Pobre Administraci¨®n
El autor repasa los problemas de la Administraci¨®n y advierte que no hay un proyecto de reforma del Estado, ni siquiera para redimensionarlo, sino un paulatino, sigiloso y persistente declive.
Un d¨ªa conocimos la ins¨®lita tardanza en recibir ayuda de varios cientos de personas atrapadas por una tormenta de nieve en una de las principales autov¨ªas del pa¨ªs. Otro d¨ªa recibimos la tr¨¢gica noticia de la rotura de un dep¨®sito de agua que presentaba grietas desde hace tiempo. Del c¨¦lebre "esc¨¢ndalo de los 200.000 millones" de deudas tributarias impagadas lo ¨²nico que result¨® claro fueron las dificultades de la Agencia Tributaria -todav¨ªa no solventadas- para terminar a tiempo los expedientes. M¨¢s tarde, una organicaci¨®n civil descubre el fraude de los surtidores de gasolineras, que la inspecci¨®n no ha detectado. La sobrecarga de los ¨®rganos judiciales alcanza tal magnitud que algunos juzgados se plantean establecer un cupo de admisi¨®n de demandas. Todas estas noticias, aparentemente inconexas, y otras muchas que podr¨ªan citarse, tienen un denominador com¨²n. Revelan serias carencias organizativas y de medios de nuestras administraciones p¨²blicas.Quiz¨¢ sea inevitable en los tiempos que corren una reducci¨®n importante de las funciones p¨²blicas. Quiz¨¢ sea incluso l¨®gico y razonable, porque puede pensarse -y, sin duda, as¨ª lo entiende una parte considerable de la sociedad- que los poderes p¨²blicos han llegado a abarcar demasiadas tareas, y no s¨®lo para crear bienestar, sino tambi¨¦n para atender a un sinf¨ªn de demandas sociales, con una finalidad clientelar. Est¨¢ claro que no es posible otorgar subvenciones y subsidios a todo el mundo para cualquier tipo de iniciativa o para cubrir cualquier contingencia, y hay buenas razones para admitir que el Estado no debe convertirse en empresario, ni seguir manteniendo esta posici¨®n, salvo en casos manifiestamente justificados. Por otra parte, la Uni¨®n Europea impone la apertura a la competencia de servicios antes monopolizados por el sector p¨²blico, con la consiguiente privatizaci¨®n, mientras que la necesidad de controlar el d¨¦ficit p¨²blico puede aconsejar la reducci¨®n de personal en algunas ramas de la Administraci¨®n. Tampoco tengo claro que, como remedio frente al desempleo, el sector p¨²blico deba crear artificialmente nuevas ocupaciones de nula o escasa rentabilidad social.
Pero una cosa es la reducci¨®n del sector p¨²blico, empresarial o burocr¨¢tico y otra muy distinta el deterioro de la Administraci¨®n. Sucede, sin embargo, que la exaltaci¨®n del mercado como paradigma universal se desliza, en algunas versiones extremas y simplistas del pensamiento dominante, hacia una desconfianza de principio ante el Estado, como si el mejor servicio p¨²blico fuera el que no existe. Y -lo que es peor- parece como si esas mismas ideas, por convicci¨®n o por comodidad, fueran calando en muchos de nuestros gobernantes, de donde se sigue desinter¨¦s por el funcionamiento de los servicios y escasa consideraci¨®n de quienes los prestan.
As¨ª sucede que los presupuestos destinados a la financiaci¨®n de los servicios p¨²blicos y a la provisi¨®n de infraestructuras no s¨®lo se estancan o se reducen, sino que en algunos casos ni siquiera se ejecutan en su totalidad, inclusive los destinados a los m¨¢s elementales servicios de inter¨¦s general. El problema, sin embargo, no es s¨®lo presupuestario, pues la gesti¨®n administrativa se resiente tambi¨¦n de la situaci¨®n del empleo p¨²blico y de la ausencia de proyectos de reforma, realistas y atractivos, de los servicios que no funcionan.
