Buenos Aires / Madrid
Durante este mes de agosto que agoniza contra las tapias sutiles del fantasmal septiembre, miles de viviendas han permanecido desocupadas en Madrid. Cuando desde la distancia evocas las habitaciones vac¨ªas de tu casa, ¨¦stas acaban configurando un espacio moral, algo as¨ª, como una sucursal de mi conciencia.Las casas vac¨ªas conservan durante mucho tiempo la sustancia de nuestra identidad. Ya s¨¦ que la composici¨®n de la identidad es m¨¢s secreta que la de la Coca-Cola, ninguno de nosotros somos due?os de esa f¨®rmula, aunque vivamos de ella. Pero lo cierto es, que en los rincones de las casas vac¨ªas, junto al polvo, se deposita tambi¨¦n algo de lo que somos: quiz¨¢ un olor que no es peculiar, o unas bacterias que viven en nuestra piel y que se caen a suelo cuando nos arrancamos la camisa con un poco de desesperaci¨®n. Tambi¨¦n est¨¢n los pelos que flotan en el aire al limpiar la maquinilla de afeitar, muchos de los cuales, cayendo fuera del lavabo van a encontrar reposo en rincones inaccesibles al instinto succionador de la aspiradora; quiz¨¢ en esos rincones se constituyen, m¨¢s que en pedazos de nosotros, en embriones permanentes del sujeto que somos. Todas esas peque?as cosas, en fin, que se nos caen porque nos sobran o porque nos hacemos viejos, incluidas las man¨ªas, van llenando las partes m¨¢s invisibles de las casas, y son las que nos proporcionan ese golpe de identidad que recibimos en pleno rostro cuando, abrimos la puerta al regresar de vacaciones. No siempre es un golpe agradable, porque la identidad, cuando permanecemos mucho tiempo fuera de ella, se queda un poco fr¨ªa, y adquiere ese olor rancio del humo del tabaco al d¨ªa siguiente de una fiesta.
El caso es que si nos ponemos a pensar en nuestra casa desde la distancia, enseguida comenzamos a sentir su ausencia como una amputaci¨®n. Somos mucho m¨¢s que este cuerpo que va a trabajar todos los d¨ªas y que sale de vacaciones una o dos veces al a?o. En torno a ¨¦l, invisibles, giran part¨ªculas de la casa y de las calles de las que procedemos y de los cuerpos que nos rozan en el autob¨²s. A todo ese conjunto de sutilezas Je llamamos ra¨ªces, de un lado porque no se ven, y, de otro, porque de esas ra¨ªces invisibles nos alimentamos. Hace un par de semanas me encontraba en Buenos Aires, y sal¨ª a pasear por Corrientes en un golpe de insomio provocado por el desajuste horario, o quiz¨¢ por el miedo de estar fuera de casa, y yo no voy a decir que aquello no fuera Corrientes, porque me tomar¨ªan por loco, pero a m¨ª me pareci¨® Bravo Murilllo en la zona que va de Cuatro Caminos a la plaza de Castilla. De hecho, me desvi¨¦ en un punto por miedo a encontrarme con los juzgados de esa plaza y a Ruiz-Mateos en sus escaleras esperando el advenimiento de Mariano Rubio.
O sea, que si en lugar de pensar s¨®lo en tu casa, te da por imaginar el resto de las casas vac¨ªas y las calles desiertas que has dejado en Madrid, entonces te das cuenta de que adem¨¢s de esa identidad individual, compuesta de pelos y bacterias, posees otra colectiva que tampoco est¨¢ mal. No voy a decir ahora que Madrid sea una patria (cabemos en ella todos porque no lo es), pero desde la nostalgia constituye tambi¨¦n un espacio moral en el que nos reconocemos colectivamente nada m¨¢s entrar. Yo, la verdad, la pr¨®xima vez que tenga que visitar Buenos Aires lo har¨¦ desde Bravo M¨²rillo. Te fatigas menos.
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