El carnaval democr¨¢tico
Johansson, que sabe c¨®mo se puede manejar la compraventa de votos en endog¨¢micos organismos como las federaciones deportivas, pudo percatarse de que hab¨ªa perdido la elecci¨®n antes incluso de que los 191 delegados votaran. Cada federaci¨®n ten¨ªa derecho a un voto, pero por cada una de ellas hab¨ªa tres representantes. Dado que es mucho m¨¢s f¨¢cil (y econ¨®mico) convencer a un miembro de cada delegaci¨®n que a los tres (los partidarios de Johansson hicieron correr el rumor de que Blatter bonificaba con 50.000 d¨®lares a los dubitativos que le apoyaran), y ya que la cuesti¨®n del voto p¨²blico hab¨ªa sido desestimada, los hombres del sueco pelearon para obtener al menos que a la cabina de votaci¨®n entraran los tres hombres (s¨®lo Noruega tiene presidente mujer) de cada delegaci¨®n, y no s¨®lo el presidente.
Imposible, evidentemente. Aceptarlo habr¨ªa sido como reconocer la existencia de almas veleidosas en cuerpos tan responsables. O como el representante peruano dijo con m¨¢s claridad: "Es insultante esa desconfianza". O como a?adi¨® el nicarag¨¹ense: "?C¨®mo puede pensarse que el m¨¦todo puede cambiar una decisi¨®n?".
En medio de tal ambiente de dignidades ofendidas y respuestas al estilo de excusatio non petita y eso, ni siquiera pudo votarse la petici¨®n de los pro Johansson. La entrada se la dio a Havelange, el amigo de los dictadores, su amigo peruano. "S¨®lo usted, se?or presidente, con su gran sentido democr¨¢tico, puede salvar la votaci¨®n", le dijo. Havelange r¨¢pidamente asumi¨® la petici¨®n. Se votar¨ªa como ¨¦l, y su lectura particular de los estatutos, decidieran. Decidi¨® y dio comienzo el carnaval democr¨¢tico: cada presidente se levant¨® por riguroso orden democr¨¢tico, hizo sellar su papeleta amarilla, se encerr¨® a solas en una cabina y regres¨® a los pocos segundos para introducirla en una urna de madera azul. Johansson estaba condenado de antemano. Havelange, sonriente, hab¨ªa ganado su pen¨²ltima batalla.
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