Un asunto de honor
Arturo P¨¦rez-ReverteCap¨ªtulo 2 Un fulano cojo y un loro
Relato deEl cami¨®n segu¨ªa parado en el arc¨¦n. Pasaron los picoletos con el pirulo azul soltando destellos, pero no se detuvieron a darme la barrila como de costumbre. Que si los papeles y que si ojos negros tienes. Alg¨²n desgraciado acababa de romperse los cuernos un par de kil¨®metros m¨¢s arriba, y ten¨ªan prisa.-D¨¦jame ir contigo -dijo ella.
-Ni lo sue?es -respond¨ª.
-Quiero ver el mar -repiti¨®.
-Pues ve al cine. O coge un autob¨²s.
No hizo pucheros, ni puso mala cara. S¨®lo me miraba muy fija y muy tranquila.
-Quieren que sea puta.
-Hay cosas peores.
Si las miradas pudieran ser lentas, dir¨ªa que me mir¨® muy despacio. Mucho.
-Quieren que sea puta como Nati.
Pas¨® un coche en direcci¨®n contraria con la larga puesta, el muy cabr¨®n. Los faros deslumbraron la cabina, iluminando el libro que ella ten¨ªa en las manos, la peque?a mochila colgada a la espalda. Not¨¦ algo raro en la garganta; una sensaci¨®n extra?a, de soledad y tristeza, como cuando era cr¨ªo y llegaba tarde a la escuela y corr¨ªa arrastrando la cartera. As¨ª que tragu¨¦ saliva y mov¨ª la cabeza.
-?se no es asunto m¨ªo.
Tuve tiempo de ver bien su rostro, la expresi¨®n de los ojos grandes y oscuros, antes de que el resplandor de los faros se desvaneciera.
-A¨²n soy virgen.
-Me alegro. Y ahora b¨¢jate del cami¨®n.
-Nati y el portugu¨¦s Almeida le han vendido mi virgo a don M¨¢ximo Larreta. Por cuarenta mil duros. Y se lo cobra ma?ana.
As¨ª que era eso. Lo diger¨ª despacio, sin agobios, tom¨¢ndome mi tiempo. Entre otras muchas casualidades, ocurr¨ªa que don M¨¢ximo Larreta, propietario de Construcciones Larreta y de la funeraria Hasta Luego, era due?o de medio Jerez de los Caballeros y ten¨ªa amigos en todas partes. En cuanto a Manolo Jarales Campos, el Volvo no era m¨ªo, se trataba del primer curro desde que me dieron bola del talego, y bastaba un informe desfavorable para que Instituciones Penitenciarias me fornicase la marrana.
-Que te bajes.
-No me da la gana.
-Pues t¨² misma.
Puse el motor en marcha, di la vuelta al cami¨®n y desanduve camino hasta el puticlub del portugu¨¦s Almeida. Durante los quince minutos que dur¨® el trayecto ella permaneci¨® inm¨®vil a mi lado, en la cabina, con su mochila a la espalda y el libro abrazado contra el pecho, la mirada fija en la raya discontinua de la carretera, Yo me volv¨ªa de vez en cuando a observarla de reojo, a hurtadillas. Me sent¨ªa inquieto y avergonzado. Pero ya dir¨¢n ustedes qu¨¦ otra maldita cosa pod¨ªa hacer.
-Lo siento -dije por fin en voz baja.
Ella no respondi¨®, y eso me hizo sentir peor a¨²n. Pensaba en aquel don M¨¢ximo Larreta, canalla y vulgar, enriquecido con la especulaci¨®n de terrenos, el negocio de la construcci¨®n y los chanchullos. Desparramando billetes convencido, como tantos de de sus compadres, deque todo en el mundo -una mujer, un ex presidiario, una ni?a virgen de dieciseis a?os- pod¨ªa comprarse con dinero.
Dej¨¦ de pensar. Las luces del puticlub se ve¨ªan ya tras la pr¨®xima curva, y pronto todo volver¨ªa a ser como antes, como siempre: la carretera, Los Chunguitos y yo. Le ech¨¦ un ¨²ltimo vistazo a la ni?a, aprovechando las luces de una gasolinera. Manten¨ªa el libro apretado contra el pecho, resignada e inm¨®vil. Ten¨ªa un perfil precioso, de yogurcito dulce. Cuarenta mil cochinos duros, me dije. Perra vida.
Detuve el cami¨®n en la explanada frente al club de alterne y la observ¨¦. Segu¨ªa mirando obstinada, al frente, y le ca¨ªa por la cara una l¨¢grima gruesa, brillante. Un reguero denso que se le qued¨® suspendido a un lado de la barbilla.
-Hijoputa -dijo.
Abajo deb¨ªan de haberse olido el asunto, porque vi salir a Porky, y despu¨¦s a la Nati, que se qued¨® en la puerta con los brazos en jarras. Al poco sali¨® el portugu¨¦s Almeida, moreno, bajito, con sus patillas rizadas y sus andares de chulo lisboeta, el diente de oro y la sonrisa peligrosa, y se vino despacio hasta el pie del cami¨®n, con Porky guard¨¢ndole las espaldas.
