La incertidumbre
A media tarde suena el tel¨¦fono y las noticias del espanto vuelven a irrumpir en la vida diaria. El timbre del tel¨¦fono suena con un sobresalto de alarmas, con una crispaci¨®n de incertidumbre y de urgencia que recuerda otros tiempos. Uno puede confiarse y creer que la trama de la vida est¨¢ hecha de seguridades aceptables, y atareado con sus cosas no mira el peri¨®dico esa ma?ana, no enciende la radio, tal vez est¨¢ embebido leyendo un libro o ha preferido escuchar, en lugar de las noticias, un disco que le gusta mucho, el Concierto para cello n¨²mero 1 de Shostak¨®vich, tocado por Mtislav Rostrop¨®vich, que es una m¨²sica de tal intensidad y dulzura, de tan bruscos arrebatos de dramatismo, que llena la casa y el tiempo y borra del todo los ruidos exteriores. La m¨²sica tiene un efecto civilizador: ayuda, igual que la literatura, a desatar emociones insospechadas y a sumergirse en honduras temporales acerca de las cuales no sab¨ªamos nada sin ellas, pero a la vez ofrece un perentorio sentido del orden, de la mesura y de los l¨ªmites que vuelven f¨¦rtil la experiencia y nos la hacen inteligible sin romper su misterio. Nunca se puede entender del todo la m¨²sica, del mismo modo que no se puede agotar el sentido de un cuadro o iluminar sin sombras la propia conciencia. La fascinaci¨®n del descubrimiento y la de la persistencia del enigma son simult¨¢neas: lo que reconocemos al o¨ªr de nuevo una m¨²sica familiar y querida es tan s¨®lo una mitad visible tras la cual se mantiene poderosamente el asombro de lo desconocido. Incluso en lo que cre¨ªamos m¨¢s obvio aparece de pronto la novedad absoluta: pocas canciones parecen ya m¨¢s sin misterio que aquel Somos novios, de Armando Manzanero. Pero si uno la escucha con el t¨ªtulo de It's impossible y cantada en ingl¨¦s por Carmen McRae, que tiene una voz de imposible aspereza y ternura, la canci¨®n, siendo la misma, se nos convierte en otra, nos guarda intacta la conmoci¨®n sentimental de siempre y agrega a ella la sutileza quebradiza de una secci¨®n r¨ªtmica de Jazz.Las canciones viajan de un lado a otro de la m¨²sica y del mundo, se transfiguran, se mantienen id¨¦nticas en cada una de sus metamorfosis m¨¢s inesperadas. ?Cabe mayor sorpresa que escuchar la melod¨ªa liviana de Tea for two trasladada de Broadway al Leningrado de los a?os veinte y orquestada con una vehemencia sovi¨¦tica y cubista por el joven Shostak¨®vich? Oigo distra¨ªdamente un disco del tr¨ªo de Bill Evans y algo que a¨²n no s¨¦ identificar llama mi atenci¨®n, y enseguida me la exige entera: las notas que Bill Evans est¨¢ insinuando tan delicadamente en el piano, seguido por un bajo y una bater¨ªa que lo envuelven como una gasa transl¨²cida, pertenecen tambi¨¦n a una canci¨®n modesta y memorable de Armando Manzanero, Ayer tarde vi llover.
Hay tantas m¨²sicas y tantos libros, hacen falta tantas horas de sosiego para disfrutar escuchando y leyendo, para atesorar la compa?¨ªa de los amigos que a lo mejor, sin darse cuenta, mientras nos hablan de algo en un bar una ma?ana de domingo, nos est¨¢n haciendo un regalo sigiloso de felicidad. Se intercambian libros y t¨ªtulos de canciones como si fueran contrase?as de una gran conspiraci¨®n en favor de la benevolencia, de una calma activa y despierta que tiene algo de proyecto pol¨ªtico, de una instintiva vitalidad civil.
Todo eso es nada, desde luego, y la vida civilizada que uno cree compartir puede ser pulverizada en un segundo, sin que ni las canciones ni los libros ni la ternura de quienes m¨¢s
queremos sirvan de remedio, y ni siquiera de alivio. Basta el timbre de un tel¨¦fono para desbaratarlo todo. Se cierra el libro, dejando una se?al en la p¨¢gina donde ha quedado la lectura, se baja el volumen de la m¨²sica, y al o¨ªr una voz en el tel¨¦fono parece que se ha regresado a otro tiempo lejano, el de la incertidumbre sin sosiego, el del pavor de cada d¨ªa, de cada noche. El sonido de los tel¨¦fonos concuerda con el de las sirenas y el de los disparos. Mientras nosotros no escuch¨¢bamos la radio ni ve¨ªamos la televisi¨®n, un hombre que viv¨ªa tan atareado como nosotros mismos en sus cosas, que caminaba por la acera e iba sacando el llavero para abrir el portal de su casa, ha sido asesinado de un tiro en la cabeza. A las siete y cuarto de la ma?ana, otro hombre, un peluquero que acud¨ªa a su trabajo, muri¨® sin llegar quiz¨¢ a darse cuenta de que hab¨ªa madrugado para llegar a tiempo a la trampa tendida por sus asesinos. Qui¨¦n sabe lo que estar¨¢ ocurriendo ahora mismo, mientras yo escribo esto, en una ma?ana de febrero y de sol en la que me parece, si me levanto para estirar las piernas y descansar los ojos y me asomo al balc¨®n, que la vida de la ciudad se rige a pesar de todo por unos cuantos principios razonables, que la normalidad de la gente a la que veo cruzando un sem¨¢foro, entrando en un bar, deteni¨¦ndose a comprar el peri¨®dico en el quiosco o un cup¨®n de loter¨ªa al ciego que toma el sol en la esquina, en la sustancia y la trama de certidumbres de las que puede estar hecho un pa¨ªs civilizado.
Tristemente pienso que lo que ven mis ojos es mentira, que es m¨¢s verdad lo que sent¨ª ayer tarde cuando el amigo que me llam¨® me puso al tanto de los desastres sucesivos del d¨ªa: la vieja angustia, la de hace m¨¢s de veinte a?os, cuando a¨²n era posible que la polic¨ªa golpeara la puerta en la madrugada, la incertidumbre y el pavor de la noche en que mataron a los abogados laboralistas en la calle de Atocha, el miedo y la necesidad de escuchar timbres de tel¨¦fonos en otra noche vil, la del 23 de febrero de 1981. Quiz¨¢s la democracia, la simple civilizaci¨®n, se basa en la seguridad razonable de que algunas cosas no van a ocurrir: ayer y hoy, tambi¨¦n ma?ana, sin duda, uno siente justo lo contrario, que no hay, crimen o error que no sean posibles, incluso muy probables, que en cualquier momento el timbre de un tel¨¦fono, el sonido de una sirena, de un disparo o de una explosi¨®n pueden destrozar la sustancia cotidiana y valiosa de la vida. Ni nos protege la ley ni hay refugio en las canciones ni en los libros, en el ejercicio de la amistad o de la decencia: vivimos en la incertidumbre terrible de estar inermes frente a los asesinos, frente a la delictiva imbecilidad de quienes les dan aliento creyendo que podr¨¢n cosechar con las manos limpias, incluso con bendici¨®n eclesi¨¢stica, el bot¨ªn pol¨ªtico de la sangre.
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