El empleo p¨²blico se halla, en efecto, en una situaci¨®n cr¨ªtica. Poco a poco, las promesas de profesionalizaci¨®n de la funci¨®n p¨²blica han ido cayendo en el olvido y el funcionario carece hoy en d¨ªa de los est¨ªmulos necesarios para superar la secular tendencia a la rutina burocr¨¢tica. No ya por la pr¨¢ctica congelaci¨®n de los sueldos -que tambi¨¦n-, sino porque su carrera y sus retribuciones no dependen en absoluto de su capacidad o esfuerzo personal y, sobre todo, porque, en un clima ideol¨®gico de minusvaloraci¨®n de lo p¨²blico, el esp¨ªritu de servicio disminuye inevitable y alarmantemente. La autoestima y la motivaci¨®n del empleado p¨²blico se encuentran bajo m¨ªnimos, pues nadie puede infundir en los dem¨¢s aquello en lo que no cree. Pero as¨ª es imposible mejorar la calidad de los servicios, por m¨¢s que se diga lo contrario.
No deja de ser significativo que, ante una situaci¨®n tan precaria, lo ¨²nico que se ofrezca sea un nuevo texto legal, que se presenta como un hito en la historia de la funci¨®n p¨²blica y como fruto de un amplio compromiso pol¨ªtico y social, pero que en realidad es un texto incapaz de ilusionar a nadie, carente de toda sustancia renovadora y que en buena parte se limita a refundir l¨¢ legislaci¨®n vigente con algunas mejoras t¨¦cnicas.
Lo mismo podr¨ªa decirse de otras reformas que aguardan su turno desde hace varios a?os mediante las que deben afrontarse problemas que preocupan a la gente. Cabe preguntarse por qu¨¦ se demoran una y otra vez las reformas pendientes de la ense?anza, tanto universitaria como no universitaria; por qu¨¦ no se aprueban los prometidos planes hidrol¨®gicos; c¨®mo y cuando se pretende poner coto a las excesivas dilaciones de los procesos... Cabe preguntarse, por ¨²ltimo, si la reforma fiscal que se avecina puede ser ajena a un debate previo sobre la estructura y el volumen del gasto p¨²blico, tal como se est¨¢ planteando. Lo que todo esto demuestra es que no hay en nuestro panorama actual un proyecto de reforma del Estado, ni siquiera para redimensionarlo, sino un paulatino, sigiloso y persistente declive.
Esta situaci¨®n es cada vez m¨¢s preocupante, porque, en todo caso, hay servicios esenciales que los poderes p¨²blicos no pueden dejar de prestar y hay funciones de las que no pueden abdicar en una sociedad desarrollada, ya que no todo lo provee la "rnano invisible" del mercado ni la iniciativa social. Es obvio, por ejemplo, que el mercado no garantiza la cohesi¨®n social ni es capaz de proporcionar a todos los ciudadanos prestaciones b¨¢sicas, como las educativas o sanitarias y las de previsi¨®n social. Tampoco tutela intereses colectivos de creciente importancia, como la seguridad y la protecci¨®n civil, el medio ambiente o los derechos de los consumidores, ni es capaz de proporcionar las grandes obras p¨²blicas y ejercer las tareas de regulaci¨®n, control y garant¨ªa del funcionamiento del sistema pol¨ªtico y econ¨®mico, empezando por la Administraci¨®n de Justicia, cuya actual depauperaci¨®n, por cierto, merecer¨ªa un cap¨ªtulo aparte.
En el marco de estos par¨¢metros, que son los que fija la Constituci¨®n y los comunes de nuestro mundo europeo, se puede y se debe discutir cu¨¢ntas y cu¨¢les tareas han de realizar las administraciones p¨²blicas. Pero, tomada la decisi¨®n, la responsabilidad primera de todo gobernante es ocuparse de las funciones que se le conf¨ªan; la preocupaci¨®n primera del titular de cada departamento, cualquiera que sea su ideolog¨ªa, debe ser administrar los servicios p¨²blicos que de ¨¦l dependen mejorando su funcionamiento en beneficio del ciudadano.
Una Administraci¨®n menor no tiene por qu¨¦ ser una Administraci¨®n peor, pues la reducci¨®n del papel del Estado no debe confundirse con la muerte del servicio p¨²blico, ni siquiera por inanici¨®n. La Administraci¨®n no puede convertirse en el pariente pobre de nuestra sociedad, pues si as¨ª fuera, acabar¨ªamos pag¨¢ndolo todos. Ciertamente, unos m¨¢s que otros. Miguel S¨¢nchez Mor¨®n es catedr¨¢tico de Derecho Administrativo.
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