Demonios de un pasado acusador
Si, como dice Voltaire, la historia es la mentira que los historiadores acuerdan, la informaci¨®n moderna es igualmente el juguete de los periodistas. Mientras escribo este pr¨®logo, se est¨¢n librando al menos un centenar de guerras en todo el mundo, y cada una se cobra diariamente sus muertos y heridos. Muchas, como la guerra de Filipinas, tienen generaciones de antig¨¹edad y han dejado de ser lo que los periodistas llaman sexy.En las ¨²ltimas 24 horas [este texto est¨¢ escrito el 2 de diciembre], tropas rusas, formadas en su mayor parte por cosacos y fuerzas especiales, han empezado a concentrarse en la frontera de una rep¨²blica de un mill¨®n de habitantes llamada Chechenia, al norte del C¨¢ucaso, para destituir al presidente Dud¨¢iev y obligar a su ducado, que se sublev¨® hace dos a?os, a reincorporarse a la Federaci¨®n Rusa, o, como muchos dir¨ªan, al Imperio Ruso. Yeltsin dio a Dud¨¢iev un ultim¨¢tum que expira hoy. Se dice que Dud¨¢iev ha hecho prisioneros, o rehenes, a 70 soldados j¨®venes -muchos de ellos rusos, y algunos heridos-, y afirma que les matar¨¢ a no ser que Yeltsin reconozca que dichos soldados han estado luchando en Chechenia como representantes de Mosc¨². La maquinaria de propaganda moscovita pinta a Dud¨¢iev como un criminal lun¨¢tico y a los chechenos como los inventores de la industria masiva del crimen organizado ruso. Apenas menciona que Chechenia es un pa¨ªs musulm¨¢n, rico en petr¨®leo y minerales, que controla el oleoducto principal entre el Caspio y el mar Negro, o que las guerras coloniales moscovitas en el norte del C¨¢ucaso han estado causando estragos ininterrumpidamente durante los ¨²ltimos ciento cincuenta a?os, primero bajo los zares blancos, despu¨¦s bajo los zares rojos, y ahora bajo una inestable mezcla de ambos.
Est¨¢ claro que nadie parece estar dispuesto a recordarnos que en la Rusia racista muchos musulmanes son considerados una raza inferior; o que el desequilibrado Zirinovski desea verles castrados y privados de sus derechos de ciudadanos, y que no es, ni mucho menos, el ¨²nico; o que, bajo la supuestamente tolerante Administraci¨®n de Yeltsin, los norcauc¨¢sicos y otras minor¨ªas musulmanas siguen estando sometidas a unas restricciones de viaje y un hostigamiento oficial que admiten una desagradable comparaci¨®n con las famosas leyes de paso del apartheid surfricano.
En cuanto a la delincuencia de los chechenos: ?qui¨¦nes son os rusos de Mosc¨² y San Petersburgo para hablar? Se han convertido en criminales, en todos los niveles del comercio y la Administraci¨®n, hasta un grado que no se ve¨ªa desde los tiempos de Al Capone y, probablemente, ni siquiera entonces. Sin embargo, tienen el descaro de culpar de esta situaci¨®n a las minor¨ªas ¨¦tnicas y de acusar a los que consideran sus inferiores.
Supongo que fue una especie de perversidad lo que me llev¨® a elegir para mi libro la m¨¢s oscura de todas las naciones de la nueva Federaci¨®n Rusa que en estos momentos reivindican su autodeterminaci¨®n: Ingusetia. Es probable que en el extranjero se conozcan mejor las penalidades de los abjazios (entregados por Stalin a sus camaradas de Georgia en 1931), que los armenios de Nagorni Karabaj (entregados a Azerbaiy¨¢n en 1921 por los primeros bolclheviques) y de los t¨¢rtaros y chechenos (a los que les gustar¨ªa dirigir sus vidas sin las bruscas atenciones del Oso) que la angustia de este peque?o pueblo. Puede que lo seleccionara por esta raz¨®n, o quiz¨¢ porque su historia reciente es tan terrible y sus reivindicaciones de territorio y autogobierno tan indiscutibles, que incluso con la ayuda de todo el moderno arsenal de sofister¨ªa y distorsi¨®n de la informaci¨®n resulta dif¨ªcil ver la otra cara de sus argumentos.
