"En las papeleras de Madrid siempre hay de comer"
Susana y Juan llevan tres a?os en Madrid. De lunes a viernes, ella pide limosna en el cruce de las calles del Pr¨ªncipe de Vergara y Goya, y los fines de semana tiende la mano junto a una panader¨ªa situada en la esquina de Narv¨¢ez con Doctor Castelo. ?l, entretanto, vende revistas de "todo tipo" por las calles.Hay jornadas en que apenas ganan m¨¢s de 300 pesetas y otras en que les sobran "hasta 1.000 pesetas" para el d¨ªa siguiente. Son altibajos que soportan bien. "En Madrid siempre hay de comer. Aunque un d¨ªa no saques nada en la calle, pues miras en las papeleras y las basuras y te encuentras desde un bocadillo de jam¨®n serrano hasta todo un pollo asado; hay mucho que comer", explica Juan.
Por las noches duermen en una abandonada caseta de guardeses situada en el parque del Retiro, detr¨¢s del Palacio de Vel¨¢zquez. El lugar, una peque?a construcci¨®n de ladrillo visto y con tejado de cuatro aguas, tiene todas las ventanas tapiadas, excepto un ojo de buey por el que la pareja entra y sale subi¨¦ndose a un caj¨®n. "Somos como los p¨¢jaros", bromea Juan.
Dentro de la caseta han tendido un colch¨®n -"de los buenos, eh, con muelles y todo", ilustra Juan- Tambi¨¦n disponen de un hornillo de gas y una tabla para los alimentos. La televisi¨®n a¨²n no la ven, pero est¨¢n decididos a comprarla. "La anterior nos la robaron", explica Juan. "Y es que siempre que nos vamos entran los ladrones. Al principio, para evitarlo, met¨ªamos la tele en una mochila y sal¨ªamos con ella, pero, claro, pesaba demasiado y al final la dejamos en casa"."No me doli¨®"
Precisamente, la noche de los hechos, la pareja -no est¨¢n casados para que ella no pierda la pensi¨®n de viudedad- , sali¨® en direcci¨®n a una tienda de objetos usados de la plaza de Las Ventas para adquirir un televisor. Se quedaron con las ganas por falta de dinero. Y fue al volver al Retiro cuando ella sinti¨® el aguij¨®n de la vida en su vientre. "Yo cre¨ªa que era una cistitis", re cuerda Susana. Luego, al llegar a la caseta, fue cuando rompi¨® aguas y dio a luz. "No me doli¨®", insiste la mujer con un habla lenta. Por un momento ha cerrado los ojos. No han transcurrido ni cinco horas del parto y sigue tumbada en la cama del hospital. En esa posici¨®n deja que sea Juan quien lleve la voz cantante, aunque en ocasiones interviene. Su relato, sin embargo, se confunde en los vericuetos del tiempo. Le cuesta encajar hechos con fechas. Ella se da cuenta y lo explica: "Llevamos m¨¢s de dos a?os viviendo en la caseta y, al final, pierdes la cuenta del tiempo; casi mejor, porque si lo piensas te haces mucho da?o".
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