La eternidad del gatopardo
Fue nada menos que Luchino Visconti quien levant¨® a Burt Lancaster su pedestal definitivo al confiarle el papel del Pr¨ªncipe Salina en El gatopardo, t¨ªtulo cuya calidad no ha hecho sino crecer con los a?os. Fue una intepretaci¨®n gigantesca en un filme de proporciones magnas; una conjunci¨®n que ya no se da hoy en d¨ªa. En este sentido, la estatura estelar de Lancaster no tiene parang¨®n con ninguna de las del Hollywood actual. Comp¨¢resele con un Stallone, un Schwarzenagger o un Bruce Willis, que han llevado el concepto de bruto a los l¨ªmites de la horterez. Nada que ver.La muerte de Lancaster certifica, una vez m¨¢s, la muerte del Hollywood m¨ªtico en beneficio del Hollywood computadora. La comparaci¨®n con un Stallone demuestra que en el cine no se inventa nada nuevo: tambi¨¦n Lancaster proced¨ªa de las palestras de la fuerza y tambi¨¦n se impuso en primer lugar por unos m¨²sculos que el Hollywood de los a?os cuarenta no estaba acostumbrado a ver. Como es sabido, se ganaba la vida como acr¨®bata, formando pareja con Nick Cravat, su diminuto compa?ero mudo en las acrobacias de El halc¨®n y la flecha y El temible burl¨®n. En todo caso, Lancaster fue uno de los pocos atletas del cine que supieron evolucionar hasta alcanzar cimas inesperadas y edificar una s¨®lida carrera dram¨¢tica. La diferen cia con un Stallone o un Schwarzenagger es que ¨¦stos permanecen haciendo las mismas irritantes estupideces, mientras que ¨¦l supo pasar a empe?os superiores, demostrando una exigencia como pocos actores de Hollywood han tenido antes o despu¨¦s.
Al igual que su compadre Kirk Douglas, y en otra medida Robert Mitchum, pertenec¨ªa al tipo de gal¨¢n t¨ªpico del cine americano de la inmediata posguerra. J¨®venes ex combatientes, curtidos, desenga?ados y decididamente duros de pelar. Pero, adem¨¢s, tanto Douglas como Lancaster fueron los primeros actores de su generaci¨®n que supieron intuir a tiempo la fragilidad del sistema de los grandes estudios y se arriesgaron a convertirse en productores de sus propias pel¨ªculas.
Antih¨¦roe del cine negro
Su deb¨² en Forajidos, de Siodmak, fue espectacular. Interpretaba a un boxeador fracasado -El Sueco- que se ve prendido en una intriga de muerte y seducido por los encantos fatales de la ambigua se?orita Kitty Collins, una Ava Gardner enfundada en suntuoso vestido de sat¨¦n negro. El erotismo de la pareja resultaba lo suficientemente agresivo y sus personajes lo bastante malditos como para incorporarse a la mitolog¨ªa del cine negro. Llegaron despu¨¦s otros t¨ªtulos de atm¨®sfera asfixiante que Lancaster rod¨® en la Universal: Brute Force, de Jules Dassin; El abrazo de la muerte (1948), de Robert Siodmak. En la Paramount, y bajo la tutela del productor Hal Wallis, continu¨® la t¨®nica negra incorporando a un ex convicto que aspira a la reinserci¨®n en Al volver a la vida, junto a Kirk Douglas, y Soga de arena (1949), intento de trasladar la mitolog¨ªa del cine negro a la legi¨®n extranjera. Tambi¨¦n llegaron t¨ªtulos como Voces de muerte (1948), donde se dedicaba a aterrorizar por tel¨¦fono a una inv¨¢lida Barbara Stanwyck. Y en la Universal volvi¨® a escaparse de presidio apareci¨¦ndose entre la niebla a una ingenua maestrita llamada Joan Fontaine, en Sangre en las. manos.
