La coleccionista de arte (2)
Dorm¨ª un sue?o sin sue?os, hondo y limpio, aunque me hab¨ªa costado dormirme en aquella habitaci¨®n que parec¨ªa un lugar de hac¨ªa veinte a?os. Algo hab¨ªa hecho mal: no estaba en el hotel donde deb¨ªa alojarme, hab¨ªa proyectado sin mucho talento una gasolinera que termin¨® de estropear mi matrimonio, una mujer me hab¨ªa pedido ayuda y yo no hab¨ªa sabido responderle. Pero me dorm¨ª y, al abrir los ojos, me deslumbr¨® la luz en las cortinas. De la calle sub¨ªa el ruido de los ¨²ltimos d¨ªas de julio, turistas que bajaban por Via del Corso, romanos que se iban de Roma. El dormitorio parec¨ªa haber sufrido una transformaci¨®n: aunque las alfombras segu¨ªan pareci¨¦ndome m¨¢s gastadas y polvorientas que lo que me hubieran parecido en invierno lo decr¨¦pito era ahora familiar, parte de una casa largamente habitada.Vi por primera vez, sobre el televisor, el cuadro de los ciervos en el r¨ªo, como si lo hubieran colgado durante, la noche. Ped¨ª el desayuno por tel¨¦fono y puse la televisi¨®n, el canal de los v¨ªdeos musicales: una mujer se quitaba, una m¨¢scara, y debajo de la m¨¢scara aparec¨ªa otra m¨¢scara o una cara que no era su cara, que s¨®lo era otra m¨¢scara, y nunca descubr¨ªa la verdadera cara. Y la mujer del ojo morado y el rictus de miedo me sonre¨ªa desde la puerta de la habitaci¨®n 106, y le sal¨ªa sangre de la boca.
Apagu¨¦ el televisor. Quit¨¦ la llave de la puerta por si tra¨ªan el desayuno. Me duch¨¦: a trav¨¦s del ruido del agua, esper¨¦ o¨ªr los pasos de, la camarera con la bandeja del desayuno. No o¨ª nada, pero notaba una presencia en la habitaci¨®n, y pensaba en la mujer que me hab¨ªa dicho:
-Se?ora, ay¨²deme.
El ruido en la calle segu¨ªa creciendo cuando sal¨ª de la ducha. El desayuno_ estaba en la mesa, junto al televisor, pero yo no hab¨ªa o¨ªdo a nadie. Me secaba junto a la ventana, y miraba a la gente en la puerta del hotel y del Caffe Colonne: tres individuos con pinta de funcionarios llamaban la atenci¨®n entre dos muchedumbres de turistas que se cruzaban camino del Pantheon y de V¨ªa del Corso. Hab¨ªa una- pareja de carabineros armados a la entrada de la Piazza di Pietra. Llam¨¦ por tel¨¦fono a mi marido, y no contest¨® nadie.. Son¨® el tel¨¦fono. En ingl¨¦s con acento alem¨¢n la, organizaci¨®n del concurso de arquitectura me ped¨ªa disculpas: hab¨ªa una habitaci¨®n para m¨ª en el Albergo Minerva, donde a las seis de la tarde se fallar¨ªa el concurso de la gasolinera. Desayun¨¦ sin demasiado apetito, pero, con la sensaci¨®n de que el d¨ªa iba a ser largo y dif¨ªcil. Me lo com¨ª todo y, mientras com¨ªa, la agitaci¨®n aument¨® en el hotel y en la calle, como si la agitaci¨®n de la calle fuera empapando el hotel, subiendo por las escaleras, invadiendo el pasillo y las habitaciones.
Pero, cuando, sal¨ª al pasillo, con la bolsa lista para mudarme al Albergo Minerva, el pasillo estaba vac¨ªo, la aspiradora estaba apagada, no hab¨ªa nadie junto al carro de las s¨¢banas y las toallas. Me acerqu¨¦ a la habitaci¨®n 106. No hab¨ªa que pegar la oreja a la puerta para o¨ªr las voces. Entonces la puerta se abri¨®, y el hombre que hab¨ªa abierto puso cara de sorpresa, y yo vi a dos carabineros que charlab¨¢n ante el cuarto de ba?o, y vi los pies de la camilla que asomaba. por la puerta del cuarto de ba?o, vi al enfermero y a dos hombres con traje y corbata que tomaban notas en un cuaderno. El hombre que hab¨ªa abierto la habitaci¨®n 106 era bajo, y ancho, y ten¨ªa un mech¨®n blanco entre el pelo oscuro. Movi¨® la mano para decir que me fuera, sin una palabra. Nos mir¨¢bamos, y ¨¦l mov¨ªa la mano. Los carabineros segu¨ªan charlando: estaban hablando de coches. El hombre del mech¨®n blanco dijo:
-Fuera, fuera de aqu¨ª, se?ora.
