Un asunto de honor
Arturo P¨¦rez ReverteUltimo cap¨ªtulo La ¨²ltima playa
Relato de EL mar! -exclam¨® Trocito, emocionada, con los ojos muy abiertos y fijos en la l¨ªnea gris del horizonte.
Pero no era el mar, sino el Tinto y el Odiel cu¨¢ndo circunvalamos Huelva, y otra vez falsa alarma con el Guadiana en Ayamonte, as¨ª que para cuando nos acercamos realmente al mar la ni?a ya empezaba a pasar mucho del tema. Y es que eso es la vida; est¨¢s diecis¨¦is tacos so?ando con algo, y cuando por fin ocurre no es como cre¨ªas, y vas y te mosqueas.
-Pues el mar me parece una mierda -dec¨ªa ella-. R. L. Stevenson exageraba mucho. Y las pel¨ªculas tambi¨¦n.
-?se no es el mar, Trocito. Espera un poco. S¨®lo es un r¨ªo.
Frunc¨ªa las cejas igual que una cr¨ªa cabreada.
-Pues como r¨ªo tambi¨¦n es una mierda.
Total. Que de r¨ªo en r¨ªo cruzamos la frontera sin problemas por Vila Real de San Antonio, donde cuando vio el mar de verdad ella pregunt¨® qu¨¦ r¨ªo es ¨¦se, y despu¨¦s tomamos la carretera de Faro en direcci¨®n a Tavira. All¨ª, ante una de esas playas inmensas del Sur, par¨¦ el cami¨®n y le toqu¨¦ el hombro a la ni?a.
-Ah¨ª lo tienes.
Habr¨ªa querido recordarla siempre as¨ª, muy quieta en la cabina del Volvo 800 Magnum, a mi lado, con aquellos ojos tan grandes y oscuros que daba v¨¦rtigo asomarse, fijos en las dunas que deshilachaba el viento, en la espuma rizada sobre las olas.
-Me parece que estoy enamorada de ti -dijo, sin apartar la vista del mar.
-No jodas -dije yo, por decir algo.
Pero ten¨ªa la boca seca y ganas de echarme a llorar, de hundirle la cara en el cuello tibio y olvidarme del mundo y de mi sombra. Pens¨¦ en lo que hab¨ªa sido hasta entonces mi vida. Record¨¦, como si pasaran de golpe ante mis ojos, la carretera solitaria, los caf¨¦s solos dobles en las gasolineras, la mili a solas en Ceuta, los colegas del Fluerto de Santa Mar¨ªa y su soledad, que durante a?o y medio hab¨ªa sido la m¨ªa. Si hubiera tenido m¨¢s estudios, me habr¨ªa gustado saber de qu¨¦ maneras se conjuga la pala bra soledad, aunque igual resulta que s¨®lo se conjugan los verbos y no las palabras, y ni soledad ni vida pueden conjugarse con nada. Puta vida y puta sociedad, pens¨¦. Y sent¨ª de nuevo aquello que me pon¨ªa como blandito por dentro, igual que cuan ' do era un cr¨ªo y me besaba mi madre, y uno estaba a salvo de todo sin sospechar que s¨®lo era una tregua antes de que hiciera mucho fr¨ªo.
Ven.
Le pas¨¦ en tomo a la nuca el brazo derecho a¨²n vendado con su pa?uelo, y la atraje hasta m¨ª. Parec¨ªa tan peque?a y tan fr¨¢gil, y segu¨ªa oliendo como un cr¨ªo reci¨¦n despierto en la cama. Ya he dicho que nunca fui un t¨ªo muy instruido ni s¨¦ mucho de sentimientos; pero comprend¨ª que ese olor, o su recuerdo recobrado, era mi patria y mi memoria. El ¨²nico lugar del mundo al que yo deseaba volver y quedarme para siempre
-?D¨®nde iremos ahora? -pregunt¨® Trocito.
Me gustaba aquel plural. Iremos. Hac¨ªa mucho tiempo que nadie se dirig¨ªa a m¨ª en plural.
-?Iremos?
-S¨ª. T¨² y yo.
El libro de R. L. Stevenson estaba en el suelo, a sus pies. La bes¨¦ entre los ojos oscuros y grandes que ya no miraban al mar, sino a m¨ª.
-Trocito -dije.
En el VHF, los compa?eros espa?oles y portugueses enviaban recuerdos al Llanero y su Petisuis o ped¨ªan noticias. O Terror das Rutas, un colega de Faro, pas¨® en direcci¨®n a Tavira, reconoci¨® el Volvo parado junto a la playa y nos envi¨® un saludo lleno de emoci¨®n, como si aquello fuese una telenovela. Apagu¨¦ la radio.
El d¨ªa era gris y las olas bat¨ªan fuerte en la playa cuando bajamos del cami¨®n y anduvimos entre las dunas hasta la orilla. Hab¨ªa gaviotas que revoloteaban alrededor haciendo cric-cric y ella las miraba fascinadas porque nunca las hab¨ªa visto de verdad.
-Me gustan -dijo.
-Pues tienen muy mala leche -aclar¨¦-. Le pican los ojos a los n¨¢ufragos que se duermen en el bote salvavidas.
-Venga ya.
-Te lo juro.
