Nuestro testigo
Jaime Salinas es uno de esos hombres que se dan poco en Espa?a y si se dan son malgastados
Yo no recuerdo la primera vez que hube de divisar a Jaime Salinas, pero por lo visto ¨¦l la recuerda muy bien: seg¨²n cuenta, fue a visitar a mis padres en nuestra casa de Wellesley, Massachusetts, en compa?¨ªa de los suyos tal vez, en 1951. Vio a dos ni?os de corta edad -casi cuatro y dos a?os, respectivamente- sujetos a un ¨¢rbol del jard¨ªn por largas correas que no les imped¨ªan jugar ni moverse, pero s¨ª escapar y salir corriendo, atravesar la calle y ser arrollados por alg¨²n Chevrolet. Eran mis hermanos Miguel y Fernando, en aquel curso pasado en Nueva Inglaterra. Luego Salinas mir¨® hacia arriba, hacia el segundo piso de la casa prestada por el poeta Guill¨¦n, y desde la ventana, mi madre mostr¨® a un beb¨¦ de uno o dos meses con aspecto ya -pero s¨®lo temporalmente- americano, por lo que Jaime Salinas se ha referido a m¨ª a veces como al american baby por cuya causa, sin duda, mis hermanos estaban prisioneros y que no debi¨® de hacerle maldito caso desde sus alturas inarticuladas. Salinas tendr¨ªa por entonces veintipocos a?os, y la verdad es que me cuesta imaginarlo en su juventud, pues desde que lo divis¨¦ de veras no ha cambiado absolutamente nada y siempre ha parecido un interesant¨ªsimo hombre maduro de edad indefinida, nacionalidad indefinida, lengua indefinida y definida personalidad disfrazada de indefinici¨®n. Uno de esos hombres que se dan poco en Espa?a y si se dan son malgastados, y que llevan consigo un aroma de exilio decente, un titubeo deliberado -como para no molestar con ning¨²n aplomo- y un largo poso de civilizaci¨®n. Jaime Salinas lleva, en suma, el sello de la Segunda Rep¨²blica, lo cual significa que apenas si lleva sello, de tan tenue que ¨¦se en concreto ha llegado a ser.Al principio puede parecer alguien serio y que amaga rigor, tan discretos y educados resultan sus modales en un pa¨ªs de campechan¨ªas y confianzas r¨¢pidas; pero uno descubre enseguida que m¨¢s bien se trata de un gran guas¨®n dispuesto a disfrutar de su papel de ?tito Jaime?, como lo llamamos muchos escritores amigos suyos de mi generaci¨®n y aun algunos de la suya, como Juan Benet y Juan Garc¨ªa Hortelano. Recuerdo que cuando yo aparec¨ª en su mundo con mi primera novela, escrita a los 18 a?os (o bien reaparec¨ª tras mi desde?oso comportamiento desde la ventana de Wellesley), caus¨¦ involuntariamente un leve desconcierto entre aquellos tres amigos mayores, Jaime y los dos Juanes, que se consideraban ?t¨ªos? de Az¨²a, Gimferrer, Panero o Molina Foix y hab¨ªan aceptado ser ?abuelos? de Ana Mar¨ªa Moix, algo m¨¢s joven o desprotegida que ¨¦stos. ?Pero si La Nena es la nieta?, objet¨® al parecer Jaime Salinas, ??entonces el joven Mar¨ªas qu¨¦ es, m¨¢s peque?o a¨²n?? ?El perro?, contest¨® Garc¨ªa Hortelano sin vacilaci¨®n, ?Javier es el perro?. De modo que ¨¦se fue mi tercer apodo para Jaime Salinas, y menos mal que yo no estaba atado al ¨¢rbol en el oto?o de 1951, o habr¨ªamos visto en ello predestinaci¨®n. Salinas ten¨ªa a gala preguntar por las notas que los sobrinos, la nieta y hasta el perro sac¨¢bamos en la Universidad y rega?arnos si era preciso: ?El perro dice que va a dejar los estudios; hay que convencerlo de que no sea loco?, pod¨ªa comunicarle un d¨ªa muy serio a don Juan Benet, quien, desmemoriado como era o fing¨ªa ser a menudo, re?¨ªa a su vez a Salinas: ??Qu¨¦ perro? ?Qu¨¦ estudios? Me est¨¢s hablando de un perro que estudia, Jaime, de un perro loco que estudia, no s¨¦ si te das cuenta de lo que has dicho?. Como en todas las familias reales o ficticias, los miembros murieron o se dispersaron, y Jaime Salinas, quiz¨¢ el m¨¢s respetado, es hoy el ¨²nico aglutinador verdadero de aquellos tiempos, aunque ahora controle s¨®lo a distancia. Para los m¨¢s j¨®venes es adem¨¢s ?nuestro testigo?, aqu¨¦l que podr¨ªa contar nuestra historia casi desde el principio, literaria como personal.
