Conversaci¨®n con uno mismo
El haber comenzado a escribir ya avanzada, la vida -porque antes me dediqu¨¦, como editor, a procurar que escribiesen los dem¨¢s en tiempos de menesterosa libertad- hace que se me acumulen, en inusitada aceleraci¨®n, pensamientos e im¨¢genes que, de haber empezado m¨¢s joven, habr¨ªan transcurrido en sucesi¨®n tranquila. De este modo confluyen hacia mi pluma ideas, opiniones, recuerdos, visiones, lucubraciones y ese caer por, fin en la cuenta de Como son el mundo y sus habitantes. Este torrente de cosas tan diversas me aconsejar¨ªa describirlas de un modo continuo, conforme me vayan viniendo a las mientes, en un peculiar g¨¦nero literario que ser¨ªa como esas colchas hechas de jirones de telas y colores diversos. Si luego esos retales pueden empalmarse (los recuerdos seguidos, por ejemplo, o juntas las peripecias de un mismo relato) y constituir unidades literarias exentas, tanto mejor, porque indicar¨ªa, que algo llevan dentro. Despu¨¦s de todo, ser¨ªa el g¨¦nero m¨¢s af¨ªn con lo que realmente nos ocurre en cada instante, en el que act¨²an simult¨¢neamente en nuestra conciencia lados muy diversos de la vida -importantes unos, nimios otros- y, que se refieren aleatoriamente a los tres tiempos del tiempo: memoria, presencia y anticipaci¨®n. Se tratar¨ªa, en suma, de relatar esas mentalidades, en el sentido activo del vocablo, que nos pasan por la cabeza.Voy caminando hacia el lugar donde me he citado con un periodista americano. Yo le tengo en buen concepto, no solamente literario, pero algunos compatriotas suyos lo acusan de venderse en sus cr¨®nicas al mejor postor. Pienso que todos tenemos un repertorio de diferentes modos de ser y llevamos dentro varias formas posibles de cumplir con la dif¨ªcil condici¨®n humana. En un cierto momento, a una cierta edad, que depende decisivamente del azar, predomina una de esas figuras, que se destaca, da la cara, dejando en penumbra a las dem¨¢s. Hab¨ªamos sido amigos de determinada persona, a la que conocimos siendo de una especial manera que a nosotros nos produc¨ªa estimaci¨®n y hasta entusiasmo, y a cuya vera caminamos durante largas etapas de nuestra existencia. Sus otras caras, sus otras figuras, no las hab¨ªamos percibido, si acaso vislumbrado en alg¨²n gesto o reacci¨®n que nos resultaron extra?os pero a los que no dimos importancia alguna. De pronto, ese ser amigo, como si girase sobre s¨ª mismo, muestra otra de sus facetas, la cual se va afirmando mientras alarga su sombra sobre la que nos era m¨¢s querida y habitual. Descubrimos entonces, con espanto, que aquella persona no era la que cre¨ªamos, sino sencillamente otra muy distinta. Y unas veces tr¨¢gicamente, otras discretamente, nos vamos alejando de ella, dej¨¢ndola en el desv¨¢n de nuestras equivocaciones.
Quiero preguntar al americano por un amigo com¨²n, aunque en este momento no me viene su nombre a la memoria. Al olvidar el nombre de una persona o de un lugar, queda su recuerdo envuelto en niebla, la cual se disipa cuando, de repente, reaparece triunfante el nombre olvidado. ?Cu¨¢nto nos roba del pasado la mala memoria!
Pero la mayor p¨¦rdida es olvidar el color de los ojos o el tono de la voz de un ser que se am¨® o se admir¨®. Queda como una fotograf¨ªa desva¨ªda. Me gustar¨ªa hacer un art¨ªculo sobre la confusi¨®n que produce un mismo nombre dado a realidades distintas. La batalla de: Verd¨²n, por ejemplo, no es s¨®lo la sangrienta y larga lucha de 1916, en la guerra, europea, sino tambi¨¦n, en los mismos lugares, la del siglo XVIII que describe Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba. Y la se?ora Tascher podr¨ªa no ser la dama de hierro inglesa, sino la casquivana Josefina de Beauharnais, que de soltera se llamaba Josephine Tascher de la Pagerie. ?Que le cuenten a Sim¨®n Bol¨ªvar, el sobrino nieto del gran naturalista C¨¢ndido Bol¨ªvar, muerto en el exilio, el mal rato que pas¨® al llegar un d¨ªa al aeropuerto de La Guaira y dar su nombre, porque los polic¨ªas interpretaron que se estaba mofando de Sim¨®n-Bol¨ªvar, el Libertador, tan venerado en Venezuela!
