Mec¨¢nica popular
Cap¨ªtulo 6
Relato de Se ve que hab¨ªa aprendido la lecci¨®n, porque ahora me tocaba sin prisas. Yo apoy¨¦ la cabeza sobre el brazo del sof¨¢ y al notar el encaje de las bragas roz¨¢ndome la vulva cre¨ª que me mor¨ªa de placer. Quiz¨¢ mi cuerpo, tal como afirmaba la Mec¨¢nica Popular, no fuera m¨¢s que una herramienta, pero estaba tan encarnada en mi identidad que yo la percib¨ªa como un ¨®rgano. Pens¨¦ que ya no podr¨ªa acostumbrarme a vivir sin cuerpo. Por lo dem¨¢s, ¨¦l gusto se xual era igual de incomprensible ahora que cuando. hab¨ªa sido hombre, pero resultaba mucho in¨¢s intenso y duradero. Todos mis miembros, y no s¨®lo la vulva, estaban implicados en aquel suceso, y si digo suceso es porque se trataba de un acontecimiento.
-Rep¨ªteme al o¨ªdo lo de la atelia -rogu¨¦ mientras sus manos buscaban, quiz¨¢, un pez¨®n retr¨¢ctil por mi pecho.
Apenas hab¨ªa comenzado a narrarme aquella monstruosidad, cuando se oy¨®, la puerta y vimos avanzar a un mensajero con casco de. motorista que llevaba una pizza en una mano y en la otra una bolsa con cervezas. Nos incorporamos como si nos hubieran sorprendido cometiendo un delito, y la gata, que hab¨ªa estado contempl¨¢ndonos, se acerc¨® al motorista con el rabo levantado: sin duda hab¨ªa olido la comida.
-Se le dan bien los animales -dije aparentando naturalidad mientras me cruzaba el abrigo para ocultar el desorden de la falda y de la blusa.
-Es que ha olido las anchoas -a?adi¨® Francisco alej¨¢ndose de mi.
El mensajero contempl¨® a la gata, que maullaba a sus pies, e intent¨® esbozar una sonrisa de complicidad que se convirti¨® en una mueca de terror. Cuando por fin logr¨® articular dos palabras seguidas, dijo:
-Les juro que en este trabajo se ve de todo, pero esto es completamente nuevo para m¨ª.
-?Le pasa algo a la gata? -pregunt¨¦ preocupada.
-No, nada -respondi¨®-, si para usted es una gata...
-Ahora va a resultar que tampoco es una gata -dijo Francisco con irritaci¨®n-; o sea, que ni peluquera, ni dentista, ni gata. ?Pues entonces qu¨¦ es?
El muchacho dej¨® la pizza y las cervezas sobre la mesa y comenz¨® a buscar, nervioso, la factura entre la multitud de bolsillos de su traje, mientras dec¨ªa:
-Yo lo que ustedes digan, la verdad.
-No, no -a?ad¨ª yo, que estaba un poco molesta por su gesto de censura-, diga lo que le parezca. Si nosotros estamos tambi¨¦n hartos de dudas. Nos viene muy bien que vengan a decimos desde fuera lo que somos. A ver, d¨ªgame, qu¨¦ soy yo.
El mensajero pareci¨® dudar, pero hab¨ªa perdido el miedo del principio y se decidi¨® a hablar. Dijo:
-Pues un t¨ªo con un abrigo de pieles y una peluca horrible, eso es lo que es. Francisco, que hab¨ªa desenvuelto la pizza y comenzaba a com¨¦rsela tras arrojar unas migas a la gata, se atragant¨® al o¨ªr esto y sufri¨® un ataque de tos. Pero, tosiendo y todo, se incorpor¨® y pregunt¨® con angustia:
-?Y yo? ?Qu¨¦ soy yo?
El muchacho retrocedi¨® asustado por el tono de voz, pero mientras reculaba dec¨ªa:
-Pues... no s¨¦, una t¨ªa vestida de hombre, ?no?
-Con que una t¨ªa disfrazada de hombre, ?eh? -grit¨® Francisco fuera de s¨ª-. ?Y si yo digo que usted es un imb¨¦cil y un miserable? ?Y si le doy un par de hostias, s¨ª, de hostias, va a continuar diciendo que soy una t¨ªa?
El muchacho, porque era casi un ni?o, logr¨® alcanzar la puerta y sali¨® corriendo. Francisco regres¨® al sof¨¢ quit¨¢ndose las migas de la pizza, de los alrededores de la boca y se baj¨® los pantalones con disimulo para comprobar que continuaba siendo un hombre. Yo, por mi parte, me puse de espaldas a ¨¦l y, protegi¨¦ndome con el abrigo, me levant¨¦ la falda para certificar que al otro lado de las transparencias de las bragas hab¨ªa una vulva llena de sentimientos.
-No tienen ni idea -dijo Francisco-. Casi me alegro de no poder salir de aqu¨ª. Ah¨ª afuera est¨¢n todos locos, especialmente mi marido...
-Pues si te cuento las cosas de mi mujer... -dije yo acord¨¢ndome de las man¨ªas de aquella bruja que me hab¨ªa esclavizado mientras no era m¨¢s que un hombre-, de todos modos, no deber¨ªas haber asustado al mensajero de ese modo. Adem¨¢s de irse sin cobrar el pobre, no nos ha dicho si estamos en Buenos Aires o en Madrid, ni si hace fr¨ªo o calor. Ahora, que yo creo que ten¨ªa un leve acento argentino.
