Un traductor en Par¨ªs(4)
Por Resumen de lo publicadoLleg¨® a Par¨ªs pensando que un viaje le ayudar¨ªa a superar el accidente que lo hab¨ªa dejado cojo. En esa ciudad, en la que hab¨ªa vi vido veinte a?os antes traduciendo a Baudelaire, se aloj¨® cerca del parque de Montsouris, donde hab¨ªa concertado entonces su primera cita homosexual. Ahora, el parque estaba cerrado por la noche; pero pudo saber de una entrada secreta, y se dispuso a buscar all¨ª al joven Abdelah.
La entrada secreta al parque de Montsouris era bastante peligrosa para una persona que, como yo, no puede correr ni caminar deprisa. No estaba, como cab¨ªa imaginar, en uno de los lados, y tampoco consist¨ªa en un t¨²nel o en un boquete abierto en la valla met¨¢lica, sino que la cuesti¨®n, como dir¨ªa un' personaje de Vila-Matas, era mucho m¨¢s complicada Hab¨ªa que ir hasta el and¨¦n de la estaci¨®n del boulevard Jourdan, donde se une la l¨ªnea de metro con la de, los trenes. que van a la banlieue, y recorrer unos cien metros por el t¨²nel que, pasando por debajo de la calle Gazan, conecta el boulevard con el parque.
"?Cada cu¨¢nto pasan los_trenes?", le pregunt¨¦ a Taki cuando bajamos a la v¨ªa.
"Despu¨¦s de las diez, cada tres minutos", me respondi¨® ¨¦l cogi¨¦ndome de la mano y llev¨¢ndome hasta una especie de acera que habla junto a los ra¨ªles. "Aqu¨ª no es peligroso", a?adi¨® al darse cuenta de mi alarma.
"?D¨®nde lo es?", le pregunt¨¦. Desde nuestra posici¨®n, s¨®lo alcanzaba a ver la parte iluminada del t¨²nel, que era m¨ªnima. M¨¢s all¨¢, la noche ganaba en concentraci¨®n, y lo oscuro segu¨ªa a lo oscuro.
"No hay problema", dijo Taki sacando una linterna y encendi¨¦ndola'. Ten¨ªa una risa bonita, algo infantil.
"Veo que est¨¢s orgulloso de ti mismo", le dije solt¨¢ndome de su mano. La acera por la que avanz¨¢bamos era demasiado estrecha para ir enlazados. Adem¨¢s, ten¨ªa la palma completamente mojada de sudor, y me daba verg¨¹enza que ¨¦l se diera cuenta del miedo que sent¨ªa.
La luz de la linterna bail¨® en el techo del t¨²nel, y Taki asinti¨® con un oui lleno de seguridad.
"Viene un tren", dijo de pronto. "Tranquilo, se?or-.
Me detuve agarr¨¢ndome al bast¨®n con las dos manos y gritando, y no abr¨ª los ojos hasta que el tren se alej¨® de nosotros y el t¨²nel volvi¨® a quedar en paz. Vi¨¦ndolo desde ahora, cuando todo ha acabado y ya no hay nada que perder o que ganar, considero aquel momento, el de la traves¨ªa por el t¨²nel, como uno de los m¨¢s irreales de cuantos viv¨ª durante aquellos d¨ªas en Par¨ªs, incluso como el m¨¢s irreal de toda mi vida, y no le encuentro otra explicaci¨®n que la de un deseo que, tras los meses de hospital, tras las traici¨®n de Alberto, hab¨ªa crecido demasiado, volvi¨¦ndose monstruoso y superior a cualquier otro sentimiento, 1 m¨¢s fuerte que el miedo, m¨¢s fuerte tambi¨¦n que el respeto por m¨ª mismo o la ilusi¨®n de comportarme como el dandi de Baudelaire. "El amor es ciego", suele decirse. Es un eufemismo. Lo que ciega, lo que hace da?o, es el deseo.
Llegamos al final del t¨²nel. De all¨ª en adelante, seg¨²n me pareci¨® percibir gracias a las farolas que alumbraban la zona desde lo alto, la v¨ªa del tren segu¨ªa por una especie de hendidura abierta en el parque. Me extra?¨® su existencia. Nunca me hab¨ªa fijado en aquel corte que, visto desde el parque, deb¨ªa de tener el aspecto de un barranco. Pens¨¦ que sus orillas estar¨ªan valladas y disimuladas con ¨¢rboles.
