Gafas a la carta
Innecesaria la propaganda, la publicidad, la coba, para este restaurante madrile?o que abri¨® sus puertas en noviembre de 1943. Tuvo antecedente en el Berl¨ªn de las entreguerras mundiales y cabe considerarle como una de las perlas de la hosteler¨ªa capitalina. La supervivencia de los establecimientos p¨²blicos suele ser corta en esta ciudad que devora a sus criaturas y en poca estima tiene cuanto se yergue sobre los iguales. Sonr¨®jante ment¨ªs a las hidalgu¨ªas y se?or¨ªos de los poderosos, cuya caballer¨ªa, a menudo, consisti¨® en arrastrar del ronzal una recua de mulas contra bandistas.En cada rascacielos de la Castellana hubo un palacio blasonado, que luego se tradujo a monedas y cuartos, multiplicados los cuarteles de cada escudo por aquellos espabilados que se instalaron en el agio y la plusval¨ªa. Merecen, pues, palmas y alabanzas estos lugares, aunque sean poco accesibles, como no lo son la estatua del general Espartero, los s¨®tanos del Banco de Espa?a o las celdas del convento de las Comendadoras.
Me refiero al restaurante Horcher, frente al Retiro, junto a la garbosa Puerta de Alcal¨¢. No voy a traer a cuento los fogones, tarea de la que se ocupan plumas, algunas veces competentes, otras concupiscentes y "sobrecogedoras". Viene al caso lo que hay en el ambiente, sobre los manteles, no en los platos. Claro que, todo esto, tambi¨¦n se encuentra en sitios semejantes, que no ceden ni desmerecen en cualidades.
Apenas ha cambiado el aspecto en este medio siglo. La plata, los cobres, el cristal, las porcelanas ven pasar los lustros, ensimismados en la devota solicitud y lustre con que son conservados. El adorno floral de las mesas es algo que los habituales echar¨ªan inmediatamente de menos si alguna vez faltase. Los suelos, alfombrados, y el tapizado de las paredes, algodonan y confinan la pl¨¢tica en cada mesa. Se mantiene el refinamiento de colocar, con habilidad y disimulo, un coj¨ªn bajo los pies de las damas comensales.
Con el aire orgulloso del alto rango profesional, al menos tres maestresalas discurren, sol¨ªcitos y alertas, regulando el tr¨¢fico diligente de los camareros, la intrusi¨®n del salsero, la meditada oferta del sumiller. imagino una c¨¢mara cinematogr¨¢fica en el techo para registrar estos armoniosos desplazamientos, el suave y medido ballet de pausados giros, apenas roces y cruces, donde s¨®lo circula el aire entre las fuentes, marmitas y bandejas que esconden los aromas hasta destaparlos en su destino.
El c¨¢lculo no sale porque recordarnos a estos servidores desde hace tres, cuatro decenios, tenuamente inveterados, m¨¢s iguales a s¨ª mismos que la mayor¨ªa de los parroquianos. Quiz¨¢ porque han conservado intactas la sonrisa de bienvenida y las buenas maneras. V¨ªctor acaba de saltar la barrera de la jubilaci¨®n; Fernando mantiene el fulgor de su origen italiano con la maestr¨ªa pol¨ªglota del mejor oficio. Crist¨®bal, avalado por el suave acento malague?o, es la representaci¨®n del maitre, honoris causa, vinculado, casi plat¨®nicamente, a la funci¨®n de asesor t¨¦cnico. All¨ª, el legado tiene la sensaci¨®n de ser hu¨¦sped principal de liberales anfitriones.
Algui¨¦n olvid¨® las gafas de leer la carta de vinos; en el acto se materializa una caja brillante y, supongo, arom¨¢tica de madera, parecida a la que humedece los buenos cigarros habanos. En un lecho de terciopelo -igual que numerados montecristos-, tres pares de gafas, de 3,50, 2,50 y 1,50 dioptr¨ªas. Como joyas ofertadas con galante previsi¨®n. La curiosidad me llev¨® a tomar nota: el ¨®ptico Germ¨¢n Kumer, amigo y compatriota -desde que se llamaba Hermann, supongo- de don Otto Horcher, le hizo este regalo para eventualidades semejantes. Su botica estaba en la calle de Embajadores. Creo que sigue.
Me siento orgulloso de estos sitios de Madrid, por inaccesibles que ya me sean. El personal contin¨²a; posiblemente sean los clientes quienes perdieron altura y copete, ganando algo en insolencia, que no hubiera sido tolerada en los ayeres. Hace menos de 30 a?os le cerraron el paso a un hombre alto, delgado y de buena estampa porque no llevaba corbata, sino un elegante jersey de seda cuello de cisne. Tuvo que regresar al hotel Ritz, donde se hospedaba, con la distinguida dama de su compa?¨ªa. Dej¨® una breve y cort¨¦s nota, lamentando la frustrada visita. Firmaba, Paul Bocusse, un pr¨ªncipe de la restauraci¨®n francesa, es decir, del mundo entero.
Me temo que hoy transijan con cualquier tipo cerril, que ni siquiera admita las corbatas, m¨¢s surtidas que las gafas. Tampoco se deciden a discriminar a los no fumadores. Es una de mis hondas nostalgias, la lejan¨ªa de este ambiente, del que me separa el coste de un almuerzo, una cena. Aunque por oneroso que parezca, en pocos lugares pagar la factura se hace con mayor satisfacci¨®n. Palabra.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.