El miedo al arte
La vieja b¨²squeda de las respuestas a la libertad, la vida, el amor y la muerte parecen adolecer de un abandono general. El arte ha fallecido o sufre de agotamiento, p¨¦rdida de originalidad, de una agresividad urgente para suplantar la realidad, que es el fin de cualquier creaci¨®n. En las mesas de los caf¨¦s los diletantes, curiosos y ratas de biblioteca han puesto de moda discutir sobre la racionalidad del arte, a?adiendo as¨ª nuevas teor¨ªas a otras obsoletas que nada aportan. C¨®mo se va a explicar la belleza de un cuadro de Rothko, un poema de Neruda, una pel¨ªcula de Ferrara, una escultura de Giacometi. Qu¨¦ se tiene entre las manos, acaso objetos capturados en una l¨®gica aplastante, que nacen de mentes cuadriculadas, cuyas reflexiones obedecen a reglas establecidas por los dem¨¢s. Neruda, Rothko, Ferrara o Giacometi, aparte de un punto de vista, ofrecen emoci¨®n, un pu?etazo a los instintos que desprecian en el primer instante una inteligencia anal¨ªtica. Los artistas tambi¨¦n est¨¢n pereciendo, incluidos los que son desbordados por su propio talento. Hay miedo, al empresario que financia los proyectos y sobre todo al p¨²blico, y a investigar y al riesgo. Se tiende a urbes, h¨¢bitos y sociedades uniformes, donde la disidencia se paga con el ostracismo. Las capas altas y medias adoptan actitudes comunes, esperan consumir, no arrancarle a la vida momentos. La juventud abjura de la rebeld¨ªa, es embaucada por las marcas que ofrecen productos de una transgresi¨®n de paletilla, que inventa y elimina las llamadas tribus urbanas y las tendencias musicales a una velocidad de crucero. Al magnate no le importa el arte si no es para mostrarlo como un segmento de su poder, una prueba de su situaci¨®n y acaso, en el fondo, como prurito que limpie sus carencias intelectuales. Se habita en un universo de falsarios, consensos obligados y una educaci¨®n basada en las maneras y no en los contenidos. Los empresarios que invierten en arte buscan la funcionalidad, la comodidad y un supuesto buen gusto que est¨¢ horterizando las ciudades. El empresario siente temor ante el vaiv¨¦n del p¨²blico, reclama del artista la facilidad. El artista se asoma a las calles y reniega del mundo de las ideas, ve c¨®mo las gentes se mimetizan hasta convertirse en un ente hidrocef¨¢lico y tiene miedo a no ser comprendido. Baja la guardia, la obra se resiente, obedece al deseo de la masa, el talento se pervierte, el oficio se estanca, los argumentos pierden sustancia.Obras como el Museo Guggenheim, de Bilbao, del genial Frank Wright, o Casino, la pel¨ªcula del no menos genial Scorsese, parecen m¨¢s trabajos destinados a la mayor gloria de sus hacedores que obras generadas desde una necesidad creadora.
El museo es una pieza arquitect¨®nica perfecta, que embellece la ciudad, aunque de medidas descomunales y formas en exceso llamativas, de estructuras helicoidales. En vez de acoger las colecciones el d¨ªa de su inaugura ci¨®n, podr¨ªa devorarlas. Casino es una pel¨ªcula que muestra una violencia regida por la cantidad de sangre y no por la calidad de su discurso. La violencia en el arte est¨¢ de moda, y es bueno; habr¨¢ que comenzar a comprenderla para conseguir emanciparla. De ah¨ª a realizar una mera exhibici¨®n de recursos cinematogr¨¢ficos, globos de artificio y litros de salsa de tomate, va una distancia donde se extrav¨ªa el cineasta, por desidia o falta de ideas, o porque ha adquirido con la distribuidora el compromiso de rodar una pel¨ªcula cada cierto tiempo, la que sea. El mercado mata lo que Albert Camus denominaba arte fecundo, la capacidad de explicar la realidad a base de sensaciones. Los cines se han llenado de una violencia incomprensible o un romanticismo de cart¨®n piedra, las galer¨ªas de un minimal que en ocasiones reduce a polvo un concepto, las librer¨ªas de novelas sobre teor¨ªas conspiratorias, los estadios de un rock deformado que provoca dolor de cabeza, el aire de Espa?a de presuntos intelectuales que antes lo fueron de izquierdas y que ahora, por miedo a la falta de lentejas, en un viaje imposible, han varado en el barrizal de una derecha recalcitrante, que al fusionar el Ministerio de Educaci¨®n y Cultura ha pretendido darles alas a ambas casas, consiguiendo que las dos cojeen, hagan aguas en sus leyes y propuestas. El catolicismo debe estar agradecido, las subvenciones a los colegios religiosos restan dinero a la escuela p¨²blica, que es la de todos. La cultura, englobada en el macroministerio, es como la oveja tonta del prado.
Hay miedo, de todos a todos y todo.
Babelia
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