Doble pareja
La larga concentraci¨®n del Madrid en Barcelona provoc¨® un sugestivo caso de duplicidad entre enemigos naturales. El Barcelona hab¨ªa llegado al hotel sin incidentes. Seguido por su acostumbrada corte de devotos, trataba de esconder la cabeza en las interioridades del edificio bajo un caos de bufandas, carteles, fognazos y otras visiones del confeti del f¨²tbol. A su regreso de Alemania, el Madrid llegaba al aeropuerto del Prat con la modorra crepuscular que sufren todos los supervivientes. All¨ª fue recibido por un s¨¦quito de trasnochadores y llegados de todos los escondrijos del madridismo catal¨¢n, as¨ª que los chicos tuvieron que superar sin demora el s¨ªndrome del viajero: se sacudieron la confusi¨®n y, convertidos de nuevo en el mu?eco del ventr¨ªlocuo, empezaron a sonre¨ªr a aquellos desconocidos que les miraban con arrobo, como se mira a lo mejor de la familia.Luego se reagruparon en su abigarrado cuartel de forasteros, bajo el inevitable mar de bufandas, carteles y destellos. Seg¨²n los cronistas, fue tanto el fervor de los peregrinos que el directivo Bustos, vicario de Sanz en la expedici¨®n, dio instrucciones a Seedorf, Guti y a un tercer jugador para que salieran a agradecer el entusiasmo. ?Que qui¨¦n fue el tercer jugador? La pregunta es improcedente: Roberto Carlos, por supuesto.
Horas m¨¢s tarde, los dos equipos segu¨ªan el gui¨®n de sus vidas paralelas. A distancia, s¨®lo podr¨ªan distinguirse por sus uniformes. Apegado a su tribu, cada bando evolucionaba en el campo y los vest¨ªbulos como un ¨²nico cuerpo; los futbolistas se desplegaban y replegaban a requerimiento del entrenador, como despu¨¦s se estiraban y encog¨ªan a petici¨®n de la multitud. Eran una ameba rica en poli¨¦ster y resignada a cambiar de forma por exigencias de la programaci¨®n. En la orilla local, los enviados especiales ped¨ªan interlocutores. Para darles bola llegaron Amor, Luis Enrique, Figo y un cuarto hombre. ?Que qui¨¦n era el cuarto hombre? La pregunta es impertinente: Rivaldo, por supuesto.
Por mil¨¦sima vez el f¨²tbol reun¨ªa a dos de sus s¨ªmbolos, los vest¨ªa de fiesta, y les ped¨ªa que, mientras avanzaba la cuenta atr¨¢s, hicieran un gui?o, dijeran una palabrita, obsequiaran a la concurrencia con alg¨²n titular.
-He comprobado que Catalu?a nos quiere; en justo pago, si marco un gol en el Camp Nou me cuidar¨¦ muy mucho de celebrarlo -dijo Roberto Carlos cuid¨¢ndose muy mucho de citar al francotirador que le acert¨® en la cocorota con un mechero.
-Son cosas que pasan y luego se olvidan. Estamos en otro partido; debemos concentramos en ganar y no pensar en lo que sucedi¨® en Madrid -dir¨ªa Rivaldo cuando le preguntaron por los ca?onazos que recibi¨® en el estadio Santiago Bernab¨¦u.
Al margen de rivalidades pasajeras, Roberto y Rivaldo representan una misma estirpe regeneracionista de jugadores. Se han hecho famosos despu¨¦s de una dura rehabilitaci¨®n personal: Rivaldo tuvo que salir de su estampa de ni?o huesudo y larguirucho para convertirse en un atleta; Roberto Carlos fue uno de esos hombrecitos prematuros a los que la naturaleza compensa con el poder¨ªo lo que les ha quitado en tama?o: musculatura, a cambio de cent¨ªmetros.
Superadas las emociones del partido, ambos nos dejan una promesa que representa sus propios destinos paralelos. Podemos estar seguros de que, prisioneros de la improvisaci¨®n, pero protegidos por la potente magia de su misterio, volver¨¢n a sorprendernos el pr¨®ximo domingo. Faltan siete d¨ªas.
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