Los carabineros dejaron de charlar, se acercaron a la puerta, me pidieron amable, violentamente, que me quitara de enmedio. Empec¨¦ a bajar las escaleras. Una, camarera me dese¨® buenos d¨ªas, como si ella y yo habit¨¢ramos una realidad diferente a la de los polic¨ªas y los enfermeros y los hombres de traje y corbata que se hab¨ªan adue?ado de la habitaci¨®n 106, Yo no dije nada: s¨®lo pensaba en la mujer que me pidi¨® ayuda la noche anterior. Un hombre y una mujer que pod¨ªan ser turistas, pero que supuse funcionarios de los Juzgados o la polic¨ªa, hablaban en un rinc¨®n del vest¨ªvulo con el hombre que me hab¨ªa atendido a mi llegada al
Albergo Dogana: sin el uniforme de recepcionista parec¨ªa un predicador de domingo, un humilde e intr¨¦pido vendedor de biblias desilusionado porque te niegas a discutir con ¨¦l la existencia de Dios. Puse la llave sobre el mostrador de recepci¨®n.
-?Nos deja usted, se?ora Cohen?
La nueva recepcionista hab¨ªa le¨ªdo de una ojeada la lista de hu¨¦spedes y el n¨²mero en el llavero que yo acababa de darle, y me hablaba como si en el piso de arriba no hubiera una camilla, enfermeros, polic¨ªas, un juez. Hab¨ªa en el Albergo Dogana dos mundos paralelos, como en esas casas donde los habitantes se mueven sin saber, porque no los ven, que conviven con los fantasMas.
-S¨ª, me voy.
Me esperaba mi habitaci¨®n en el Minerva, lejos de la mujer que me hab¨ªa pedido ayuda. No quer¨ªa acordarme m¨¢s de aquella sonrisa que se deshac¨ªa bajo el carm¨ªn corrido. Y entonces o¨ª mi voz' mi propia voz me sorprendi¨® como si fuera la voz de una extra?a.
-No, me gustar¨ªa quedarme. Me quedar¨ªa la primera semana de agosto, si es posible.
-Un momento.
Revisaba papeles, consultaba el ordenador. Ahora pienso que meditaba si permitirme seguir all¨ª o espantarme como a una testigo inoportuna, una cliente molesta, alguien que. hab¨ªa visto a la muerte en el Albergo Dogana. Levant¨® los ojos de sus libros, me mir¨® unos se gundos. Adivin¨® que yo era inofensiva, y que peor ser¨ªa que anduviera por ah¨ª contando que hab¨ªa una mujer muerta en el hotel.
-S¨ª, puede seguir ocupando la habitaci¨®n 108.
Ya me hab¨ªa arrepentido de no haberme mudado, aunque s¨®lo fuera para una noche, al Albergo Minerva, un hotel con el que yo hab¨ªa so?ado durante a?os. Y ahora tendr¨ªa que ir a la compa?ia a¨¦rea a cambiar la fecha del viaje de regreso. Y ya me aplastaba, aunque a¨²n estuvi¨¦ramos en julio, el peso de agost¨®, Roma en agosto, la ciudad muerta y luminosa, plena de sol y cerrada. Estaba cometiendo equivocaci¨®n tras equivocaci¨®n, y puede que quisiera arreglarlo, que quisiera hacer algo que demostrara que yo no era tan inepta ni tan insensata como parec¨ªa, y dije:
-Anoche la mujer de la habitaci¨®n 106 me pidi¨® ayuda.
-?Qu¨¦ dice usted?
-La mujer me pidi¨® ayuda.
-Por favor, no se preocupe de nada, no nos cause m¨¢s problemas.
El tono era de impaciencia, y yo me sent¨ª rid¨ªcula. Ya dudaba si hab¨ªa visto a alguien la noche anterior, porque entonces me encontraba demasiado cansada, y quiz¨¢ s¨®lo o¨ª un murmullo en el pasillo del hotel, pues los pasillos de hotel est¨¢n llenos de murmullos y pasos. Y entonces advert¨ª la mirada del polic¨ªa: a mi derecha, apoyado en el mostrador, estaba el hombre ancho y bajo, el hombre del mech¨®n blanco en el pelo oscuro. Me estaba mirando, y yo sab¨ªa que en cuanto saliera del hotel sabr¨ªa mi nombre, qui¨¦n era yo, de d¨®nde hab¨ªa llegado.
En la Piazza di Pietra, en la esquina del Palacio de la Bolsa, esperaban la ambulancia y los coches con la sirena azul sobre el techo, y los polic¨ªas con metralleta y chaleco antibalas. La luz dulcificada del hotel era ya la luz cruel de Via del Corso. Par¨¦ el primer taxi, ped¨ª que me llevara a la calle donde yo viv¨ª en Roma durante quince meses, hac¨ªa dos a?os: quer¨ªa alejarme de la habitaci¨®n 106, del Albergo Dogana, del polic¨ªa del mech¨®n blanco. No me gustan los polic¨ªas: igual que yo miro los edificios desentra?ando secretos arquitect¨®nicos, los polic¨ªas lo miran todo tratando de descubrir culpas y manchas.
