Sainete en Nueva York
Terrence McNally es un neoyorquino de cincuenta y tantos; un mir¨®n de su ciudad, y un relator de sus ciudadanos. Suele decir que los momentos en que mejor escribe es cuando se siente un taqu¨ªgrafo tomando la conversaci¨®n de sus personajes; que nunca ha pensado que el teatro sea un santuario, ni un templo del lenguaje; que puede ser literatura, pero no se puede escribir pensando en la literatura, sino en la gente.Podr¨ªa ser un sainetero de su ciudad, aunque haya hecho cosas muy distintas (una biograf¨ªa esc¨¦nica de la Callas, o el texto para el musical de El beso de la mujer ara?a; y otras muchas comedias) no llega a ser de primera clase. Esta obra de largo t¨ªtulo ha sido famosa, ha provocado una pel¨ªcula (Al Pacino y Michelle Pfeiffer, 1991) que gan¨® la fama de mala, pero que ha reunido p¨²blico en todo el mundo. Tambi¨¦n lo ha recorrido esta obra que ahora recae aqu¨ª: un largo di¨¢logo de dos personajes, algo m¨¢s que taquigr¨¢fico y algo m¨¢s que c¨®mico. Frankie, camarera de d¨ªa, solitaria de noche, contempladora por la ventana de la vida de los dem¨¢s, y Johnny, el cocinero de su restaurante, con una de esas vidas t¨ªpicas de la frustraci¨®n americana: ha recorrido docenas de trabajos, ha estado casado, no sabe nada de sus hijos ni de su mujer. Su relaci¨®n es una aventurilla sin mayor importancia: ¨¦l siente o finge el amor, de tal forma que a ella termina por exaltarla. Es una noche larga, a veces profundamente triste: lo que se entiende por la vida de la ciudad grande y despiadada.
Frankie y Johnny
Frankie y Johnny en el clair de lune, de Terrence,McNally. Int¨¦rpretes: Anabel Alonso y Adolfo Fern¨¢ndez. Direcci¨®n: Mario Gas. Teatro Lara. Madrid.
Los dialoguistas son en este caso Anabel Alonso y Adolfo Fern¨¢ndez; hacen su juego de amor y desamor, de hast¨ªo y de breves ilusiones, sin que en ning¨²n momento parezca un trozo de realidad tomado por un taqu¨ªgrafo. Es buen realismo teatral; y est¨¢ bien resaltado, realizado y movido por Mario Gas.
Cansa y gusta. M¨¢s apretada la obra, sin necesidad de intermedio, rendir¨ªa mejor en un p¨²blico aguerrido como el madrile?o, a quien lo largo disgusta: desde el Siglo de Oro, por lo menos. Aunque los dramaturgos no suelen tener piedad de ¨¦l. El atractivo de la obra con que muchos se pueden identificar y el juego del teatro les mantiene, y aplauden: con sana intenci¨®n de elogio.
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