La Rama Dorada
Voy a decir algo que puede parecer discutible pero en lo que creo firmemente, que el impulso que mueve al escritor a escribir sus libros es el impulso de la felicidad. Lo es, incluso, cuando el centro de ¨¦stos pueda ser la desdicha, o llegue a escribirlos bajo el imperio de la desesperaci¨®n o el dolor. Cuando su escritura sea una agon¨ªa insufrible, o su b¨²squeda, como quer¨ªa Kafka, la de esos libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente, como si fu¨¦ramos arrojados a los bosques, lejos de los hombres.Homero era ciego, y son numerosas las culturas que han hecho del ciego la figura emblem¨¢tica del narrador. No es dificil saber por qu¨¦. El ciego no ve con los ojos comunes y se le cree capaz, por tanto, de una segunda visi¨®n, entrar en contacto con esas fuerzas libres que constituyen la imaginaci¨®n del mundo. El don m¨¢s alto de estas fuerzas es la inspiraci¨®n. Un (ion que recibimos, pero que en gran medida, como todos los verdaderos dones, debemos darnos a nosotros mismos. Para ello, el centro de nuestro ser debe desplazarse del mundo del d¨ªa, donde todo es obra exterior, c¨¢lculo, instrumentalizaci¨®n, al mundo de la noche, que atiende a lo intensivo, a lo excepc¨ªonal y a lo incondicionado. Este mundo es el mundo de la imaginaci¨®n, y, por tanto, el (le la literatura. Para la imaginaci¨®n todo es paisaje interior, fabulaci¨®n, todos sus datos son incomparables y ¨²nicos. Tiene que ver con el deber ser, con el anhelo de una vida en que lo sorprendente y lo prodigioso coexistan con lo banal y lo cotidiano.
Recuerdo ahora una peque?a historia. Una historia real, que tuvo lugar hace a?os en el aeropuerto militar de Villanubla. Entonces no hab¨ªan traza(lo a¨²n la desviaci¨®n actual y la carretera cruzaba la pista de aterrizaje. Un agricultor se dirig¨ªa a un pueblo pr¨®ximo llevan(lo en su camioneta a una vaca. La niebla, un error inexplicable, permitieron que la camioneta invadiera alegremente la pista justo en el momento en que aterrizaba un bombardero. El choque fue clamoroso. No hubo v¨ªctimas humanas, pero la camioneta qued¨® completamente destrozada y la vaca muri¨®. El agricultor trataba de explicarse lo sucedido cuando los soldados le condujeron al puesto de guardia. All¨ª le esperaba el coronel. Estaba muy nervioso y le habl¨® de los riesgos inherentes a la vida militar y de lo dif¨ªcil que era afrontar sin errores las graves responsabilidades que exig¨ªa el cumplimiento del deber. Hizo una pausa, y le pidi¨® disculpas por lo que acababa de suceder. Estaban dispuestos a indemnizarle, a hacerlo valorando tanto su camioneta como su vaca en un precio superior al que hab¨ªa pagado por ellos. S¨®lo le pon¨ªa una condici¨®n, nadie deb¨ªa saber lo que hab¨ªa sucedido esa noche en el aeropuerto. El agricultor reflexion¨® unos momentos, y luego movi¨® la cabeza negando. No pod¨ªa ser, contest¨® t¨ªmidamente. Preferia quedarse sin nada. Cualquier cosa antes de no contar en su pueblo lo que le hab¨ªa pasado a su vaca.
Cabe preguntarse qu¨¦ hay detr¨¢s de una decisi¨®n as¨ª, una decisi¨®n tan contraria al pragmatismo, al. m¨¢s elemental inter¨¦s, una decisi¨®n que hace que nuestro campesino prefiera renunciar al beneficio que pod¨ªa haber obtenido a cambio de mantener intacto el derecho a contar su historia. La respuesta no me parece dif¨ªcil. Creo que la pasi¨®n de contar es inherente a la naturaleza humana. Que contar es volver a vivir, pero poni¨¦ndose a salvo del desorden propio de la, vida. Y que, en el fondo, la verdadera vida no es tanto la que ¨²nicamente se vive, sino aquella que al tiempo de vivirse se puede contar, o que se vive cont¨¢ndola. Como si vivir verdaderamente s¨®lo fuera estar cont¨¢ndonos algo. Darnos el don de una historia.
