El centauro de Orce
A. R. ALMOD?VAR No lo puedo remediar. Me gustan con delirio las noticias del subsuelo. Todo lo que emerge de la oscuridad del tiempo me sobrecoge, me invalida. Pero lo mismo me sucede con las informaciones que llegan del cosmos. Y el verano, no s¨¦ por qu¨¦, es pr¨®digo en unas y otras. Debe ser figuraci¨®n, o alguna ley compensatoria de las que gobiernan secretamente el caos. La misma que vuelve semejantes el min¨²sculo interior de la materia y el universo estelar, por poner un ejemplo que parece an¨¢logo. O ser¨¢n espejismos del deseo, met¨¢foras cient¨ªficas, qui¨¦n sabe. El psiquiatra Jacques Lacan, al final de sus confusas pero imprescindibles hip¨®tesis, se abraz¨® cual n¨¢ufrago al vertiginoso desorden de la poes¨ªa. No es mal consuelo. Se anuncia que el Instituto de Sabadell nos devolver¨¢ este mes los siete mil f¨®siles de Orce. ?Recuerdan? Hombre o caballo. Fue una disyuntiva radical, imperfectamente esclarecida, y despiadada. Menudo revuelo se arm¨® en torno a un fragmento craneal de hace mill¨®n y medio de a?os. ?Ser¨ªan andaluces los primitivos hombres de Europa? ?Anteriores incluso a los vascos? La duda tel¨²rica, que debe andar muy cerca de la mismidad, nos qued¨® inoculada. Y mucho me temo que ni la paleontolog¨ªa ni la paleolog¨ªa puedan ya redimirnos. Es demasiado s¨®lida la alternativa. Tesis y ant¨ªtesis. Tanto, que no cabe sino apelar a la s¨ªntesis mitopo¨¦tica. Probablemente -ya lo habr¨¢n adivinado-es que se trat¨® de un centauro. El Centauro de Orce. No se burlen, por favor. Repasemos serenamente algunas premisas. Hab¨ªamos constatado que las noticias del subsuelo y las del firmamento suelen ir de la mano. No sabemos por qu¨¦, pero sucede. Basta con leer los peri¨®dicos en ¨¦poca estival. Por otro lado, las grandes im¨¢genes no hacen sino reflejar intuiciones primordiales de la especie humana. As¨ª, la mitolog¨ªa cl¨¢sica, como derivada del folclore o poes¨ªa colectiva, proyect¨® en el cielo la imagen del Centauro Quir¨®n, o Sagitario, aquel semibruto de cuerpo, pero semidi¨®s de esp¨ªritu, que fue educador de pr¨ªncipes; entre ellos, Jas¨®n, seg¨²n el mandato de Apolo y de Atenea, la armon¨ªa y el saber. Por alguna raz¨®n tambi¨¦n desconocida, H¨¦rcules, que en un principio acompa?¨® a Jas¨®n en su periplo mediterr¨¢neo por causa del vellocino de oro, abandon¨® esta empresa para entregarse a otras quiz¨¢s m¨¢s urgentes. Una de ellas, venir a este extremo del mundo, abrir la tierra y fundar una nueva cultura. Pero quiere la leyenda que, en otro de sus trabajos, hiri¨® con una de sus flechas, accidentalmente, al Centauro Quir¨®n. Y que la sangre que manaba de la herida era filtro de amor infalible. En su busca, y por la fama que alcanz¨® entre los otros malheridos, los de Eros, vinieron de todas partes. Y se sinti¨® el pobre y sangrante centauro tan acosado, tan teniendo que ocultarse, fugitivo de aquellos desesperados del deseo, que vino a esconderse a la misma tierra reci¨¦n descubierta por H¨¦rcules, que le aconsej¨®. Aqu¨ª, al fin, entreg¨® su alma equ¨ªvoca a los dioses, tras renunciar a la inmortalidad. Pero Zeus, compadecido de ¨¦l, mand¨® su imagen al firmamento y lo convirti¨® en eterno pastor de estrellas.
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