Se quit¨® las zapatillas para meter los pies en el agua. Las olas llegaban hasta ella rode¨¢ndole las piernas de espuma; algunas le salpicaron los bajos del vestido, que se le pegaba a los muslos. Se ech¨® a re¨ªr feliz, como la ni?a que a¨²n era, y mojaba las manos en el agua para hac¨¦rselas correr por la cara y el cuello. Hab¨ªa gotas suspendidas en sus pesta?as.
-Te quiero -dije por fin. Pero el viento nos tra¨ªa espuma y sal sobre la cara y a cambio se llevaba mis palabras.
-?Qu¨¦? -pregunt¨® ella. Y yo mov¨ª la cabeza, negando con una sonrisa.
-Nada. Una ola m¨¢s fuerte nos alcanz¨® a los dos, y nos abrazamos mojados. Ella estaba tibia baj¨® el vestido h¨²medo y temblaba apoyada contra mi pecho. Mi patria, pens¨¦ de nuevo. Ten¨ªa mi patria entre los brazos. Pens¨¦ en los compa?eros que en ese momento contemplaban un rect¨¢ngulo de cielo sobre el muro y las rejas de El Puerto. En el centinela que, solo, all¨¢ en su garita del monte Hacho, estar¨ªa mirand el gatillo del Cetme como una tentaci¨®n. En los vagabundos de cuarenta toneladas con sue?os imposibles en color y doble p¨¢gina pegados en la cabina, junto al volante. Y entonces dije para mis adentros: os brindo este toro, colegas.
Despu¨¦s me volv¨ª a mirar hacia la carretera y vi detenido junto al Volvo un coche funerario negro, largo y siniestro como un ata¨²d. Me lo qued¨¦ mirando un rato fijamente, el coche vac¨ªo e inm¨®vil, y no sent¨ª nada especial; quiz¨¢ s¨®lo una fatiga densa, tranquila. Resignada. A¨²n ten¨ªa a Trocito entre los brazos y la mantuve as¨ª unos segundos m¨¢s, respirando hondo el aire que tra¨ªa espuma y sal, sintiendo palpitar su carne h¨²meda, calentita, contra mi cuerpo. La sangre me bat¨ªa despacio por las venas. Pum-pum. Pum-pum.
-Trocito -dije por ¨²ltima vez.
Entonces la bes¨¦ muy despacio, sin prisas, sabore¨¢ndola como si tuviese miel en la boca y yo estuviese enganchado a esa miel, antes de apartarla de m¨ª, empuj¨¢ndola suavemente hacia la orilla del mar. Despu¨¦s met¨ª la mano en el bolsillo para sacar la navaja -Albacete, Inox- y le di la espalda, interponi¨¦ndome entre ella y las tres figuras que se acercaban entre las dunas.
-Buenos d¨ªas -dijo el portugu¨¦s Almeida.
Con la nariz rota y sin el diente de oro, su sonrisa no era la misma, sino m¨¢s apagada y vulgar. Tras ¨¦l, con un esparadrapo y gasa en la cara y los zapatos en la mano para poder caminar por la arena, ven¨ªa La Nati despeinada y sin maquillaje. En cuanto a Porky, cerraba la marcha con una venda en torno a la cabeza y tra¨ªa un ojo a la funerala. Ten¨ªan todo el aspecto de una pat¨¦tica banda de canallas despu¨¦s de pasar una mala noche, y eso es exactamente lo que hab¨ªan pasado: la peor noche de su vida. Por supuesto, ven¨ªan resueltos a cobr¨¢rsela.
Empalm¨¦ la chuli, cuya hoja de casi dos palmos se enderez¨® con un rel¨¢mpago gris que reflejaba el cielo. Cuando son¨® el chasquido en mi mano derecha, llev¨¦ la izquierda hasta el otro brazo y desanud¨¦ el pa?uelo para descubrir el tatuaje. Trocito, dec¨ªa bajo la herida. La sent¨ª detr¨¢s, muy cerca de m¨ª, entre el ruido de la resaca que romp¨ªa en la playa. El viento salado me tra¨ªa el roce de sus cabellos.
Y era el momento, y era toda mi vida la que estaba all¨ª a orillas del mar en aquella playa. Y de pronto supe que hab¨ªan transcurrido todos mis a?os, con lo bueno y con lo malo, para que yo terminase viviendo ese instnate. Y supe por qu¨¦ los hombres nacen y mueren, y siempre son lo que son y nunca lo que desear¨ªan ser. Y mientras miraba los ojos del portugu¨¦s Almeida y la pistola negra y reluciente que tra¨ªa en una mano, supe tambi¨¦n que toda mujer, cualquier mujer con lo que de ti mismo encierra en su carne tibia y en la miel de su boca y entre sus caderas, que es tu pasado y tu memoria, cualquier hermoso trocito de carne y sangre capaz de hacerte sentir como cuando eras peque?o y consolabas la angustia de la vida entre los pechos de tu madre, es la ¨²nica patria que de verdad merece matar y morir por ella.
As¨ª que apret¨¦ la empu?adura de la navaja y me fui a por el portugu¨¦s Almeida. Con un par de cojones.
A partir de ma?ana comienza la publicaci¨®n de Carlota Fainberg, relato en siete cap¨ªtulos de Antonio Mu?oz Molina ilustrado por Rodrigo.
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