Tambi¨¦n creo que para que exista una historia es preciso que se tenga el sentimiento de lo prodigioso.
No se escribe sin un sentimiento as¨ª. Las historias se cuentan porque en alg¨²n momento hemos visto brillar sobre nuestras cabezas el resplandor de la Rama Dorada. Todos conoc¨¦is ese hermoso pasaje de La Eneida. El poeta cuenta c¨®mo Eneas se interna en un tenebroso valle y siguiendo dos palomas se ve sorprendido de pronto por un extra?o resplandor. Es la Rama Dorada. Esta rama se vincula con el mu¨¦rdago. Crece entre las ramas de los pinos, y todos nos hemos sentido sorprendidos alguna vez por su brillo, que es, efectivamente, dorado. Los romanos pensaban que las parejas que se besaran bajo una rama de mu¨¦rdago permanec¨ªan unidas para siempre y que su color amarillo era apto (por magia simp¨¢tica) para descubrir tesoros enterrados. A Eneas le sirvi¨® para franquear las puertas del infierno, y encontrarse con los muertos, y para nosotros es el s¨ªmbolo de esa llamada que nos abre el dominio de la imaginaci¨®n.
Pero quiero que se me entienda. La imaginaci¨®n no es una huida, sino un compromiso m¨¢s profundo con la realidad del mundo. No es el palacio, en cantado del que nos habla Ariosto en Orlando furioso. Este palacio pertenece al mago Atlante y es una trampa en la que caen gran n¨²mero de personajes de este libro, que de pronto creen ver en sus corredores la figura de lo que han perdido en el mundo, la visi¨®n de la mujer amada, de un enemigo inalcanzable, de un caballo robado. Y cuando entran en su busca ya no pueden abandonarle. De forma que es un palacio vac¨ªo s¨®lo poblado por los que buscan. La literatura no tiene que ver con este mundo de la evasi¨®n. Debe transformarnos, y sobre todo debe devolvernos al mundo. Un personaje del Orlando llega a ese palacio provisto de un libro m¨¢gico que explica c¨®mo son los palacios de ese tipo; se dirige a la losa del umbral, la levanta, y los corredores se hacen humo. Creo que la funci¨®n de la literatura es deshacer los hechizos. Demasiados prejuicios nos impiden ver de verdad el mundo, y el arte nos revela el camino que tenemos que seguir para reencontrarnos con ¨¦l. Virgilio, aparte de La Eneida, escribi¨® Las Ge¨®rgicas. Era un largo poema destinado a animar a los campesinos a que regresaran a los campos y emprendieran la labor de su cultivo, a cuya composici¨®n dedic¨® siete a?os de su vida. Siete a?os dedicados a contarnos c¨®mo deb¨ªa cultivarse la tierra, las atenciones que requer¨ªa el ganado o el, cuidado de las colmenas. Tratando de hacernos conscientes de la necesidad de luchar contra el caos de lo real. De ofrecernos t¨¦cnicas de adiestramiento, y de hablarnos, como hacen en el fondo todos los cuentos, de las facultades y aptitudes, que nos ser¨¢n necesarias en la. vida.
La imaginaci¨®n no se confunde con el castillo de Orlando. Nos ense?a a vivir. Es un puente entre nosotros y las cosas del mundo. Por ella aprendemos que la vida es m¨¢s amplia de lo que nuestras razones y conveniencias creen, y que la misi¨®n del arte es devolvernos esas posibilidades incumplidas, contarnos esa otra historia de lo que somos, y ayudarnos a soportar el dolor debido a la separaci¨®n. Porque la imaginaci¨®n es una llamada a la totalidad. Jos¨¦ Lezama Lima habr¨ªa escrito: "El impulso alegre hacia lo desconocido". Necesitamos historias que nos cuenten lo que es el mundo y lo que pasa en nuestro interior, pero sobre todo que nos hablen de lo prodigioso, porque la vida es indisociable de la espera y la realizaci¨®n del prodigio.
