Retrato de princesa sobre un campo de minas
El destino es conformista, incluso en manos de Shakespeare. La muerte suele comportarse con la obscenidad imprevisible de un borracho pendenciero. Apelar al destino en el caso de Diana, aun present¨¢ndola como un env¨¦s de Lady Macbeth, es propio de la pereza mental. Lo m¨¢s atractivo de ella era precisamente que se hab¨ªa sobrepuesto al destino. No me extra?¨® que se implicara en la campa?a para prohibir la fabricaci¨®n de minas antipersonas. Era, a su manera, una superviviente. Nunca me pareci¨® guapa, aunque ten¨ªa un perturbador hechizo aquella mirada de vidriera a punto de estallar. Como mi madre y el alba?il, yo tambi¨¦n pensaba que aquella chica ser¨ªa un poco m¨¢s feliz si se escapase a comer a la cocina, con la servidumbre. Las mesas demasiado largas, con candelabros y manteles inmaculados, son muy malas para la salud. En las fotos de familia, saltaba a la vista que no ten¨ªa sangre azul sino roja, muy roja, como la de una aprendiz de peluquera en la pista de baile del s¨¢bado noche, pero que se le, hab¨ªa helado en la real c¨¢mara frigor¨ªfica.
Lady Di, por libre, se hizo m¨¢s bella. No hab¨ªa m¨¢s que verla en el ¨²ltimo n¨²mero de Vanity Fair, cuando abri¨® el ropero para vestir los trajes de anta?o, antes de subastarlos. Los trajes luc¨ªan mejor, de forma nueva, como una tentaci¨®n plebeya. La inquietante vidriera de los ojos hab¨ªa ganado en serenidad, emplomada por la iron¨ªa.
Es cierto que estaba siendo despellejada por las lenguas afiladas como navajas barberas de los taxidermistas reaccionarios del coraz¨®n, pero ella, parad¨®jicamente, estaba ganando un virtual plebiscito popular. Era como si del cuadro no hubiese desaparecido ella sino la familia real. Se separ¨® de la realeza, pero aquella chica advenediza se qued¨® con la realidad, mientras los dem¨¢s se esfumaban en los corredores de palacio. Cuando Isabel y su hijo pusieron reparos a presidir la futura constituci¨®n de la Asamblea de Gales, aunque s¨ª acudir¨ªan a la apertura del Parlamento escoc¨¦s, parece que los diputados galeses dirigieron su mirada hacia Diana. No podr¨¢ ser, pero Gales, sin duda, habr¨ªa ganado el torneo de la imagen.
Por acompa?ada que estuviese, lo ¨²nico real parec¨ªa ella. La realidad, se hab¨ªa enamorado de aquella dama con el inquietante encanto de una mujer solitaria a la orilla de un acantilado.
He sentido la muerte de Lady Di como el de una princesa de un reino cercano, el reino del deslugar. Me divert¨ªa verla atravesar los salones aristocr¨¢ticos como una l¨¢nguida spice girl sobre un campo de minas. Al recuerdo vino el final de un rondeau recitado por un amigo una noche de vinos y rosas: "?Quien tenga amor, venga aqu¨ª, a dar la flor!". Para ti, princesa del crep¨²sculo, una flor. Cualquier flor.
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