"Tenemos que subir por all¨ª", me dijo Taki se?alando dos enormes machones que arriba, al nivel de los ¨¢rboles y las farolas, acababan en un puente que parec¨ªa de fantas¨ªa, con barandillas de filigrana.
"?Por d¨®nde vamos?", le pregunt¨¦. A partir de aquel ,punto, la v¨ªa se hac¨ªa ¨²nica, y no hab¨ªa acera.
"Hay que esperar a los trenes, se?or. Vara mayor seguridad", me dijo Taki sent¨¢ndose en un saliente de cemento. Yo le imit¨¦ y me sent¨¦ junto a ¨¦l. Por encima de nosotros, junto a una del? las, farolas del parque, charlaban dos muchachos.
Pasaron dos trenes, uno hacia el centro de la ciudad y otro hacia la banlieue, y tuve. la impresi¨®n, las dos veces, de que algo se iba a romper a nuestro alrededor. Pero no: las paredes del t¨²nel no se resquebrajaron, los ra¨ªles permanecer con paralelos, las rocas que asomaban al los dos lados de la hendidura no se movieron. Mis o¨ªdos se pusieron a pitar, y eso fue todo.
"Ahora", dijo Taki cogi¨¦ndome otra vez de la mano.
Caminamos por el centro de la v¨ªa hasta llegar a la altura de los machones del puente. Taki abri¨® entonces una puerta met¨¢lica le ilumin¨® con su linterna una escalera de caracol que, por el interior de uno de aquellos machones, sub¨ªa hasta el parque. "Ya hemos llegado, se?or. S¨®lo le quedan veinte escalones", me dijo Taki tendi¨¦ndome la mano a modo de despedida.?Vendr¨¢s a buscarme?", le pregunt¨¦. La idea de volver solo por la v¨ªa me aterrorizaba.?l se qued¨® dudando. Le tend¨ª un billete de 100 francos.
" ?A qu¨¦ hora quiere que venga?, me dijo cogiendo el dinero."A las doce en punto, ah¨ª arriba, en el puente", le dije. Sub¨ª las escaleras y sal¨ª al parque.Sin gente, sin sol, sin los chillidos de los ni?os" sin la fren¨¦tica actividad de los atletas, el parque de Montsouris hab¨ªa recobrado su belleza. La relaci¨®n entre todos sus elementos volv¨ªa a ser excelente: el cisne que se deslizaba por el estanque con la cabeza muy alta parec¨ªa acompasarse con el silencio, y el silencio, a su vez, con el sonido d¨¦ las hojas zarandeadas continuamente, en sucesivos fr¨¦missements, por el viento; pero el viento tampoco iba solo, sino que congeniaba con la luna que hab¨ªa aparecido sobre los ¨¢rboles y con la brasa roja de los cigarrillo que estaban fumando los muchachitos de las pandillas, muchachitos guapos que por su parte, re¨ªan sin dejar de mirar aquel cisne que segu¨ªa desliz¨¢ndose lentamente sobre el agua.
Durante un tiempo, tambi¨¦n yo estuve, mirando al cisne, atento a la pureza sus movimientos y a su blancura, deja do que el miedo que me hab¨ªa entrado e el t¨²nel saliera de m¨ª . poco a poco; pero recuerdo de la cita con Taki me hizo alejarme de la orilla del estanque y busca como los muchachitos, la penumbra de los ¨¢rboles. Fue entonces cuando reconoc¨ª al ni?o gigante que era amigo de Abdelah. Estaba en medio de un grupo basta te numeroso, no muy lejos del temple donde Fran?ois impart¨ªa sus lecciones tai-chin, A su lado, entre varios muchachitos rubios, hab¨ªa uno de cuerpo muy fino y tez oscura. ?Ser¨ªa ¨¦l?