-T¨² siempre llevando el agua a tu molino. Gallego, ese acento era gallego. Adem¨¢s, ya hemos quedado en que t¨² est¨¢s en Buenos Aires y yo en Madrid. Qu¨¦ man¨ªa con que estemos todos a la vez en el mismo lugar. Me recuerdas a mi marido, que ten¨ªa la obsesi¨®n de que todos ten¨ªamos que ir juntos y a los mismos sitios. ?Qu¨¦ hombre!
-Llevas raz¨®n -contest¨¦ cogiendo al fin un trozo de pizza, porque la gata se hab¨ªa subido a la mesa y no paraba de comer-; al fin y al cabo ya hemos dicho que todo es una pr¨®tesis. A lo mejor si llamamos otro d¨ªa nos viene el mismo mensajero con un cuerpo de ¨¢rabe. Hala, vamos a comer, que la doctora, o la gata, lo que sea, acaba con todo.
No hab¨ªa terminado de masticar el primer bocado, cuando se abri¨® la puerta de la entrada y apareci¨® de nuevo el mensajero con cara de espanto. -Ustedes perdonen -dijo-, es que no encuentro la salida.
Francisco, que a¨²n no le hab¨ªa perdonado que le confundiera con una mujer, grit¨® con la boca llena de Pizza:
-?C¨®mo va a reconocer la salida si no sabe distinguir a un hombre de una mujer ni a una gata de no s¨¦ qu¨¦? Por cierto, que no nos ha dicho todav¨ªa qu¨¦ ha visto en la gata.
A m¨ª, la verdad, me dio pena el muchacho, as¨ª que me acerqu¨¦ a ¨¦l para protegerle de la ira de Francisco.
-No le atosigues -dije-. ?No ves que est¨¢ muy asustado? Est¨¢s p¨¢lido, muchacho.
Le tom¨¦ por los hombros y le conduje hasta el sof¨¢ oblig¨¢ndole a sentarse para que se tranquilizara un poco. Luego, simplemente por sacar un tema de conversaci¨®n, dije:
-Por cierto, que antes se nos ha olvidado preguntarte s¨ª estamos en Buenos Aires o en Madrid.
-Y si hace fr¨ªo o calor -a?adi¨® Francisco. El mensajero contempl¨® a la gata, que hab¨ªa terminado de comer y se relam¨ªa los bigotes, y volvi¨® la cabeza en direcci¨®n a la puerta, midiendo con los ojos la distancia que, le separaba de ella, como si calculara las posibilidades de ¨¦xito de una nueva fuga. Despu¨¦s compuso un gesto de desaliento y rompi¨® a llorar con desesperaci¨®n. Francisco y yo intercambiamos una mirada de satisfacci¨®n y en seguida, como si nos hubi¨¦ramos puesto de acuerdo previamente, nos pusimos en pie y comenzamos a aplaudir al tiempo que le lanz¨¢bamos bravos y vivas que, lejos de calmarle, le hund¨ªan en un llanto mucho m¨¢s intenso. Finalmente, cuando consigui¨® sorberse algunas l¨¢grimas, levant¨® su rostro hacia nosotros y pregunt¨® con gesto de s¨²plica:
-?Pero se puede saber qu¨¦ pasa? -Que en esta sala de espera las ¨²nicas que hab¨ªamos Horado hasta ahora ¨¦ramos las mujeres -se?al¨¦-. Ya era hora de que alguien rompiera la convenci¨®n. Est¨¢bamos tan convencionales...
El motorista se levant¨® del sof¨¢ sin dejar de llorar y abri¨¦ndose la cazadora de cuero para mostrar su cuerpo, grit¨®-
-?Pero si soy una t¨ªa!
-Pobrecito -dije yo porque me daba mucha pena-, es una mujer y se cre¨ªa que era un hombre.
-?Que no, hombre, que no! -grit¨® con desesperaci¨®n-. Lo que pasa es que en este trabajo es mejor que te tomen por un hombre. Algunas de mis compa?eras han sufrido abusos de clientes que piden pizzas, pero que lo que quieren es otra cosa.
-Nada, nada -apunt¨® Francisco con cierta carga agresiva en sus palabras-, sugesti¨®n, todo es pura sugesti¨®n. Est¨¢s sugestionado con que eres una chica y ya est¨¢. Yo tambi¨¦n padec¨ª esa sugesti¨®n; imag¨ªnate que llegu¨¦ a casarme con un hombre y todo, un imb¨¦cil, por cierto. Adem¨¢s, me cre¨ªa que viv¨ªa en Buenos Aires, con el fr¨ªo que hace all¨ª en esta ¨¦poca del a?o; f¨ªjate en el abrigo que tiene que llevar esta pobre.
-Es que -a?ad¨ª yo intentando crear un clima de concordia- mientras. esper¨¢bamos al dentista a la peluquera, que no sabemos qu¨¦ hemos venido, la verdad, est¨¢bamos comentando el poder de las convenciones sociales. O sea, que te levantas con una idea (y las ideas en realidad son tambi¨¦n una pr¨®tesis), por ejemplo con la idea de que eres cirujano, y lo mismo te pasas el d¨ªa arrebat¨¢ndole el p¨¢ncreas a la gente. Aunque el p¨¢ncreas es otra convenci¨®n. Nos hemos puesto de acuerdo en que hay p¨¢ncreas y a lo mejor ya no podr¨ªamos vivir sin ¨¦l.
-D¨¦jalo, no insistas -dijo Francisco con gesto de desprecio-; este chico no entiende nada.
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