De repente, en 1950, obsequi¨® al p¨²blico con nuevas facetas de su talento: fue un aventurero inolvidable en la mejor l¨ªnea de Douglas Fairbanks o Errol Flynn. Se llamaba Dardo, y era un arquero aguerrido y siempre risue?o que lucha por su hijo, la libertad de la Lombard¨ªa y el amor de Virginia Mayo. Con un tema que le iba como anillo al dedo, se luci¨® como atleta, encant¨® como comediante y contribuy¨® decisivamente al ¨¦xito instant¨¢neo de El halc¨®n y la flecha, pel¨ªcula de culto para los amantes del cine de aventuras. Cuando repiti¨® sus acrobacias en El temible burl¨®n (1952), lo hizo con tanto humor, con una sonrisa tan enorme y gallarda, que se convirti¨® en ¨ªdolo d¨¦ los ni?os y adolescentes de la ¨¦poca. Era una producci¨®n personal para la Warner, y un ¨¦xito absoluto.
Volvi¨® a estar soberbio en otro t¨ªtulo de producci¨®n propia, Apache (1954), dirigido por Aldrich, y uno de los primeros alegatos en favor de la exterminada raza india. Produjo, dirigi¨® y protagoniz¨® El hombre de Kentucky (1955), que no pas¨® de ser un western rutinario, pero se apunt¨® un tanto comercial importante con uno de los mejores westerns de la d¨¦cada, Veracruz (1955), tambi¨¦n de Aldrich, con Gary Cooper. La publicidad realz¨® el enfrentamiento de los dos astros con la frase "batalla de gigantes". El ¨¦xito de tan afortunado encuentro le llev¨® a repetir la maniobra de dos cuando se convirti¨® en Wyatt Earp para enfrentarse a Kirk Douglas como Doc Hollyday en un tema m¨ªtico del viejo Oeste, tocado ya por John Ford en Pasi¨®n de los fuertes. El nuevo t¨ªtulo fue Duelo de titanes (1957), enfrentamiento acariciado por el famoso tema musical de Dimitri Tiomkin Gunfigth at 0. K Corral, que se convirti¨® en referencia obligada de la memoria cin¨¦fila.
Contando con la reputaci¨®n dram¨¢tica obtenida por su interpretaci¨®n en la obra de Inge Vuelve, peque?a Sheba (1952) -donde interpretaba a un alcoh¨®lico-, fue el sargento que pierde sus ropas en la playa, al abrazarse a la ad¨²ltera esposa de su capit¨¢n (Deborah Kerr) en la escena m¨¢s famosa del drama militar De aqu¨ª a la eternidad (1953). Prescindiendo del impacto er¨®tico que en su momento provoc¨® aquel revolc¨®n, cabe destacar que Burt consigui¨® una actuaci¨®n de notable sobriedad, por la que obtuvo el premio de la, cr¨ªtica de Nueva York y una candidatura para el Oscar. En la misma l¨ªnea dram¨¢tica estuvo sensacional como el despreocupado italiano que corteja a la fogosa viuda Anna Magnani en La rosa tatuada, seg¨²n la obra hom¨®nima de Tennessee Williams. Viaj¨® despu¨¦s a Europa, concretamente a Par¨ªs, para incorporar sus antiguas acrobacias a un drama de "pasiones encontradas" en un ambiente circense: Trapecio, junto a Tony Curtis y Gina Lollobrigida, que constituy¨® un rotundo ¨¦xito comercial. Lleg¨® tambi¨¦n El farsante (1956), tragicomedia de costumbres que le permit¨ªa enfrentarse a la inmensa Katharine Hepburn; Chantaje en Broadway (1957), un tema de Clifford Odets que le permit¨ªa incorporar a un despiadado columnista enfrentado a un no menos despiadado agente de prensa, que volv¨ªa a ser Tony Curtis en su etapa de aprendiz de arte dram¨¢tico. En Mesas separadas (1958), fue el escritor amargado por el recuerdo de sus amores con Rita Hayworth. Semejante pareja, t¨ªpicamente hollywoodiense, triunf¨® rotundamente.
Lleg¨® John Huston con un western excelente, Los que no perdonan, y muy en especialmente El fuego y la palabra, absurdo t¨ªtulo espa?ol para Elmer Gantry, seg¨²n la novela de Sinclair Lewis. El tema era explosivo para la ¨¦poca: las manipulaciones de la religi¨®n a cargo de un embaucador que llega a movilizar a las masas en provecho de sus embustes. El nuevo Lancaster dio una personificaci¨®n violenta, extravertida un verdadero recital que marc¨® la frontera entre el atleta m¨ªtico, deleite de adolescentes, y el ya consumado int¨¦rprete de ternas adultos.
