Ma?ana pero no ma?ana
A la hora de juzgar al hombre contempor¨¢neo -siempre el juicio tan severo, sobre todo si se trata del occidental y lo juzgan autoflagelantes y autocomplacientes occidentales que se alivian la conciencia particular arremetiendo contra el colectivo-, se olvida casi sistem¨¢ticamente el cambio brutal a que se ha visto sometida, por ejemplo, una persona que hoy cuente ochenta a?os. En el transcurso de su vida ha asistido a m¨¢s modificaciones esenciales de las que la humanidad ha experimentado durante centurias. Para un ciudadano del siglo V y otro del XIX el concepto del tiempo y el espacio era casi id¨¦ntico: los desplazamientos se hac¨ªan en ambas ¨¦pocas s¨®lo por tierra y por mar, y se tardaba aproximadamente lo mismo. La comunicaci¨®n no hab¨ªa variado apenas y segu¨ªa dependiendo m¨¢s de correos a lo Miguel Strogoff que de ning¨²n otro procedimiento. No se pod¨ªa escuchar la voz en la distancia, menos a¨²n ver im¨¢genes de lo que ocurr¨ªa en otro lugar a la vez que suced¨ªan, ni siquera mucho despu¨¦s; no las hab¨ªa en movimiento. Esto por mencionar s¨®lo unos cuantos elementos fundamentales para la concepci¨®n del mundo y de los semejantes. Esa persona de ochenta a?os ha debido alterar sobre la marcha su percepci¨®n de la realidad en mayor medida que incontables generaciones anteriores a lo largo de los siglos, y lo cierto es que ya tiene bastante m¨¦rito que el hombre contempor¨¢neo no est¨¦ a¨²n m¨¢s desquiciado de lo que est¨¢ y todav¨ªa guarde algo de memoria, que no haya borrado enteramente un pasado reciente que a efectos psicol¨®gicos se le tiene que aparecer tan remoto como -insisto en el ejemplo- el siglo V a un individuo del XIX.Pero hay un factor concreto que asimismo suele pasarse por alto y que es a¨²n m¨¢s grave y decisivo. A mi modo de ver, el cambio mayor de todos es el producido en la relaci¨®n de los individuos con el horror. Todos sabemos o intuimos que en todas partes y en todas las ¨¦pocas se han cometido atrocidades: ha habido guerras, matanzas, asesinatos, persecuciones, crueldad y sa?a hasta la n¨¢usea. Hace s¨®lo sesenta a?os estuvimos sobrados de todo eso aqu¨ª mismo, y hace cincuenta se descubr¨ªa el mayor exterminio de un segmento de la poblaci¨®n europea de que haya constancia, tras una guerra devastadora en el continente entero. A cada ciudad, a cada pa¨ªs les ha tocado una buena raci¨®n de horror a lo largo de su historia. Pero ¨¦sa es la diferencia b¨¢sica: a cada ciudad o a cada pa¨ªs le tocaba su porci¨®n, nada m¨¢s, y por sanguinarias que fuesen, no dejaban de vivirse como excepci¨®n. Por prolongados que fueran los enfrentamientos, tocaban a su fin antes o despu¨¦s, al menos en su expresi¨®n mas virulenta y en el territorio con que se hab¨ªan encarnizado. En el fondo la cantidad de horror que le tocaba contemplar a cada individuo a lo largo de su existencia era -con las debidas salvedades y malas suertes- limitada y nunca constante. A. periodos cruentos suced¨ªan temporadas llenas de injusticias y cr¨ªmenes -nunca han faltado- pero de relativo sosiego por no decir apaciguamiento. Las personas se enteraban de lo que acontec¨ªa en los lugares en que habitaban y de poco m¨¢s. A veces incluso ignoraban lo acaecido en un barrio algo distante si la ciudad era grande como Par¨ªs o Londres. Se sabe de una considerable matanza habida en el siglo XVII en la capital de Francia de la que muchos vecinos ni tuvieron noticia. Ser testigo del espanto, verlo con los propios ojos era a fin de cuentas algo infrecuente, extraordinario, y de ah¨ª que cada vez que se presentaba causara tanta impresi¨®n. De ah¨ª que se hayan compuesto poemas y novelas enteras sobre sucesos que en la vida de sus protagonistas o espectadores se sent¨ªan como excepcionales y se ve¨ªan como cimas de la monstruosidad a las que jam¨¢s deber¨ªa volver a llegarse, esto es, con la conciencia plena de que alcanzar tales extremos no era f¨¢cil, ni concebible en la cotidianidad. Por decirlo de manera simple, hab¨ªa treguas, o incluso la norma era ¨¦sa, la tregua. En todo tiempo la capacidad humana para soportar el horror ha sido por lo tanto limitada, y una costumbre de siglos no se puede cambiar impunemente en pocos a?os.