El destino de los habitantes de Chechenia e Ingusetia est¨¢ intr¨ªnsecamente unido. Son vecinos cercanos. Tienen la misma religi¨®n y son aliados naturales. Algunos estudiosos insisten en que son la misma tribu. En 1944, por capricho de Stalin, ambas naciones fueron conducidas en masa a los desiertos de Kazajst¨¢n bajo la falsa acusaci¨®n de colaborar con los alemanes. Muchos de sus habitantes fueron acorralados y fusilados o quemados vivos antes de que saliese el tren. Muchos otros murieron por el camino. Ambas naciones fueron declaradas criminales, condenadas a trabajos forzados y sometidas a un genocidio sistem¨¢tico. Hombres, mujeres y ni?os. Se dice que las condiciones de su encarcelamiento fueron incluso m¨¢s severas que las del gulag siberiano. Ambas naciones fueron restablecidas por Jruschov trece a?os despu¨¦s. Se les dijo que todo hab¨ªa sido un error y se les invit¨® a volver a casa. Casi todos los que sobrevivieron as¨ª lo hicieron, muchos de ellos a pie. Pero mientras que los chechenos todav¨ªa ten¨ªan una casa a la que volver, los ingusetios encontraron sus tierras y sus casas ocupadas por un antiguo enemigo tradicionalmente obediente a Mosc¨²: los osetios. Y, hasta hoy, los osetios se niegan a marcharse. Y, hasta hoy, Mosc¨², que ha fingido estar de acuerdo con los derechos de los ingusetios, no est¨¢ por la labor de obligarles a hacerlo.
?De eso trata mi libro? ?Es una s¨²plica por la supervivencia de una peque?a naci¨®n de la que nadie ha o¨ªdo hablar? Lo dudo. Los escritores que se dedican a divagar sobre el significado oculto de sus libros tienen fama de ser una panda poco fiable y yo no soy m¨¢s digno de confianza que cualquier otro en este tema. Pero ten¨ªa algunos prop¨®sitos did¨¢cticos cuando me puse a escribir Our game y, si bien me desprend¨ª de la mayor parte de ellos por el camino -afortunadamente, pensar¨¢n ustedes-, uno de los pocos que prevalecieron fue la creencia bastante obvia de que, despu¨¦s de ganar la guerra fr¨ªa, Occidente no puede salir ileso de las consecuencias de su victoria: estemos hablando de Bosnia hoy, de Ingusetia ma?ana o de Cuba pasado ma?ana.
Est¨¢ m¨¢s claro que el agua (o lo sabe hasta un erizo, como dir¨ªan los rusos) que las potencias occidentales nunca han tenido la menor idea de qu¨¦ hacer con el mundo si llegaban a liberarlo alguna vez del comunismo. Primero, eludimos el problema intentando fingir que la victoria no hab¨ªa tenido lugar. Insistimos -o nuestros sagrados servicios de inteligencia lo hicieron en nuestro lugar- en que la perestroika era un juego y en que aquellos diab¨®licos bolcheviques no se detendr¨ªan ante nada con tal de hacernos bajar la guardia. Pero, poco a poco, y contra los m¨¢s poderosos esfuerzos de nuestros expertos -funcionarios y pol¨ªticos, con intereses personales-, se impuso el sentido com¨²n y los l¨ªderes occidentales no tuvieron m¨¢s remedio que admitir que el enemigo hab¨ªa recogido sus b¨¢rtulos,
y hab¨ªa abandonado el campo. La revelaci¨®n hizo feliz a pocos. "?Quiere decir que tenemos que hacer algo en serio en la otra mitad del planeta? Es demasiado inoportuno, ahora que nos est¨¢bamos haciendo ricos". Pero no cundi¨® el p¨¢nico. Mantuvieron la calma y prosiguieron la guerra fr¨ªa por otros medios. A trav¨¦s de un aislacionismo casi ciego. A trav¨¦s de la voluntad -terriblemente demostrada hoy en Bosnia- de cultivar nuestros patios traseros, en los que hay exceso de existencias, en vez de preocuparse de las penalidades de aquellos a los que hemos liberado.
Entretanto, todav¨ªa con el mono de la guerra fr¨ªa, los vencedores rog¨¢bamos por el estallido de un nuevo conflicto que nos hiciera sentimos seguros otra vez. A muchos de nosotros -y muy en especial a nuestros pol¨ªticos- nos parec¨ªa mucho m¨¢s f¨¢cil escondernos tras un inmenso arsenal nuclear, observar el malvado mundo a trav¨¦s de aparatos, que salir de nuestros refugios, echar una mano a nuestros antiguos enemigos y hablar de temas que dan dolor de cabeza y que son tan poco atractivos pol¨ªtica y econ¨®micamente como el hambre en el mundo, la contaminaci¨®n mundial, drogas a cambio de armas, guerras que queman bosques en lugares remotos o los derechos de los pa¨ªses peque?os a la autodeterminaci¨®n, aunque estos dolores de cabeza tengan mucho m¨¢s que ver con nuestra supervivencia a largo plazo que lo que nunca tuvo que ver la guerra fr¨ªa.
