En tres actos
"Ciao, sono Marcello". La inconfundible voz noct¨¢mbula del m¨¢s internacional de los actores italianos sonaba al otro lado del hilo como una vaharada de terciopelo. El tel¨¦fono me sac¨® de una siesta algo resacosa. Hab¨ªa llegado a Par¨ªs la tarde anterior y Feliciano Fidalgo, entonces nuestro corresponsal, hab¨ªa tenido a bien pasearme por un mont¨®n de sitios (y vinos). Yo estaba all¨ª para entrevistar a Jack Nicholson pero, enterada de que Marcello Mastroianni representaba una obra teatral, no resist¨ª la tentaci¨®n de dejarle una nota a su nombre. Y ahora el tel¨¦fono truncaba mi sue?o. "Ciao, sono Marcello", y una cita para el atardecer, antes de la funci¨®n. La llamada me puso tan euf¨®rica que me lanc¨¦ sobre la botella de champ¨¢n con que el hotel daba su bienvenida a los hu¨¦spedes y, mientras liquidaba su contenido, me dediqu¨¦ a telefonear a amigos de todo el mundo para compartir con ellos mi contento: "Acaba de llamarme Mastroianni". Me reun¨ª con ¨¦l en su camerino, en el teatro. Era en 1984.Hab¨ªan transcurrido m¨¢s de diez a?os desde que le conoc¨ª, en el mismo Par¨ªs, durante el rodaje de No toqu¨¦is a la mujer blanca, de Marco Ferreri. En aquella ¨¦poca loca de principios de los setenta, Ferreri reuni¨®, para una historia ap¨®crifa sobre el general Custer y Toro Sentado que ten¨ªa lugar en Les Halles -a punto de desaparecer-, a la troupe art¨ªstica con la que hab¨ªa rodado La grande bouffe. Y en Par¨ªs se encontraban todos: Ugo Tognazzi, que hac¨ªa de indio, se paseaba en pelota presumiendo de atributos e iba a la compra para cocinar para sus amigos; Philippe Noiret, con su perro hush-puppie, id¨¦ntico a ¨¦l, y su r¨ªgida esposa, Monique; y la pareja formada por Marcello Mastroianni y su novia de entonces, Catherine Deneuve. Ferreri mandaba sobre todos ellos con su aire de astuto emperador romano, y yo me divert¨ªa como una enana teniendo cerca a aquellas celebridades.
Marcello, a la saz¨®n, obedec¨ªa a Deneuve con la pasiva inmutabilidad que le caracteriza. Cada vez que un peluquero ca¨ªa en desgracia ante ella, Catherine hac¨ªa que Mastroianni hablara Con Ferreri, para que le despidiera. La segu¨ªa, con una botella de agua mineral, susurrando: "S¨ª, Catherine. No, Catherine". Un d¨ªa vino a verle al set quien hab¨ªa sido su gran amor, Faye Dunaway, pero Deneuve no quiso que la viera. Faye se march¨®, nerviosa perdida, despu¨¦s de esperarle en vano largo rato, expuesta al viento racheado de un verano parisino de todos los demonio. Por entonces, Catherine Deneuve era una actriz estirada que siempre llevaba en la mano una bolsa de Yves St. Laurent, y que s¨®lo empez¨® a saludarme -yo hab¨ªa ido a cubrir el rodaje para Fotogramas- cuando descubri¨® que Ferreri y Tognazzi cenaban- conmigo y me trataban como a una amiga.
Y ahora, diez a?os m¨¢s tarde, Marcello se acordaba de m¨ª, de aquellos d¨ªas, y acced¨ªa a concederme una entrevista que nunca vio la luz, porque la estupidez del mi jefe de entonces le hizo desde?arla. Como no lo sab¨ªa, habl¨¦ con ¨¦l. Habr¨ªa hecho lo mismo, de haberlo sabido.
-Me gusta envejecer -me dijo- Eso quiere decir que ya no he de preocuparme de mi aspecto, ya no tengo que hacer de gal¨¢n. Mio Dio, qu¨¦ descanso.
Lo que le gustaba era darse comilonas con los amigos, ir a la, brasserie Lipp, beber vino. Estaba, m¨¢s grueso, algo encorvado, y renegaba, como siempre, de su fama de conquistador, que atribu¨ªa "a los americanos".
-Siempre fui un indolente con las mujeres, he hecho lo que ellas han querido. Soy un comod¨®n, y eso me ha creado dificultades.
Me dijo que su mayor alegr¨ªa eran sus hijas. Barbara y Chiara, habida de la Deneuve. "Se parece: mucho a m¨ª", a?adi¨®. Lo dem¨¢s: un desastre. A su primera mujer, Flora -la madre de Barbara-, la hab¨ªa hecho el salto tantas veces como se terci¨®, con la naturalidad del latino que siempre cree que la esposa le esperar¨¢ en casa. Fiora, a la larga, se cans¨®, y se li¨® con un jovenzuelo. Sin referirse a ella en concreto se limit¨® a decir, con melancol¨ªa:
-Lo que me queda son los amigos.
Amigos: Ferreri, Fellini sobre todo. El gran Marcello ten¨ªa en Federico Fellini a un c¨®mplice, un hermano. Por eso, cuando le vi por tercera vez, en la entrega de los Oscar, en la primavera del 93, me dio mucha tristeza. Fellini, enfermo ya, entraba al Dorothy Center Pavillion con paso vacilante y su gran sonrisa de golfo. Detr¨¢s iba Giulietta Massina, que no dej¨® de llorar un solo momento. Cerrando filas, Marcello, tembloroso a causa del Parkinson. A Fellini le dieron un Oscar honorario y m¨¢s tarde, a la salida, en los aparcamientos, mientras aguardaba a que viniera a recogerle su limousine, se sinti¨® mal y vomit¨®, mientras Mastroianni le daba palmaditas en la espalda. Se morir¨¢n el uno sin el otro, pens¨¦. Y as¨ª ha sido. Primero, Federico; luego, Giulietta. Y ahora, Mastroianni.
Demasiado pronto, aunque no puede quejarse. Bebi¨® la vida, se la comi¨®, se dej¨® amar por mujeres hermosas y nos dio la gran lecci¨®n de sus interpretaciones cercanas, de su estupenda humanidad henchida de dolor, simpat¨ªa y tolerancia. Era nosotros, en camiseta.
Ahora, Federico y ¨¦l vuelven a estar juntos. Planeando, quiz¨¢, La dolce morte. Una historia sobre la elegancia de irse sin haber hecho da?o, y con una gran risa, muy italiana, sacudi¨¦ndoles la panza.
Babelia
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