Un se?or de Barcelona
Se parece a Barcelona. Elegante, parsimonioso y arm¨®nico, muestra esa perplejidad educada que le permite saber y mostrar ignorancia al mismo tiempo y que le deja en las esquinas de los sitios, como si se fuera a ir siempre por el claroscuro de su timidez. Una arquitectura humana que se posa sin hacer ruido y se queda all¨ª donde est¨¢ como si no se hubiera ido nunca; cuando se va, adem¨¢s, deja atr¨¢s un vac¨ªo igualmente elegante, como si fuera a volver: que nadie se inquiete, que no se ha, ido rabioso.Es un fabulador, y quiz¨¢ por eso tiene ese aire de felicidad en el rostro, como si ya supiera que lo que pasa tambi¨¦n es mentira. Como es sumamente educado, sin embargo, escucha los relatos de los otros como si de veras quedara algo a¨²n digno de sorpresa. En tiempos de mayor ringorrango hubiera sido marqu¨¦s, pero si se hubiera dado el caso ¨¦l hubiera preferido un se?or¨ªo. Y todo el mundo hubiera estado de acuerdo en considerar que se merece entre otros muchos, el t¨ªtulo de Se?or de Barcelona. Lo hubiera rechazado, con la misma educaci¨®n de siempre; con la educaci¨®n con la que simula estar en los sitios incluso cuando ya se ha marchado.
Esa ambivalencia de su postura p¨²blica le ha hecho un contertulio codiciado y a la vez esquivo: su contestador autom¨¢tico est¨¢ siempre conectado y mantiene ante el ¨¦xito la misma distancia que ante la. posibilidad del fracaso: pone tierra por medio y se va a Nueva York, o a Lanzarote, a huir de las preguntas que se sabe, a preservar su sentido del humor y su necesidad de distancia. Sin embargo, es quiz¨¢ el menos hura?o de los solitarios, un amabil¨ªsimo lobo estepario que escucha a qui¨¦n se le acerca jugando con una imaginaria moneda de bolsillo y dando pataditas educadas a la moqueta o al suelo del sitio donde le abordan.
Tiene las manos largas y blancas, muy gesticulantes, como si vivieran fuera de su cuerpo tranquilo, y con uno de esos dedos suaves de pianista del Ensanche se rasca la nariz, o el entrecejo, mientras busca una raz¨®n para no ir a ninguno de los sitios que le proponen.
En esos momentos en que parece impaciente por quedarse solo, da la impresi¨®n de ser un ciudadano de vivienda autosuficiente, un habitante de su propio cuerpo que no necesitara ni de hoteles ni de casas para vivir c¨®modo. Acaso por eso consolida costumbres muy medidas, que incluyen el h¨¢bito de vestirse siempre con ropas similares; en tiempos veraniegos lleva camisas de colores lisos, preferentemente azules duros; en medio de lo s espect¨¢culos. a los que acude se le ve aferrarse, en invierno a los pliegues de su abrigo, del que se apodera en p¨²blico como si all¨ª dentro habitara tambi¨¦n su casita de campana.
Esa actitud hacia las cosas de las que se tiene que servir parece existir tambi¨¦n hacia aquellas cosas que le dan fama escribe, sin duda, porque le divierte, pero si alguien un d¨ªa le quitara el papel y la pluma se supone que no se inmutar¨ªa: seguir¨ªa insistiendo en su diversi¨®n, que es intransitiva y secreta: le da igual que le escuchen, y acaso por eso ahora tiene a su alrededor a una multitud.
Es silencioso, excepto si se le pregunta; cuando la interrogante le exige cierto grado de sabidur¨ªa disimula la densidad. de su respuesta dando circunloquios que le emparentan con otro gran socr¨¢tico de nuestro tiempo, Fernando Fern¨¢n-G¨®mez. Pero ¨¦ste es capaz, en cierto momento de hartazgo, de simular la mudez absoluta, acaso porque, es de Argentina y de Madrid.
Este se?or de Barcelona, sin embargo, tiene todav¨ªa un poco m¨¢s de aguante, y podr¨ªa seguir as¨ª de pie, con su abrigo en la mano, mucho antes de enviar a fre¨ªr esp¨¢rragos a esos interlocutores lentos que son capaces de hacer preguntas incluso al borde del cuarto de ba?o.
Este se?or de Barcelona es Eduardo Mendoza, por supuesto. ?Y en qu¨¦ se parece a Barcelona? Ahora acaba de publicar una novela (Una comedia ligera, Seix Barrall) en la que demuestra otra vez que en su memoria habita una ciudad rabiosamente literaria. La han hecho literaria ¨¦l, Juan Mars¨¦, F¨¦lix de Az¨²a, Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n, Maruja Torres, Carlos Barrall, Jairne Gil de Biedma e incluso gente de fuera, como Benet, Hortelano, Salinas, ?ngel Gonz¨¢lez... Una ciudad que parece persistir como un largo poema que estuviera tambi¨¦n en la memoria de los que no somos de all¨ª y que regresa con la fuerza de la melancol¨ªa literaria en esta nueva novela. Es como un largo poema detenido que, con la lentitud adecuada apresa un tiempo en el que todas las cosas duraban la eternidad que s¨®lo la literatura es capaz de conferir a los pueblos. La atm¨®sfera misma del libro parece proceder por otra parte, de uno de los versos m¨¢s evocadores de la. poes¨ªa de posguerra, y que en esta novela de Mendoza parece el secreto motor l¨ªrico de esa excursi¨®n por una ciudad que es tambi¨¦n la memoria de los tiempos que pasaron por ella. Ese verso es aquella c¨¦lebre reflexi¨®n de Gil de Biedma: "El ¨²ltimo verano de nuestra juventud". Leyendo el libro se ve a Mendoza bajar por las escaleras y por los hechos y por los peri¨®dicos de la posguerra. Al t¨¦rmino, como en la vida, uno observa a Mendoza rememorando sus versos y gui?ando un ojo mientras desaparece por la puerta.
Babelia
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