Una de esas historias es la historia de Atalanta, y me vais a permitir que os la recuerde brevemente. Atalanta no quer¨ªa casarse porque un or¨¢culo le hab¨ªa dicho que correr¨ªa un gran peligro si se un¨ªa a un mortal. Presionada por su padre, decidi¨® hacerlo, pero s¨®lo con aquel que la venciera en una carrera (Atalanta, amamantada por una osa y criada por unos cazadores, hab¨ªa crecido ejercit¨¢ndose un d¨ªa tras otro en la caza y en la carrera, y nadie hab¨ªa que la aventajara en tales actividades). Ya hab¨ªa dado muerte a varios pretendientes cuando apareci¨® Hip¨®menes, que llevaba consigo tres manzanas de oro que le hab¨ªa regala
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La Rama Dorada
Viene de la p¨¢gina anteriordo Afrodita, y que en plena carrera fue arrojando al suelo obligando a Atalanta a detenerse para recogerlas, con lo que, finalmente, pudo vencerla y desposarse con ella. Atalanta, como la sirenita o tantas criaturas del mundo de los cuentos o del mito, es una de esas criaturas intermedias, no enteramente humanas, situadas en una suerte de limbo, entre la vida y la muerte, m¨¢s all¨¢ de los l¨ªmites acotados por nuestra raz¨®n. Que absorben en su ser los oscuros y peligrosos fen¨®menos de la vida imbuy¨¦ndoles de dulzura. El hombre ha huido de ellas, pero necesita volver a su lado. Desposarse con ellas es desposarse con lo real. Tiene sus riesgos. Es la pregunta de la ratita presumida: "Qu¨¦ me har¨¢s por las noches?". Nosotros somos los pretendientes, y la imaginaci¨®n es el jard¨ªn de las Hesp¨¦rides, Afrodita d¨¢ndonos el fruto dorado. S¨®lo esas manzanas hacen detenerse a la fogosa joven, que es s¨ªmbolo de nuestra propia al manos permitir¨¢n vencerla y al estrecharla en nuestros brazos devolverla al mundo.
Hay una versi¨®n del mito que a¨²n me gusta m¨¢s. Atalanta est¨¢ enamorada y finge un inter¨¦s por las manzanas que en realidad s¨®lo siente por el muchacho que la persigue. En suma, que si se detiene a recoger las manzanas es para dejarse ganar. Creo que el mundo de la imaginaci¨®n es ese pacto. Y que la literatura es como la actuaci¨®n de los magos en los escenarios. Un truco tras otro, fingir que es posible lo que no puede ser. Tambi¨¦n que todo es un problema de convicci¨®n. Kierkegaard dijo que la fe era tentar a Dios, y cre¨® que con la imaginaci¨®n tentamos al otro. Le hacemos actuar como si esa manzana que le damos fuera de verdad de oro. Y al hacerlo logramos que algo semejante a esa naturaleza ¨¢urea pase a todas las manzanas de la tierra.
Es la ense?anza de Don Quijote. Parece un iluso, pero termina contagiando a todos de su locura. De hecho, llega a cambiar las reglas que gobiernan los movimientos de los hombres en el espacio abierto del libro y del mundo. Por eso nuestro campe sino no pod¨ªa aceptar la pro puesta del coronel. Esa propuesta negaba la vida, transformando los hechos en una mera transacci¨®n comercial. Pero lo que sucedi¨® fue algo m¨¢s. No es el aeropuerto, el cami¨®n renqueante, la niebla y la p¨¦rdida de la vaca. Es, sobre todo, la posibilidad de encontrar un sentido a lo que nos pasa, y a trav¨¦s de ello conseguir un poco de cordura. Esa verdadera cordura que, seg¨²n el dictamen de Chesterton, opon¨ªa al dominio de lo instrumental las razones del alma. Creo que se escribe con la vaga ilusi¨®n de que el alma hable a trav¨¦s de nosotros. No siempre ocurre: ella cuenta cosas, pero no se puede contar nunca con ella (no es calculable ni previsible). Y el alma. busca siempre acortar las distancias. Abrirnos, en suma, al misterio del otro, que debemos encandilar con nuestra historia. Escribimos para que se detenga y nos oiga contar. No importa lo que contemos, sino que est¨¦ a nuestro lado y que nos escuche. Porque contar una historia es, por encima de cualquier otra cosa, contemplar el rostro del que la escucha. No conozco otro cobijo frente a la crueldad del mundo que esa contemplaci¨®n.
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