Oigo las noticias en la radio, de un bar. Pero Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, ?c¨®mo no ha aprovechado la floja dial¨¦ctica del vicepresidente Serra sobre los estragos del Cesid para pronunciar en el Parlamento un gran discurso, precisamente improvisado?
Paso delante de una iglesia donde se celebra un funeral al que deber¨ªa haber asistido.Pero no aguanto el tedio de esta ceremonia, con tan torpes y consabidas homil¨ªas en un tema, el de la muerte, que tanto se presta a la gran oratoria sagrada. ?Qu¨¦ extra?o que no surjan nuevos hombres de la -Iglesia que sepan entusiasmar a los fieles y a los infieles- desde el p¨²lpito o desde la televisi¨®n!
Me viene el recuerdo de Cunqueiro, a quien cada d¨ªa admiro m¨¢s. "En la poes¨ªa espa?ola del siglo XVI", le¨ª en un libro suyo, "hubo un poeta que le pregunt¨® no a un pintor, sino al mismo Dios: ?Qui¨¦n te ense?¨® el perfil de la azucena?".
?Qu¨¦ estupenda esa muchacha que va andando delante de m¨ª! Pero ya se ha hecho tarde para uno, y siento muy claramente que el mayor remordimiento no es por lo que no debi¨® hacerse, sino por lo que no se hizo. Me viene el recuerdo de Albert Camus, a quien le contaba la protesta, en los primeros a?os de nuestra posguerra, de algunos recalcitrantes por lo desnudos que. aparec¨ªan los maniqu¨ªes en los escaparates de Galer¨ªas Preciados. Y Camus comentaba: "Quel heureux erotisme!".
A Albert Camus -al que se vuelve felizmente ahora a respetar, y a menospreciar la canalla actitud que tuvo con ¨¦l, en su vida y en su muerte, su ex amigo Sartre- le conoc¨ª a finales de 1959, cuando andaba yo madurando la resurrecci¨®n de la Revista de Occidente. Se consideraba Camus disc¨ªpulo de mi padre -nos puso un telegrama cuando ¨¦ste muri¨®-, al que hab¨ªa le¨ªdo en su lengua castellana. Me recibi¨®, en su despacho de director literario de Gallimard, con gran amabilidad y anim¨¢ndome al empe?o, que no, ve¨ªa f¨¢cil. Me prometi¨® colaboraci¨®n que no pudo tener lugar por su tr¨¢gica muerte pocos meses despu¨¦s. Le admiraba que ni mi padre ni, en general, los escritores. espa?oles no solieran guardar sus manuscritos y las pruebas de imprenta sucesivas que, en Francia, adquieren valores considerables.
A?os despu¨¦s, en la biograf¨ªa que le dedic¨® Herbert Lottman, le¨ª que, descendiendo un d¨ªa Camus con sus compa?eros de liceo, en sus a?os de adolescencia,de los altos de Argel, fueron testigos de un accidente: un ni?o musulm¨¢n hab¨ªa sido atropellado y estaba muri¨¦ndose en la calzada. Al alejarse del triste espect¨¢culo, Camus se volvi¨® hacia el paisaje de mar y azul, y elevando un dedo al cielo, exclam¨®: "?Veis? ?Se calla!". A m¨ª me parece que ¨¦sta pudo ser la primera manifestaci¨®n de Camus como intelectual, que refleja, m¨¢s que sus dudas religiosas, su esencial temple moral. S¨®lo dos a?os m¨¢s tarde publicar¨ªa sus primeros escritos.
Siempre ha sido penoso, el entendimiento entre las generaciones. Pero cuando el mundo cambia a la velocidad del actual, la dificultad de que los mayores comprendamos la nueva estimativa de los j¨®venes es creciente. Se han perdido lealtades, se han hecho a?icos los mitos protectores, y se deja predominar el pie, la garra o la pezu?a del b¨¢rbaro, del rinoceronte y del falsificador.
Llego a mi cita ligeramente tarde.
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