz¨®n, los cen¨¢culos m¨¢s cerriles de la medicina, la ense?anza o las asociaciones de padres son movilizados para librar combate en un terreno que parezca no prejuzgado en lo religioso, pero que no hace sino traducir, en t¨¦rminos mentirosamente laicos, las ense?anzas morales, los tab¨²es y las obsesiones del catolicismo. No otra cosa son, por tanto, las convencionales alusiones a la "madurez de la persona" o al peligro de "la trivializaci¨®n" del amor o del sexo fuera de la instituci¨®n familiar. Esto por lo que toca al presunto anticlericalismo de quien sostenga hoy que Karol Wojtyla y su grey de doctrinarios espirituales son unos malhechores. En lo relativo a las motivaciones personales de tal an¨¢lisis, deseo aclararle al lector de mala fe que, para m¨ª, los dict¨¢menes del jefe de la Iglesia romana poseen el mismo valor ¨¦tico y est¨¦tico que los del Dala? Lama, el Gran Rabino y el Gran Mufti de Jerusal¨¦n, y el ayatol¨¢ Rafsanyani, esto es, el valor del texto de una jota. Sin embargo, en el mundo que nos toca vivir, son las condenas y las orientaciones doctrinales del primero los causantes del mal y del dolor, y no las de los otros ventr¨ªlocuos de lo divino. Esto es as¨ª tanto en ocasiones especiales, cuando el papa o las conferencias episcopales se pronuncian, cuanto en los casos insidiosos y cotidianos en que el escombro del catolicismo intenta sepultar, por inspiraci¨®n de leyes o mentalidades, cualquier intento del esp¨ªritu laico por racionalizar las cosas que a todos nos conciernen. A?¨¢dase a eso, como en el caso espa?ol, la cobard¨ªa de un Gobierno que pretende conciliar lo inconciliable (contentar a todos) y la colaboraci¨®n de las tropas de choque de la Iglesia, como el Opus Del, embozadas en el aparato judicial, para dudar de que la lucidez en materias de relevancia colectiva -la campa?a de prevenci¨®n de una enfermedad mortal- se instale al fin en el discurso p¨²blico. O sea, precisamente en la opini¨®n que el catolicismo ha contribuido a (de) formar, obnubilar o destruir en paciente labor de siglos. S¨®lo una muestra m¨ªnima de cuanto aqu¨ª afirmo es la vergonzosa sentencia arrancada al Tribunal Supremo por la Concapa contra el ministerio responsable de un t¨ªmido aunque zafio intento de ilustraci¨®n. Vayamos ahora por partes. ?En qu¨¦ consiste, esencialmente, el flagelo del sida? Nadie negar¨¢ que se trata de un asunto sanitario con graves y dolorosas implicaciones sociales. Como, hoy por hoy, la profilaxis es el ¨²nico medio conocido para frenar el avance de la pandemia en el mundo desarrollado, se tiende por doquier a alertar a la poblaci¨®n para que, en su caso, modifique sus pr¨¢cticas sexuales de acuerdo con la sola barrera conocida. Ah¨ª concuerdan la opini¨®n t¨¦cnica de la OMS y la orientaci¨®n pol¨ªtica de la ONU. Ahora bien, no hay informaci¨®n que, en estos casos, no genere debate y controversia, y es aqu¨ª donde la Iglesia de Roma se sit¨²a, como otrora, en la disputa de la contracepci¨®n o, m¨¢s cerca, del divorcio y del aborto, para sentar c¨¢tedra ante la opini¨®n p¨²blica como una experta m¨¢s. Pues bien, ya escrib¨ªa Montaigne que la palabra va a medias entre quien habla y quien escucha, con lo que hemos de preguntarnos siempre desde d¨®nde se pronuncia nuestro interlocutor eclesi¨¢stico cuando participa en cuanto tal (por debilidad o conveniencia del poder civil) en cualquier debate sobre los negocios de este mundo. En otros t¨¦rminos, ?cu¨¢les son los saberes reales de un presb¨ªtero en estas materias? (rep¨¢rese en que, aun refiri¨¦ndome a la noci¨®n m¨¢s laxa de
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