Ninguna eternidad como la m¨ªa
Tras la ¨²ltima palabra de su conjuro, Isabel dio una vuelta sobre s¨ª misma y extendi¨® una larga caravana frente a su mecedora.Javier Corzas hab¨ªa o¨ªdo su juramento como quien oye un desvar¨ªo y la quiso besar sin m¨¢s pre¨¢mbulo. Las mujeres encuentran asideros en todas partes, pens¨®, pero no dijo una palabra. Isabel se hab¨ªa enderezado y ¨¦l la tom¨® de la cintura y se puso a besarla en mitad del parque oscureciendo. Ella tampoco dijo nada. Se limit¨® a iniciar el cumplimiento de sus compromisos con el ensalmo.
Esa noche volvi¨® muy tarde a la casa de do?a Prudencia. Cruz¨® de puntas el sal¨®n de la entrada y cuando empezaba a subir la escalera oy¨® su voz saliendo del comedor:
-?C¨®mo te fue mi querido ¨¢ngel de la noche? -Me fue y me vino -respondi¨® Isabel soltando la risa m¨¢s permisiva de cuantas se hab¨ªan soltado en esa casa.
Resumen de lo publicado : Isabel Arango, hija de emigrantes asturianos, deja su pueblo a los 17 a?os para estudiar danza en la capital mexicana
Tres a?os despu¨¦s, conoce al poeta Javier Corzas, quien queda prendado con su baile. Ella acepta una cita, en la que ambos beben y conversan hasta creer que se conocen desde siempre. En una tienda de objetos extra?os, Isabel compra una mecedora y le cuenta a Javier la historia de otra mecedora, la de su bisabuela asturiana.
-Diablo de criatura, ten cuidado con tu entrepierna. -Justo siento como estrellas ah¨ª en medio.
-Conozco ese s¨ªntoma y es m¨¢s peligroso que los deseos de castidad -dijo do?a Prudencia persign¨¢ndo-se-. Te recuerdo que est¨¢s aqu¨ª para ser bailarina. No vayas a terminar con una panza como la de tu amiga Esther.
-Pobre Esther, no hizo m¨¢s que enamorarse -dijo Isabel.
-Sin don, ni tino, ni cuidados -sentenci¨® do?a Prudencia-. Y en esto del amor hay que usar la cabeza tanto como la entrepierna. Ven aqu¨ª que te doy unos consejos -dijo, quitando del sill¨®n la ropa que remendaba y abriendo un lugar para que la muchacha se acomodara junto a ella. Hablaron hasta que la luz del amanecer encegueci¨® sus ojos desvelados y luego se quedaron dormidas una contra la otra. El d¨ªa las despert¨® dos horas despu¨¦s. Isabel brinc¨® a ba?arse y sali¨® corriendo rumbo a su primera clase. Bail¨® toda la ma?ana, ensimismada y misteriosa, provocando la curiosidad de Pablito que en el descanso de la primera hora se atrevi¨® por fin a pedirle que se lo contara todo por favor.
-Todav¨ªa no tengo mucho que contar.
-No inventes -pidi¨® Pablito-. Te lo ruego, d¨¦jame vivir de prestado, cu¨¦ntame una historia de amor. ?No ves que me est¨¢ secando el abandono?
-Te puedo contar el pre¨¢mbulo de una historia. No s¨¦ otra cosa.
-Claro que sabes. ?Qu¨¦ presientes?
-La gloria, pero sin paz -dijo Isabel.
-Mientras no te dejen -suspir¨® Pablito. Respiraba por la herida de un imprevisto viaje de su novio rumbo a Italia, dizque a estudiar, pero por todos sabido que siguiendo el derrotero de un ni?o rico que se lo llev¨® a ver museos para besarlo bajo la luz de otras lunas.
-Mejor que se haya ido ese cabr¨®n mentiroso. Tan horrible que bailaba, tan feo aliento que ten¨ªa -le dijo Isabel para distraerlo.
-?Te parece que ten¨ªa feo aliento?-pregunt¨® Pablito a quien la falta de higiene lo horrorizaba como pocas cosas.
-Aliento de sapo -dijo Isabel, yendo hacia las barras porque iniciaba la siguiente clase.
-D¨ªscola. No me contaste nada -se quej¨® Pablito.
-Cuando haya que contar te cuento -prometi¨® Isabel.
Los meses que siguieron, la vida fue generosa para todos. Isabel dej¨® que Javier Corzas le tomara la existencia, y Pablito escuch¨® entre clase y clase toda suerte de milagros amorosos.