Quer¨ªa irme del Albergo Dogana, pero misteriosamente hab¨ªa decidido quedarme: como si quisiera volver a la noche anterior, la noche definitivamente inaccesible. Me dol¨ªa la imposibilidad de deshacer lo hecho, el imposible volver atr¨¢s. Si yo hubiera ayudado a la mujer ahora no estar¨ªa muerta, me repet¨ªa en el taxi; pero hab¨ªa sido m¨¢s f¨¢cil no ver nada, no o¨ªr nada, dormir. La mujer se dilu¨ªa en la luz viva de Roma, y volv¨ªa de repente: el ojo morado, la boca deformada por el miedo. Al pasar por los templos arruinados de Largo Argentina le ped¨ª al taxista que me dejara all¨ª, y me fui paseando hasta Campo dei Fiori.
Me entretuve en un bar, pero es dif¨ªcil para una mujer sola estar en un bar: si un cliente no se cree que buscas algo, se lo cree el camarero. Com¨ª en Campo dei Fiori, en el restaurante que prefer¨ªa mi marido, donde tantas veces com¨ª con ¨¦l, antes de que cometi¨¦ramos el error de ?asarnos. Nos casamos, y empezamos comiendo casi las mismas cosas, verduras m¨¢s o menos cocidas, carne hecha o poco hecha, huevos escalfados o fritos, y luego comimos platos diferentes en habitaciones diferentes, y acabamos comiendo en casas distintas. Y est¨¢bamos bien en casas distintas, hasta que volvimos a juntarnos.
En la librer¨ªa que mi marido prefer¨ªa, Fahrenheit 451, en Campo de? Fiori, le compr¨¦ a mi marido un libro sobre el mausoleo de Volta, el mausoleo que vimos juntos en Como, y que yo ve¨ªa ahora mismo en un billete azul de 10.000 liras. Me pesaba la jornada, el calor y la humedad del r¨ªo pr¨®ximo. Ya me iba a la reuni¨®n en el Albergo Minerva. Y entonces la vi: la vi junto a la estatua de Giordano Bruno, encapuchado y negro. Cre¨ª que me estallaba el coraz¨®n: la mujer que estaba muerta aquella ma?ana en el Albergo Dogana se paseaba por Campo de? Fiori, se alejaba hacia la Piazza Farnese. Desapareci¨®. Yo estaba temblando y, conforme dejaba de temblar, aceptaba que s¨®lo sufr¨ªa las artima?as de mi imaginaci¨®n y el agotamiento del viaje.
En el Albergo Minerva, la representante de la sociedad Kraft & Liebing me entreg¨® un cheque de 10.000 d¨®lares como tercera finalista en el concurso para un proyecto de gasolinera europea. Luego me fui de copas con el segundo finalista, un arquitecto franc¨¦s que, mientras trataba de alcanzar ciertas intimimades, critic¨® mi derrotado proyecto de gasolinera con argumentos que coincid¨ªan exactamente con la opini¨®n de mi marido. Tambi¨¦n me habl¨® de Franco. Yo le dije, antes de quit¨¢rmelo de encima, que Franco s¨®lo era para m¨ª el recuerdo de unos d¨ªas de vacaciones en el colegio, cuando el tirano se muri¨®, y la irritaci¨®n de mi padre cada vez que se nombraba a Franco.
Ya era medianoche, pero yo no quer¨ªa volver al hotel: ten¨ªa dos hoteles, el Minerva y el Dogana, y no quer¨ªa ir a ninguno. Por Via dei Cestari, entre los apagados escaparates de la industria de la muerte, crucifijos y estuches con los ¨²ltimos auxilios port¨¢tiles para los moribundos, cantimploras de agua bendita y santos ¨®leos y cajas de plata para las hostias de la ¨²ltima comuni¨®n, llegu¨¦ al Corso Vittorio Emanuele. Tom¨¦ un taxi y di mis antiguas se?as, mi direcci¨®n en el callej¨®n del Moro.
El r¨ªo bajaba ¨¢spero y hab¨ªa sombras rojas en las c¨²pulas de la Sinagoga y en las ventanas de los enfermos del hospital de la Isla Tiberina. M¨¢s all¨¢ del puente Garibaldi, los que esperaban el autob¨²s nocturno en la Piazza Sidney Sonnino parec¨ªan los mismos que vi una noche de hac¨ªa dos a?os. Desped¨ª al taxi. Los pocos bebedores de los bares parec¨ªan los mismos bebedores de aquella remota noche muerta. Ahora estaba en el callej¨®n del Moro, frente a mi casa, a oscuras. O¨ªa voces de televisi¨®n y voces de vecinos insomnes, o¨ªa pasos en otro callej¨®n: parec¨ªan llegar del pasado, como los murmullos y los aplausos de fondo que se oyen en los discos grabados en directo. Se apag¨® una luz, se apag¨® otra luz. Entonces o¨ª el motor del coche: aceleraba. sin moverse, a la entrada del callej¨®n. Era un coche con los faros apagados y parec¨ªa vac¨ªo. Se puso en marcha, aument¨® la velocidad, se ara?aba contra los muros. Era negro. Encendi¨® de repente las luces largas. Me deslumbr¨®. Ven¨ªa a matarme.
Un relato de Justo Navarro(Continuar¨¢)
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