'The leopard'
Este nuevo status y la victoria en la batalla por el Oscar le llevaron a preferir los filmes de grandes pretensiones, no siempre justificadas. Sin embargo, estuvo soberbio en el alegato antinazi Vencedores y vencidos y en su interpretaci¨®n del convicto Robert Strout, m¨¢s conocido por su desaforado amor a los p¨¢jaros (El hombre de Alcatraz, 1962), acaso su interpretaci¨®n m¨¢s elogiada hasta el momento.
Cuando Visconti lo eligi¨® como protagonista de El gatopardo (The leopard en los pa¨ªses de habla inglesa), Lancaster fue consciente de la oportunidad de participar en una obra art¨ªstica de alcance superior. Desgraciadamente para sus Ilusiones, se estren¨® en Estados Unidos amputado en la mitad de su duraci¨®n original y constituy¨® un rotundo fracaso. Era impensable que los espectadores de Tejas o Nebraska pudiesen comprender la exquisitez, el refinamiento y las exigencias culturales de Visconti, Lampedusa y el propio int¨¦rprete.
Su lista de pel¨ªculas de calidad fue a partir de entonces inagotable, y comprende t¨ªtulos tan distintos como Siete d¨ªas de mayo (1964) y El tren, de Frankeheimer; La batalla de las colinas del whisky (1965); Los profesionales (1966), de Richard Brooks, y El nadador (1968), seg¨²n la novela de John Cheever. Conviene destacar otro t¨ªtulo de Visconti, Confidencias (Gruno di fiamiglia in un interno, 1975), t¨ªtulo crepuscular, donde volvi¨® a estar soberbio en el papel de un solitario profesor que se convierte en voz del propio autor meditando sobre los cambios operados en su larga vida y en la sociedad italiana. Fue la pen¨²ltima obra de Visconti. S¨®lo la intervenci¨®n de un Lancaster agradecido por su anterior oportunidad pudo conseguir la Financiaci¨®n necesaria para un filme que los distribuidores americanos consideraban de explotaci¨®n imposible.
En los numerosos cambios que sacudieron el mundo de la producci¨®n durante los a?os setenta, muchos -grandes nombres cayeron, pero Lancaster emergi¨® con extraordinario prestigio. - Parad¨®jicamente, su nueva carrera debi¨® mucho m¨¢s a sus filmes con Visconti que a su etapa anterior como ¨ªdolo de Hollywood. Una generaci¨®n de nuevos realizadores busc¨® en ¨¦l al actor concienzudo que hab¨ªa demostrado ser a lo largo de los a?os, y un Lancaster convertido en el antih¨¦roe Lou Pasco asombr¨® al mundo en Atlantic City (1981), de Louis Malle,
que le devolvi¨® a la actualidad cinematogr¨¢fica y le vali¨® por tercera vez el premio de la cr¨ªtica de Nueva York y una nueva candidatura al Oscar.
Al igual que otros actores de su generaci¨®n, encontr¨® refugio en las series televisivas, como El fantasma de la ¨®pera, seg¨²n el tema de Gaston Leroux tantas veces revisitado, y una serie sobre Moises, y m¨¢s recientemente en producciones hist¨®ricas de la televisi¨®n italiana, entre ellas una obra del papa Wojtyla. (?Otra!).
Sus ¨²ltimas noticias se refer¨ªan ¨²nicamente a su alarmante estado de salud. A la vista del provecto caballero retratado en los quir¨®fanos, era imposible no invocar su gallarda figura de los primeros a?os cincuenta, cuando convirti¨® el estudio cinematogr¨¢fico en su gimnasio particular. Su sonrisa -enorme, blanca, optimista y burlona- fue ¨²nica. Pero tambi¨¦n lo fue aquella melancol¨ªa con que se enfrentaba a la sombra de la muerte en el juego crepuscular del gatopardo siciliano. En ambos casos, Burt Lancaster fue una figura inolvidable y un gran amigo para la eternidad del cin¨¦filo.
Babelia
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