Deb¨ª haberme acercado con lentitud como un aut¨¦ntico dandi, como aquello pr¨ªncipes de tiempos pasados que, adornados con grandes capas que les llegaba hasta el suelo, no caminaban ni corr¨ªa sino que se deslizaban con elegancia dulzura, como los propios cisnes. Pero en lugar de ello, quebrando la armon¨ªa que reinaba en el parque, comenc¨¦ a gritar, a llamar a Abdelah de forma estent¨®rea. Tras la primera reacci¨®n de sorpresa todos los del grupo comenzaron a chistarme. Adelant¨¢ndose a los dem¨¢s, ni?o gigante se acerc¨® hasta m¨ª agarra do una botella grande de cerveza como una porra.
"?Deje de gritar!", dijo despu¨¦s de dirigirme un insulto que no entend¨ª. "?Qu¨¦ quiere? ?Que venga la polic¨ªa?".
"Di a Abdelah que quiero estar con ¨¦l", le respond¨ª sin dejarme impresi¨® por su bravuconer¨ªa.
"Abdelah no est¨¢ aqu¨ª", afirm¨® ¨¦l tajante peg¨¢ndose a m¨ª impidi¨¦ndome venir al resto del grupo.
"S¨ª est¨¢", dije. Pero no lo pod¨ªa saber seguro. Me hab¨ªa precipitado en mis conclusiones.
. "No est¨¢", repiti¨® ¨¦l. Supuse que e capaz de pasarse toda la noche negando
"?Por qu¨¦ no quiere venir conmigo Fran?ois me ha prometido que podr¨ªa elegir entre cualquiera que estuviera en parque", dije con terquedad.
"?Est¨¢ usted sordo? ?No le he dicho que no est¨¢?", susurr¨® el ni?o gigante amenazadoramente, agarrando mejor la botella cerveza. Indudablemente, la suposi¨®n que con respecto a ¨¦l me hab¨ªa hecho un instante antes era err¨®nea. No estaba dispuesto a repetir aquello toda la noche.
"?No me amenaces, ni?ato!", le grit¨® volviendo a levantar la voz. Me sent¨ªa despechado y no me importaba romper la primera regla de los habitantes de noche. Que me oyeran desde fuera del parque, que viniera la polic¨ªa.
El ni?o gigante me golpe¨® en el pecho con el culo de la botella., Luego repiti¨® insulto que no entend¨ªa y me lanz¨® un salivazo que me roz¨® la oreja. Por prime vez en mi vida, o por segunda quiz¨¢, tu la intenci¨®n clara y precisa de matar, y lanc¨¦ un golpe con el bast¨®n que de haberle agarrado le habr¨ªa aplastado sien. Pero fall¨¦ el golpe y me ca¨ª al suelo
El ni?o gigante se ri¨® de m¨ª y me puso la bota en la cara. Pens¨¦ que me iba a desfigurar a patadas y segu¨ª gritando, aunque lo que gritaba ahora era pardon! pardon! como una rata. Sorprendentemente, el ni?o gigante retir¨® su bota y se alej¨® hacia su grupo caminando con toda tranquilidad, como quien vuelve de saludar a un viejo amigo.
Supongo que en. aquel momento deb¨ª haber sido capaz de percibir que algo extra?o estaba sucediendo a mi alrededor, pero la realidad es que no lo fui, que acept¨¦ aquel incidente igual que antes hab¨ªa aceptado la traves¨ªa por el t¨²nel. Decir que me. comport¨¦ como la mosca que sigue volando hasta que la ara?a ha acabado de tejer su tela ser¨ªa una comparaci¨®n demasiado ben¨¦vola; m¨¢s exacto ser¨ªa decir que fui, simple y llanamente, un imb¨¦cil. Al fin y al cabo, las moscas saben detectar la se?al de peligro y huir; los imb¨¦ciles, no.
Me march¨¦ del parque antes de la hora convenida, sin esperar a Taki y sin buscar, entre todos los muchachitos que andaban por Montsouris, a alguno que pudiera sustituir a Abdelah. El regreso se convirti¨®, as¨ª, en el remate exacto de aquella jornada, porque tuve que cruzar el t¨²nel paso a paso, tropez¨¢ndome, utilizando mi bast¨®n como lo utilizan los ciegos, sintiendo casi f¨ªsicamente c¨®mo iba descendiendo eso que los psic¨®logos, traduciendo p¨¦simamente del ingl¨¦s, llaman autoestima. Cuando llegu¨¦ al apartamento con el inhumano ruido de los trenes en la cabeza y el cuerpo mojado por el sudor, el reloj se?alaba las once y media de la noche. ?Qu¨¦ grande era la distancia entre la realidad y el deseo! No estaba echado en la, hierba con Abdelah en los brazos; estaba solo, con la ropa sucia, con las marcas de una bota infame en la cara.