Hoy no hay treguas visivas, al menos para el hombre occidental con sus perfeccionadas y n¨ªtidas televisiones que le traen diariamente estampas de alg¨²n espanto en alg¨²n punto del globo. Es imposible que no lo haya siempre en alguna parte, pero hace tan s¨®lo cincuenta a?os era impensable que en Soria, o en Gerona, o en Madrid, o en Londres o Nueva York se supiera lo que estaba sucediendo en Ruanda o Somalia, en Sri Lanka o Liberia, a duras penas en los Balcanes o si acaso con notable demora, cuando las cosas ya hab¨ªan ocurrido. Era verdad aquel cuento de Kafka en el que los moradores de una remota provincia china lograban enterarse de la muerte de su emperador quiz¨¢ cuando ya agonizaba su sucesor, si es que el emisario encargado de llevar la noticia no hab¨ªa olvidado durante su inacabable trayecto el contenido de su mensaje (ya no recuerdo cual de las dos era la historia, o si eran las dos). M¨¢s inimaginable todav¨ªa era que eso tan lejano se viera. El aguante del ser humano para la violencia y lo atroz no carece de l¨ªmites, aunque s¨®lo sea porque nunca antes le fueron visibles tales excesos todos y cada uno de los d¨ªas de su existencia. Ahora s¨ª, y eso es un cambio, tan crucial, una modificaci¨®n tan brutal en la percepci¨®n del mundo y de sus amenazas, en la percepci¨®n del otro -que hoy es siempre bestial en una u otra encarnaci¨®n, sea serbia, liberiana, ruandesa o somal¨ª-, que de nuevo aqu¨ª lo asombroso es que a ese ser humano a¨²n le quede alg¨²n atisbo de piedad, alguna capacidad de estremecimiento, alg¨²n asomo de solidaridad. Cuando nos acusamos de estar cada vez m¨¢s insensibilizados, de trivializar el espanto, de combinarlo con el postre de nuestros almuerzos mientras las pantallas muestran la guerra, y la peste y el hambre y la explotaci¨®n, dan ganas de contestarse: qu¨¦ menos. El ser humano jam¨¢s hab¨ªa tenido tan presente, tan omnipresente d¨ªa tras d¨ªa sin un respiro, la potencia de sus cong¨¦neres para la crueldad, su lado peor que antes s¨®lo se le manifestaba de tarde en tarde.
El tan cacareado "derecho a la informaci¨®n" de nuestras sociedades es ya tan s¨®lo una frase hecha y vac¨ªa de contenido, mera coartada para soltar a los ciudadanos cualquier cosa, cualquier imagen. La informaci¨®n no siempre es buena en s¨ª misma, ni interesante si no nos concierne, ni ¨²til para quien es objeto de ella. Yo no s¨¦ hasta qu¨¦ punto es ¨²til que los habi- Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior tantes de Soria est¨¦n informados con cristal de aumento de lo que acontece en Liberia. Probablemente s¨ª, probablemente sirva para que un d¨ªa de saturaci¨®n los ciudadanos de esa provincia y de todas las dem¨¢s hagan presi¨®n a sus gobernantes para que intervengan y pongan fin -o al menos pa?os calientes- a las monstruosidades que aquellos han visto en sus casas y sus bares. As¨ª ha sido en el caso de Bosnia, al menos. A veces me pregunto, sin embargo, si saberse con espectadores que se cuentan por cientos de millones, si saberse el centro de la atenci¨®n mundial no es tambi¨¦n un acicate para quienes en cada lugar del globo compiten en sa?a, un est¨ªmulo para el exhibicionismo sangriento. No lo s¨¦ ni lo puedo saber, y lejos de mi intenci¨®n pedir l¨ªmites a las informaciones o a las im¨¢genes. S¨®lo s¨¦ que la relaci¨®n de los hombres con el horror es otra de la que siempre fue, y por lo tanto tambi¨¦n su relaci¨®n con la vida y la muerte propias y -lo que es m¨¢s grave- con la vida y la muerte de los dem¨¢s. Y la evoluci¨®n de ese cambio ya producido es tan imprevisible como lo fue siempre el ma?ana, s¨®lo que entonces el poeta a¨²n pod¨ªa decir: "Ma?ana, y ma?ana, y ma?ana como si los cuentos contados por los idiotas, aunque nada significaran, fueran siempre a permanecer para ser relatados en las treguas que ya no hay.
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