Era el m¨¢s respetado no s¨®lo por su car¨¢cter sobrio y amable, nada histri¨®nico y a la vez zumb¨®n, sino porque era editor. Alguien -se supon¨ªa- responsable, que iba todas las ma?anas a una oficina y daba ¨®rdenes a sus empleados, en verdad un arcano para el grupo de rastacueros que form¨¢bamos los dem¨¢s. En realidad fue la primera imagen de editor que yo tuve, y as¨ª he andado despu¨¦s de enga?ado, sin querer darme cuenta de que si era ¨²nico como individuo, tambi¨¦n en su profesi¨®n resultaba de lo m¨¢s singular. A diferencia de bastantes editores actuales, Salinas supo siempre que el protagonismo no deb¨ªa ser suyo y que, como los antiguos banqueros o ricos en general, era muy preferible mover los hilos desde la penumbra y sin ser notado, ser tan s¨®lo un elegante mediador. Aparte de su labor fundamental en la Seix Barral que no era s¨®lo Carlos Barral y de su empuje al frente de la primera colecci¨®n de bolsillo influyente de este pa¨ªs, la de Alianza Editorial, yo lo he visto acometer uno de los proyectos m¨¢s ambiciosos, generosos, arriesgados y pacientes de la edici¨®n espa?ola, pensando siempre a largo plazo, en los lectores futuros y no s¨®lo en los muy nerviosos que van a saltos de superflua novedad en novedad. Con su amigo Claudio Guill¨¦n -otro aroma de exiliado, y sin aprovechar- fund¨® la mejor colecci¨®n de cl¨¢sicos de que aqu¨ª haya memoria, y pronto -si no ya- esos Alfaguaras encuadernados en tela de Ausi¨¤s March y Diderot, Leopardi y Kant, Newton y Sterne, se convertir¨¢n en vol¨²menes rastreados por los coleccionistas como joyas raras. Y, asimismo, emprendi¨® la tarea de dar a conocer a Thomas Bernhard y a Robert Walser, a Mandelstam y a Biely y a Bessa Luis y a Mill¨¢s, y a tantos otros contempor¨¢neos que hoy parecen imprescindibles, o al menos lo son para m¨ª.
Salinas ha fingido siempre saber poco de literatura, tambi¨¦n a diferencia de algunos de sus colegas, que justamente fingen lo contrario y encima lo fingen mal. Nunca le he o¨ªdo emitir un juicio rotundo sobre una obra, aunque de ¨¦l dependiera que se publicase o no y su criterio fuera a ser decisivo. Ese criterio, que sin duda existe, lo ha guardado pudorosamente de los ojos y o¨ªdos de los dem¨¢s, como si le pareciera de mal gusto -otro contraste- hacer prevalecer o exhibir o hasta expresar su opini¨®n obligadamente subjetiva, como todas las dem¨¢s. Es un hombre que ha sabido delegar, y en la elecci¨®n de sus delegados ha residido una de sus mayores virtudes: sab¨ªa reconocer y se?alar a los mejores en cada campo, a los m¨¢s informados o persuasivos, los escuchaba y obraba en consecuencia, no siempre atendiendo a sus consejos al pie de la letra, todo editor que delega sabe tambi¨¦n que su fe no ha de ser incondicional. Salinas es una clase de editor que apenas existe, pero no s¨®lo porque los tiempos hayan cambiado, sino porque seguramente la suya es una clase que apenas existi¨® jam¨¢s. No es que sea de otra ¨¦poca, sino que la suya empez¨® y acab¨® con ¨¦l.
Yo tengo la impresi¨®n de que a veces le gusta o divierte hacerse pasar por un neur¨®tico salido a medias de Dostoievski y a medias de Scott Fitzgerald, por improbable que resulte la mezcla. Con un vaso de whisky prohibido por los m¨¦dicos en una mano y a menudo un cigarrillo o purito prohibidos en la otra, Salinas es capaz de mantener los mejores di¨¢logos entrecortados que yo haya escuchado jam¨¢s, incluidos los del cine con Marlon Brando, James Dean y Montgomery Clift: con estudiados titubeos, dram¨¢ticos carraspeos, silencios inesperados y muletillas de su invenci¨®n (?como t¨² comprender¨¢s? es ya un cl¨¢sico de sus imitaciones), Jaime Salinas quiere hacernos creer que no est¨¢ del todo instalado ni c¨®modo en ninguna de sus tres lenguas, el ingl¨¦s de su infancia, el franc¨¦s de su madre y el espa?ol de su vida adulta. Las tres, sin embargo, las habla tan perfectamente que hasta se permite mostrarse teatral en ellas.
No le falta el enigma de las personas extremadamente educadas y uno tiene la sensaci¨®n de que m¨¢s que ocultar prefiere callar, por pudor y por inseguridad acerca del inter¨¦s que para los dem¨¢s pudieran encerrar sus an¨¦cdotas y su pasado. Hace no mucho me qued¨¦ perplejo cuando descubr¨ª que, con el nombre de Jimmy Salinas, se cont¨® entre los primeros cuatro aliados -aunque no soldado, sirvi¨® en las ambulancias del American Field Service en calidad de paisano uniformado- que cruzaron las l¨ªneas alemanas tras el desembarco, durante la Segunda Guerra Mundial. ?l asegura que fue inadvertidamente, cuatro amigos de paseo en un jeep, pero lo cierto es que el hecho consta en la letra peque?a de los libros de historia. Rara vez habla de s¨ª mimo, ni de aquel voluntario Jimmy ni del hijo del poeta ni del hombre que pasa sus veranos en Islandia desde hace mil a?os ni del editor inventivo y reputado que fue hasta que lo jubilaron; ni tampoco de los escritores mejores que conoci¨® y edit¨®, quiz¨¢ porque es una de las cada vez m¨¢s escasas personas del oficio que todav¨ªa sienten respeto por su materia prima, los autores, y no logran verlos como mercanc¨ªa ni como condecoraciones. Est¨¢ escribiendo unas memorias, ser¨¢n por fuerza las de un enigma.
Su nariz algo ganchuda y su limp¨ªsima calva dominan su rostro; o quiz¨¢ no; quiz¨¢ sea la sonrisa t¨ªmida y frecuente y c¨¢lida, un poco de americano cosmopolita de Nueva Inglaterra que se siente de visita siempre, lo que predomina en medio de su envidiable y sempiterno excelente color. Seguro que con esa misma sonrisa juvenil y afable salud¨® desde el jard¨ªn de Wellesley al american baby izado que, seg¨²n parece y seg¨²n dicen los nombres, es el mismo que le escribe ahora esta semblanza.
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