Al principio cada descanso estaba lleno de an¨¦cdotas en torno al color de la luz que hab¨ªa una tarde y lo frondoso de un ahuehuete en Chapultepec, hasta que el mundo de Isabel se ilumin¨® como ning¨²n otro y Pablo consigui¨® llegar cerca del pen¨²ltimo recoveco de sus emociones para enterarse de c¨®mo iban creciendo y complic¨¢ndose. -?De verdad te besa ah¨ª? -Y tambi¨¦n aqu¨ª -dec¨ªa ella se?alando lugares m¨¢s escondidos. -Me das envidia. -Yo tambi¨¦n me doy envidia -dec¨ªa ella abriendo una risa de cometa. Unas vacaciones Isabel arrastr¨® a Corzas hasta su puerto a conocer a los Arango y a su mar. Como las cartas de su hija llegaban cada d¨ªa m¨¢s llenas de Javier el poeta, cuando los Arango lo vieron aparecer con Isabel y la compa?¨ªa de Prudencia Migoya en calidad de vigilante del recato, ellos lo recibieron con la calidez conversadora que alegraba sus d¨ªas. Los hermanos de Isabel se hab¨ªan casado como era debido y la casa frente a la estaci¨®n del tren ten¨ªa rec¨¢maras de sobra para las visitas. Corzas y do?a Prudencia quedaron cada uno en un cuarto. Isabel volvi¨® al que nunca dej¨® de ser suyo. Ah¨ª recib¨ªa todas las noches la visita clandestina y por lo mismo m¨¢s desatada que nunca de Javier Corzas y sus manos, su quimera.
Durante el d¨ªa, el mar luci¨® sus mejores brillos y el cielo no dej¨® cruzar una nube por su impasible azul. En las ma?anas, Prudencia Migoya se sentaba en la tienda a conversar con los Arango hasta la hora de la comida, mientras Corzas y su borrachita caminaban la playa para extenuarla, asole¨¢ndose como iguanas o perdidos entre olas con las que jugaban abrazados incluso cuando alguna los revolcaba.
-La pr¨®xima vez que veamos venir una muy alta, no me sueltes -le pidi¨® Isabel.
-No seas loca. Nos ahoga. No se puede nadar uno sobre otro -dijo Corzas.
-Todo se puede uno con otro. Anda -pidi¨® ella- que nos maltrate lo que nos maltrate, pero que no logre separarnos. -Nos va a lastimar -dijo ¨¦l.
-Nada nos puede lastimar -con-test¨® ella neg¨¢ndose a soltarlo cuando la ola lleg¨® inmensa y los arrastr¨® como si fueran caracolas, llev¨¢ndolos hasta la orilla entre golpes y raspones.
Con una felicidad de pez, Isabel se ri¨® del susto en los ojos de Corzas.
-Ven aqu¨ª que te lamo la sal de los rasgu?os -le dijo.
-Te puedes quedar sin piernas, borrachita -sermone¨® Corzas acarici¨¢ndole la cabeza llena de arena.
-Pero no sin las tuyas -dijo Isabel y se puso a lamerle un rasp¨®n en el hombro.
Volvieron a M¨¦xico tras una semana de amores en la sal, todav¨ªa m¨¢s puestos uno en el otro que al principio. Y la ciudad los cobij¨® con sus largos d¨ªas de verano lluvioso.
-La tarde est¨¢ entrada en sexo -dec¨ªa Corzas cuando iba por ella a la academia. Y como si no hubiera bailado toda la ma?ana, Isabel se desnudaba para una danza de prodigios y desvar¨ªos que duraba hasta muy entrada la noche. Despu¨¦s caminaban desde la calle de Artes hasta la casa de Prudencia Migoya y la entreten¨ªan con la ostentaci¨®n de sus mutuas devociones y con el recuento de sus varias esperanzas. Entre besos y mimos que a Prudencia le provocaban m¨¢s hilaridad y remembranzas que pudor, le iban contando las ¨²ltimas noticias mientras la acompa?aban a beber su agua de tila. Javier Corzas escribi¨® los ¨²nicos poemas alegres de su vida y un editor arriesgado quiso public¨¢rselos. En la academia de danza hab¨ªa un revuelo porque Madame Giron, que cada vez era m¨¢s vieja y m¨¢s sabia, decidi¨® ir deshaci¨¦ndose de sus ahorros y gastaba en preparar una funci¨®n de gala, condescend¨ªa con Pablito y dos muchachas que siempre le pagaban tarde y promet¨ªa un viaje para aquel de sus alumnos que demostrara ser el mejor.
-T¨² lo vas a ganar -quiso intuir Prudencia Migoya cuando Isabel cont¨® el asunto.
-Yo no voy ni a buscarlo. Estoy feliz aqu¨ª, tengo todo por aprender, todo por bailar y mucho que besar a mi alrededor -dijo acercando su boca a la sonrisa con que la escuchaba Javier Corzas.
-Isabel, ni?a, t¨² sigues teniendo avidez de virgen -opin¨® Prudencia Migoya-. Que la vida te la guarde. No hay como desear lo que se tiene a la mano.
-Y al rev¨¦s -contest¨® Isabel-. No hay como tener a la mano lo que se desea. ?yelo bien Corzas, "por ti contar¨ªa la arena del mar" -cant¨® abraz¨¢ndolo como si acabara de encontr¨¢rselo.
Ma?ana, quinto cap¨ªtulo
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