Cumbres con nombre
Ecos de guerras, bandidajes y leyendas resuenan en la cima m¨¢s alta de la sierra de Malag¨®n
Bautizar un monte, o parte de un monte -sea risco, collado, ventisquero o mero regato-, es una responsabilidad muy grande y no deber¨ªa dejarse en manos de quien quiera, como cuando se le pone nombre a un perro o a una calle. Un perro acaba muri¨¦ndose tarde o temprano; a una calle, si no gusta el que ya tiene, se le cambia por el de Camilo Jos¨¦ Cela y un¨¢nime alborozo; pero una monta?a a la que dicen la Cachiporra o el Pinganillo ha de cargar con su triste- gracia por los siglos de los siglos.El puerto de Guadarrama nunca tuvo un t¨ªtulo cabal. Tablada llam¨¢base en tiempos de Juan Ruiz, cl¨¦rigo de montaraces h¨¢bitos. Como alto del Le¨®n comenz¨® a conocerse cuando "Fernando VI, padre de la patria, hizo el camino para ambas Castillas por encima de los montes, en el a?o de nuestra salvaci¨®n 1749 y IV de su reinado", seg¨²n reza en el paso (aunque en, lat¨ªn) una l¨¢pida instalada bajo la estatua felina que dio lugar al top¨®nimo. Y con alto del Le¨®n se hubiese quedado de no haber habido una guerra civil, una escabechina en plena sierra y un tal Federico de Urratia que se le ocurriera festejarla: "Que ya el alto del Le¨®n / de los Leones se llama". As¨ª figura a¨²n, por incre¨ªble que parezca, en todos los mapas.
Los nombres de las monta?as, los ancianos nombres que ingeniaron los pastores, y los otros, los bautismos a traici¨®n, son buen tema para cavilar mientras el excursionista conduce por la revesada carreterilla que va del alto del Le¨®n a Peguerinos, culebreando por la sierra de Malag¨®n.
El nombre de Juan Plaza, bandolero de estos montes, hace chiribitas en los o¨ªdos del excursionista cuando se, apea de su coche en el collado del Hornillo y se echa a andar por la carretera hasta la siguiente curva, donde deja el asfalto para emboscarse a mano derecha por la- primera senda, como acaso hac¨ªa Juan Plaza, el sanguinario, despu¨¦s de desplumar a sus v¨ªctimas.
Franjas amarillas pinceladas sobre los pinos orientan al caminante por este estribo abulense del Guadarrama, esta sierra de Malag¨®n que por momentos le recuerda ciertos vericuetos de la pedriza. Tal es la impresi¨®n que le depara Pe?a Blanca. A media hora escasa del collado del Hornillo y 1.705 metros de altitud, esta atalaya de granito se?orea sobre el valle de Pinares Llanos y el pueblo de Peguerinos y atrae, como sus primas lejanas de Manzanares, a los escaladores.Y como la otra pedriza, tambi¨¦n tiene ¨¦sta su leyenda: la que dice que, en el principio de los tiempos, el diablo deposit¨® una bolsa reventona de oro en el ¨¢pice de Pe?a Blanca para el primero que la supiera ganar. Losas f¨²nebres evocan a varios monta?eros que cayeron -literalmente- en la tentaci¨®n.
Desde Pe?a Blanca, la vereda se?alizada desciende a pico hasta el refugio del valle de Enmedio, para cobrar nuevamente altura por la ladera meridional de Cueva Valiente, nombre sonoro donde los haya. En menos de una hora, el excursionista se planta en el v¨¦rtice geod¨¦sico que corona esta cima, y desde sus 1.900 metros otea, a levante, Cabeza Lijar y las sucesivas cumbres guadarrame?as: la Pe?ota, Siete Picos, las Guarramillas, la Maliciosa, el Yelmo ... ; a sus pies, el caser¨ªo de San Rafael; y al igual que ya viera desde Pe?a Blanca, la sierra de Gredos como la cresta de un animal prehist¨®rico recostado sobre el ocaso.
El excursionista sabe, porque algo ha le¨ªdo, que a Cueva Valiente le viene el nombre de una caverna que bosteza a 1.700 metros de altura, en la falda que mira hacia El Espinar, y que alcanza unos veinte metros de profundidad. Pero la idea de regresar a la pradera del Hornillo y almorzar debajo de un pino puede m¨¢s, de modo que enfila por todo lo alto los cerros que se alzan al suroeste de Cueva Valiente y baja luego al collado recitando los nombres que hoy ha aprendido para siempre: alto del Le¨®n, Juan Plaza, Pe?a Blanca, Cueva Valiente... De los bautismos a traici¨®n, ni acordarse.
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