Estuve en el ba?o hasta bastante despu¨¦s de medianoche, dejando que el agua llevara a cabo su acci¨®n purificadora. "Desgraciadamente, no limpia las cicatrices", pens¨¦, o pens¨® Terry por m¨ª. Aceptar las cicatrices me resultaba a¨²n m¨¢s dif¨ªcil que aceptar la cojera. "Acost¨²mbrese a ellas", me ped¨ªa el psic¨®logo. "Cuando est¨¦ en casa, por ejemplo, procure andar desnudo. ?sa es la ¨²nica manera de que se le vuelvan invisibles". Pero resultaba dif¨ªcil seguir aquel consejo, sobre todo cuando mi nivel de autoestima estaba por los suelos. A pesar del consejo, mi colecci¨®n de pijamas hab¨ªa ido aumentando.
Me puse un pijama azul claro y, despu¨¦s de prepararme un caf¨¦, comenc¨¦ a traducir el segundo de los textos de Le Spleen de Paris. Al otro lado de la ventana, el parque de Montsouris quedaba a oscuras, sin que la luz de las farolas consiguiera traspasar la fronda de hojas.
"La viejecita arrugada se sinti¨® regocijada viendo al ni?ito al que todos hac¨ªan fiestas ...."
Segu¨ª traduciendo hasta el final, sin hacer una pausa- tratando de no pensar en nada m¨¢s: a moda de terapia, para decirlo con una expresi¨®n moderna. Quiz¨¢s por ello no vi en la historia, historia triste de una viejecita que intenta acariciar a un beb¨¦ sin m¨¢s resultado que los berridos y el rechazo de ¨¦ste, ninguna referencia a mi propia persona. Y lo mismo me ocurri¨® al d¨ªa siguiente cuando, leyendo mientras desayunaba los anuncios por palabras de un peri¨®dico, me encontr¨¦ con un mensaje en el que una mujer detallaba una lista tan grande de exigencias a su posible partenaire que, en la pr¨¢ctica, el anuncio supon¨ªa la demanda de un esclavo o una esclava. "Sin embargo", pens¨¦, "habr¨¢ muchas personas que le escriban, porque nada frena a los que se encuentran desesperadamente solos". Ahora me r¨ªo al recordarlo, pero en aquel momento, a pesar de mis malas experiencias y mis pasos en falso, yo me sent¨ªa por encima de aquella gente, capaz de aceptar cualquier cosa a cambio de unas
simples palabras de afecto; capaz, en una palabra, de tener ilusi¨®n. Creo que yo me sent¨ªa m¨¢s all¨¢ de esa ingenuidad, y que consideraba al dinero como mi mejor aliado: si pagaba por estar con Abdelah, ello significaba que no ten¨ªa ninguna duda acerca de la naturaleza de nuestra relaci¨®n; ninguna duda y ninguna esperanza.
Pero me equivocaba. Aqu¨¦l no era exactamente mi juego, y menos a¨²n el de Abdelah.
Volv¨ª al parque Montsouris y me dirig¨ª directamente hacia el templete donde Fran?ois impart¨ªa las clases de tai-chin. De nuevo reinaba el sol, y nada era como unas horas antes: los cisnes, el agua del estanque, las hojas de los ¨¢rboles, los muchachitos, todo aquello y todo lo dem¨¢s parec¨ªa ahora m¨¢s plano, m¨¢s simple, m¨¢s tonto.
Como la primera vez, Fran?ois me pidi¨® que me uniera al grupo. Y, como la primera vez, yo le mostr¨¦ el bast¨®n. Me sonri¨® y yo le sonre¨ª. Ten¨ªamos que hablar.