El problema es que, como se supone que dijo Winston Churchill, a largo plazo estaremos todos muertos.
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Podemos hacemos la siguiente pregunta: ?en qu¨¦ se basa el derecho a la independencia de una naci¨®n? ?Tiene un pueblo que pasarse 2.000 a?os errando por el desierto primero, y sufrir la persecuci¨®n, la humillaci¨®n y el genocidio una. y otra vez para satisfacer los requisitos? Hasta ahora, la respuesta de la historia a esta pregunta ha sido pragm¨¢tica y cruel: una naci¨®n es un pueblo lo suficientemente duro como para apropiarse de la tierra que quiera y quedarse con ella. Punto.
Pero la comunidad internacional de hoy tiene instintos m¨¢s nobles. No se contenta con una justicia severa, eso est¨¢ claro. Entonces podemos preguntamos-, ?por qu¨¦ acepta literalmente como fronteras nacionales las grotescas fronteras administrativas trazadas por cart¨®grafos comunistas, cuando esas fronteras, como en el caso del C¨¢ucaso, fueron ideadas con el prop¨®sito expreso de dispersar o subordinar a las minor¨ªas conflictivas?
?Es Abjazia parte de Georgia? ?O tienen que seguir nuestros ministros de Exteriores diciendo que as¨ª es s¨®lo porque lo dijera Stalin, nada menos, y porque Mosc¨² lo haya estado diciendo desde entonces? El argumento es tan potencialmente desastroso como result¨® ser el reconocimiento precipitado del Estado de Croacia en la antigua Yugoslavia.
Piensen por un momento lo que les habr¨ªa pasado a Chechenia e Ingusetia si la Uni¨®n Sovi¨¦tica se hubiera disuelto entre 1944 y 1957 -?cuando, por decreto de Stalin, ambos pa¨ªses dejaron de existir oficialmente y por consiguiente fueron eliminados de todos los mapas comunistas!- ?Habr¨ªan aceptado tambi¨¦n las potencias occidentales ese peque?o acto de limpieza ¨¦tnica? Probablemente s¨ª. A rega?adientes. En protocolos secretos que no se habr¨ªan hecho p¨²blicos hasta treinta a?os despu¨¦s. Porque, si a los comunistas les val¨ªa, nos val¨ªa a nosotros.
Mientras escribo, algo muy siniestro est¨¢ ocurriendo en la ex Yugoslavia. Rusia y EE UU amenazan con una guerra de poderes, Rusia a favor de los serbios', y EE UU, de los bosnios. Estoy seguro de que en el Kremlin y en el, Capitolio muchos suspiran de alivio porque el viejo orden vuelve a estar en su sitio.
La autodeterminaci¨®n de naciones oprimidas era una piedra angular de nuestra antigua doctrina: anticomunista. Durante medio siglo, la estuvimos predicando a voz en grito: el d¨ªa que la democracia sustituyese a la tiran¨ªa, la v¨ªctima se sublevar¨ªa contra el tirano y las, peque?as naciones ser¨ªan libres de elegir su destino.
Ni so?arlo. Tenemos la moderna e imprudente pretensi¨®n de que, conforme caigan las fronteras y avancen los sistemas de comunicaci¨®n, los pa¨ªses del mundo se acercar¨¢n cada vez m¨¢s unos a otros. Nada m¨¢s lejos de la verdad. El final de la guerra fr¨ªa ha visto c¨®mo se debilitaban tantos lazos y lealtades, y c¨®mo el oprimido perd¨ªa la paciencia tantas veces que el mundo antiguo y el nuevo se est¨¢n fragmentando m¨¢s que nunca.
S¨®lo en Europa, el n¨²mero actual de entidades ¨¦tnicas o nacionales que reclaman su soberan¨ªa es de alrededor de 35. Uno de cada dos Estados' de la Federaci¨®n Rusa amenaza con Ja secesi¨®n. En todos los rincones del mundo se repite la palabra m¨¢gica: independencia. Hubo un tiempo en que la independencia era la joya m¨¢s preciada de la ret¨®rica del mundo libre. Hoy, esa idea, como la palabra liberal en boca de los que abusan de ella, est¨¢ desprestigi¨¢ndose, y significa insurrecci¨®n y desorden.
Le¨ª hace poco que la historia no alumbra el sendero a seguir sino que, como la luz de popa de un barco, ilumina su estela. Puede que lo que m¨¢s ofenda a las naciones occidentales de su victoria sobre los comunistas sea que, al abrir un camino hacia el futuro, han liberado a los demonios durmientes de su pasado acusador.
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