-Quiso dar un paseo -les expliqu¨¦.
Porky miraba a su jefe y el portugu¨¦s Almeida me miraba a m¨ª. Desde lejos la Nati nos miraba a todos. La ¨²nica que no miraba a nadie era la ni?a.
-Me joden los listos -dijo el portugu¨¦s Almeida, y su sonrisa era una amenaza.
Encog¨ª los hombros, procurando tragarme la mala leche.
-Me la trae floja lo que te joda o no. La ni?a se subi¨® a mi cami¨®n, y aqu¨ª os la traigo.
Porky dio un paso adelante, los brazos -parec¨ªan jamones- algo separados del cuerpo como en las pel¨ªculas, por si su jefe encajaba mal mis comentarios. Pero el portugu¨¦s Almeida se limit¨® a mirarme en silencio antes de ensanchar la sonrisa.
-Eres un buen chico, ?verdad?... La Nati dice que eres un buen chico.
Me qued¨¦ callado. Aquella gente era peligrosa, pero en a?o y medio de talego hasta el m¨¢s primavera aprende un par de trucos. Agarr¨¦ con disimulo un destornillador grande y lo dej¨¦ al alcance de la mano por si li¨¢bamos la pajarraca. Pero el portugu¨¦s Almeida no estaba aquella noche por la labor. Al menos, no conmigo.
-Haz que baje esa zorra -dijo. El diente de oro le brillaba en mitad de la boca.
Eso lo zanjaba todo, as¨ª que me inclin¨¦ sobre las rodillas de la ni?a para abrir la puerta del cami¨®n. Al hacerlo, con el codo le roc¨¦ involuntariamente los pechos. Eran suaves y temblaban como dos palomas.
-Baja -le dije.
No se movi¨®. Entonces el portugu¨¦s Almeida la agarr¨® por un brazo y tir¨® de ella hacia abajo, con violencia, haci¨¦ndola caer de la cabina al suelo. Porky ten¨ªa el ce?o fruncido, como si aquello le hiciera pensar.
-Guarra -dijo su jefe. Y le dio una bofetada a la chica cuando ¨¦sta se incorporaba, a¨²n con la peque?a mochila a la espalda. Son¨® plaf, y yo desvi¨¦ la mirada, y cuando volv¨ª a mirar los ojos de ella buscaron los m¨ªos; pero hab¨ªa dentro tanta desesperaci¨®n y tanto desprecio que cerr¨¦ la puerta de un golpe para interponerla entre nosotros. Despu¨¦s, con las orejas ardi¨¦ndome de verg¨¹enza, gir¨¦ el volante y llev¨¦ de nuevo el Volvo hacia la carretera.
Veinte kil¨®metros m¨¢s adelante, par¨¦ en un ¨¢rea de servicio y le estuve pegando pu?etazos al volante hasta que me doli¨® la mano. Despu¨¦s tante¨¦ el asiento en busca del paquete de tabaco, encontr¨¦ su libro y encend¨ª la luz de la cabina para verlo mejor. La isla del tesoro, se llamaba. Por un tal R. L. Stevenson. En la portada se ve¨ªa el mapa de una isla, y dentro hab¨ªa una estampa con un barco de vela, y otra con un fulano cojo y un loro en el hombro. En las dos se ve¨ªa el mar.
Me fum¨¦ dos cigarrillos, uno detr¨¢s de otro. Despu¨¦s me mir¨¦ el careto en el espejo de la cabina, la nariz rota en el Puerto de Santa Mar¨ªa, el diente desportillado en Ceuta. Otra vez no, me dije. Tienes demasiado que perder, ahora: el curro y la libertad. Despu¨¦s pens¨¦ en los cuarenta mil duros de don M¨¢ximo Larreta, en la sonrisa del portugu¨¦s Almeida. En la l¨¢grima gruesa y brillante suspendida a un lado de la barbilla de la ni?a.
Entonces toqu¨¦ el libro y me santig¨¹¨¦. Hac¨ªa mucho que no me santiguaba, y mi pobre vieja habr¨ªa estado contenta de verme hacerlo. Despu¨¦s suspir¨¦ hondo antes de girar la llave de encendido para dar contacto, y el Vovlo se puso a rugir bajo mis pies y mis manos. Lo llev¨¦ hasta la carretera para emprender, por segunda vez aquella noche, el regreso en direcci¨®n a Jerez de los Caballeros. Y cuando vi aparecer a lo lejos las luces del puticlub -ya me las sab¨ªa de memoria, las malditas luces- puse a Los Chunguitos en el radiocasette, para darme coraje.
Segu¨ªa mirando obstinada, al frente, y le ca¨ªa por la cara una l¨¢grima gruesa
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