"Me apena mucho lo que ocurri¨® anoche", me dijo Fran?ois. Est¨¢bamos en el bar de los motoristas, con sendas tazas de caf¨¦ en la mesa. "Pero por lo que me cont¨® Jean Marie, usted tambi¨¦n tuvo algo de culpa. Se puso nervioso y
organiz¨® un esc¨¢ndalo. Y eso no est¨¢ bien. Usted sabe que no est¨¢ bien. Nos ha costado mucho crear esta isla dentro de Par¨ªs y no podemos permitir que alguien la ponga en peligro. Le dir¨¦ una cosa: todos los chicos que vienen a este parque han pasado por una selecci¨®n. Los chicos que son conflictivos se quedan fuera. ?Fuera! ?Me entiende? ?Fuera! Y lamento decirle que si usted no se controla tambi¨¦n se quedar¨¢ fuera".
Fran?ois gesticulaba m¨¢s que el d¨ªa anterior, y sus gestos, sobre todo cuando dec¨ªa ?Fuera! parec¨ªan formar parte de una sesi¨®n de tai-chin.
"?Qui¨¦n es Jean Marie? ?Ese monstruo de 120 kilos de peso?", pregunt¨¦. Me parec¨ªa incre¨ªble que una bestia como aquella pudiera tener un nombre tan suave y bonito.
"Le he hecho la misma advertencia que le acabo de hacer a usted", dijo Fran?ois. despu¨¦s de asentir', adivinando lo que yo estaba pensando en esos momentos. "Si vuelve a mostrarse violento, ser¨¢ expulsado de nuestra isla".
"Todos somos violentos alguna vez",, le dije.
"Yo, no. Yo canalizo mi agresividad vali¨¦ndome de los movimientos de mi cuerpo. Y lo mismo hacen los muchachos. La mayor¨ªa son disc¨ªpulos m¨ªos".
No le dije nada. Aquellas paparruchas se parec¨ªan a las, que, tras el accidente, sol¨ªan contarme los, amigos que me quer¨ªan arrastrar a las clases de yoga. S¨®lo que en Fran?ois aquella actitud resultaba decepcionante.
"?Por qu¨¦ quiere a Abdelah?", dijo de pronto, cambiando de tono. %Es un capricho?".
"Me gust¨® desde el primer momento", le respond¨ª. "Quiz¨¢s fue mala suerte, porque de no haberle conocido, la noche de ayer habr¨ªa sido mucho m¨¢s gratificante, pero as¨ª son las cosas. Entr¨¦ en la tienda y me enamor¨¦ de ¨¦l".
"No exagere. No diga que se enamor¨®. Diga que se encaprich¨®", me corrigi¨® Fran?ois con una inesperada sensibilidad ling¨¹¨ªstica.
"?Cu¨¢nto cuesta?", le pregunt¨¦ volviendo a utilizar la lengua en la que mejor nos entend¨ªamos.
"Abdelah es especial", comenz¨® ¨¦l, pensativo. "No le gusta ir al parque. En realidad, no se siente un puto. Dici¨¦ndolo de otra manera, le gusta que le traten con delicadeza".
Se qued¨® callado. Yo saqu¨¦ un billete de 500 francos de la cartera y se lo puse en la mano. Fue, dentro de mi ceguera, el momento m¨¢s ciego. El momento cumbre de mi imbecilidad.
"Quiz¨¢s usted tenga alguna idea, Fra?ois", le dije.
" Mire, le voy a decir una manera de acercarse al muchacho que otras veces ha funcionado bien", dijo ¨¦l. El nivel de nuestro lenguaje cada vez era m¨¢s puro. Funcionar resultaba una palabra terrible y al mismo tiempo maravillosa. "Como sabe, trabaja en esa tienda. Y esa tienda, como casi todas las del barrio, tiene un servicio a domicilio. Pues ah¨ª tiene usted el camino. Haga una compra y pida al due?o que se la lleve a casa. En su caso, parecer¨¢ normal. Su cojera es grande y no puede ir cargado con bolsas".
"?Es un camino seguro?", le pregunt¨¦.
"Tr¨¢tele con delicadeza. Si no le fuerza, acudir¨¢ a sus brazos. Abdelah es muy cari?oso".
Los camareros empezaron a servir sandwiches y platos combinados y la terraza se llen¨® de motoristas'. Decid¨ª que yo tambi¨¦n comer¨ªa algo antes de volver al apartamento, e invit¨¦ a Fran?ois a quedarse.
"No puedo. Debo volver al parque" dijo ¨¦l levant¨¢ndose. Luego me dio la mano y me dese¨® suerte.
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