La bomba
Los ni?os de mi generaci¨®n dotados de padres s¨¢dicos (enti¨¦ndase que me refiero tambi¨¦n a las ni?as y a lasmadres, pero si me pongo pol¨ªticamente correcta se me va del espacio de la columna en duplicaciones) tuvieron la oportunidad hist¨®rica de comer baj¨® la amenaza de llamar, no al hombre del saco, que era el recurso de la Escuela P¨¢nico del barrio, sino al que hab¨ªa arrojado la primera bomba at¨®mica. O sea, que te dec¨ªan: anda, c¨®mete la sopa o te quedar¨¢s como los ni?os de Hiroshima (que, en mi ¨¦poca, hab¨ªan empezado a salir en el No-Do; nunca amenazaron con Nagasaki, que yo sepa, quiz¨¢ ten¨ªan peor cartel por haber, sido los segundos en sufrir o porque no sal¨ªan tanto en el No-Do). As¨ª que la sopa viscosa o las gachas, o lo que hubiera, quedaron en la memoria inexplicablemente unidas al miedo al exterminio nuclear.Crecer se convirti¨®, entre otras muchas cosas, en ir perdiendo la repugnancia a comer, y en ir catalogando las pavorosas secuelas del, invento. Conforme mejoraba nuestra dieta, aumentaban las capacidades asesinas de los nuevos artilugios. Recuerdo que la bomba de hidr¨®geno, la H, surgi¨® poco antes d¨¦ que el siempre revolucionario mundo de la moda lanzara al mercado la l¨ªnea saco, rebautizada inmediatamente l¨ªnea H. Para entonces, yo ya era una jovenzuela, y adopt¨¦ la novedad no sin amargura, puesto que, al tiempo que el corte recto y ancho de las vestiduras me permit¨ªa disimular lo mollar que se me estaba poniendo, cada vez que me, ataviaba sentia que, de no haber temido a la at¨®mica, en los sesenta habr¨ªa podido ser como la Twiggy.
Todo esto viene a cuento porque, mientras escribo, alguien va a oprimir un bot¨®n contra Mururoa, y el asco me ha cortado el hambre en seco. No hay mal que por bien no venga, que dir¨ªa mi madre.
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