Un tal MacGuffin
Hubo un prestidigitador ingl¨¦s llamado Alfred Hitchcock que vendi¨® su ingenio a Hollywood por un pu?ado de d¨®lares. Este mago meti¨® en su filme Psicosis uno de esos trucos de filmaci¨®n que los viejos peliculeros llaman peces rojos: una imagen llamativa -el pez rojo, por peque?o que sea, es el primero que se ve en una pecera- destinada a distraer al espectador, con un golpe de efecto visual o argumental, del verdadero sentido del filme, para que no adivine antes de tiempo donde conduce la intriga.Orden¨® Hitch cambiar la imagen de la mano que agarra el cuchillo que mata al husmeador de la casa -deducida de un desolado lienzo de Edward Hopper- donde el filme ocurre. En lugar de un cuchillo normal, que en la imagen resultaba poco terror¨ªfico, puso ante la lente un imposible machet¨®n, cuya desmesura deslumbra al espectador hasta dejarle desorientado por el susto. Como la ocurrencia romp¨ªa la ortodoxia del departamento de trucos del estudio, le preguntaron que tipo de pez rojo era aquel. "No es un pez rojo.", dijo Hitch. Y aclar¨®: "Es un MacGuffin".
Nadie entendi¨® la aclaraci¨®n, pero desde entonces el tal MacGuffin se asocia a las im¨¢genes y escenas dilatorias, que no aportan nada al entendimiento de la intriga, sino que desv¨ªan de ella la atenci¨®n del espectador y le hacen considerar un atajo lo que en realidad es un rodeo. La obra de Hitch est¨¢ llena de estos rodeos y el m¨¢s audaz es el que suprimi¨®, porque su brillantez se com¨ªa el filme, de Con la muerte en los talones: el gafe Gary Grant, a quien no paran de colgarle muertos que no ha matado, sigue el paso de una cadena de montaje de autom¨®viles y descubre, tan asombrado como el espectador, que al final de ¨¦sta nace un reluciente coche... con un cad¨¢ver dentro, por lo que prosigue, con un muerto mas a la espalda, su eterna huida.
Hay un filme reciente que contiene uno de los m¨¢s alevosos peces rojos de la pecera, un MacGuffin que casi ocupa un tercio del metraje: las escenas -tan truculentas que denuncian su condici¨®n par¨®dica- del asesino de mujeres, contrapunto dilatorio de las fechor¨ªas del doctor Hannibal Lecter, que son ¨²nico meollo del enredo del filme de Jonathan Demme: un tosco y tremendo circunloquio de casquer¨ªa destinado a aplazar -y as¨ª crear ganas de que reaparezca- el sarcasmo can¨ªbal de Anthony Hopkins.
Un buen empleo de estos rodeos indica buen oficio de escribir y hacer pel¨ªculas. Por ejemplo, la primera escena de Belle ¨¦poque es una treta del se?or MacGuffin. Los guionistas convocan continuamente al misterioso escoc¨¦s para que les ayude a mantener en vilo al espectador, seducirle para que pique estos anzuelos y no adivine por donde va el asunto. De ah¨ª que cada peliculero tenga un caj¨®n donde rebuscar argucias destinadas a encubrir la parte sustantiva del relato mediante una adjetivaci¨®n visual o argumental, que una vez ocurrida adquiere la condici¨®n sustantiva de tiempo ganado y por tanto de tiempo creado. Nada de lo que hay en la recient¨ªsima Cuatro bodas y un funeral, llena de peces rojos tan grises que son ranas.
?Quien es el tal MacGuffin? Hitch desvel¨® su identidad con un chiste. Un atildado londinense viaja en tren a Edimburgo mientras lee ¨¢vidamente la p¨¢gina de esquelas mortuorias del Times. Entra otro viajero y se sienta frente a ¨¦l. Contrasta con el sello de alta alcurnia del gab¨¢n y los guantes de gamuza negra del reci¨¦n llegado un astroso paquete, hecho con sucios harapos, que lleva bajo el sobaco. Intrigado, el primero pregunta: "Por favor, caballero, ?podr¨ªa decirme qu¨¦ contiene ese extra?o paquete?" "Por supuesto, se?or: un MacGuffin". El curioso vuelve a sus muertos, hasta que, pasado un rato, reacciona algo mosca: "Disculpe, se?or, ?tiene inconveniente en decirme qu¨¦ es un MacGuffin? "Ning¨²n inconveniente. Un MacGuffin es un bicho que usamos en Escocia para cazar leones?". Nueva pausa y, al cabo de ella, nuevo mosqueo: "Eso es imposible, se?or". "?Por qu¨¦ es imposible, caballero?" "Porque en Escocia no hay leones". El interpelado medita un instante y concluye: "En ese caso, evidentemente no puede ser un MacGuffin". Ninguno vuelve a abrir la boca.
Un antiguo, casi arcaico, juego de absurdos, un nonsense, argucia dial¨¦ctica del teatro medieval que sirvi¨® a Shakespeare para crear algunas de sus fulgurantes transiciones esc¨¦nicas, asoma por detr¨¢s de un truco de peliculeros de barraca. Y algo no atado concuerda.
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