Magritte
D?AS EXTRA?OSRAM?N DE ESPA?A A veces el paso del tiempo gasta malas pasadas a algunos creadores. F¨ªjense en Ren¨¦ Magritte, del que la Fundaci¨® Mir¨® acaba de inaugurar una de esas magnas retrospectivas con las que se sacude c¨ªclicamente su letargo institucional. El hombre cre¨ªa ser un artista inquietante y renovador, pero ahora resulta que la sociedad lo encuentra agradablemente decorativo. Yo dir¨ªa, incluso, que est¨¢ a punto de caerle encima el adjetivo entra?able, como si sus cuadros de se?ores con bomb¨ªn resultaran tan monos como esas felicitaciones navide?as de Ferr¨¢ndiz pobladas por alegres pastorcillos y rollizas zagalas. Hubo una ¨¦poca, que yo a¨²n recuerdo, en que los cuadros de Magritte resultaban inquietantes. Pero eso fue antes de que se convirtieran en carne de p¨®ster, de portada de libro o de postal; antes de que el hombre del bomb¨ªn deviniera un icono tan popular como Mickey Mouse. Me dir¨¢n ustedes: ?acaso la popularizaci¨®n de la obra de Magritte ha de ir en detrimento del respeto que merece? No, en teor¨ªa no. Pero, como sucede con todo artista cuya obra se ha visto reproducida hasta la saciedad, Magritte es un pintor que decepciona cuando por fin se enfrenta uno a sus originales. Es lo que me sucedi¨® hace un mont¨®n de a?os, en la Tate Gallery londinense, con sendas retrospectivas de Magritte y Dal¨ª. O con la exposici¨®n que la Mir¨® dedic¨® a Andy Warhol hace bastante menos tiempo. Todos esos cuadros que has visto impresos en libros o en revistas a lo largo de los a?os han acabado por convertirse en parte de una decoraci¨®n visual con la que est¨¢s terriblemente familiarizado. Cuando por fin los ves, han dejado de ser obras de arte para convertirse en algo muy parecido a un mobiliario intelectual. Con lo cual, del mismo modo que pasas el dedo por el piano para ver si hay polvo o aprecias un muelle a punto de salirse del sof¨¢, no paras de encontrarles pegas a esas im¨¢genes que, hace mucho tiempo, en las p¨¢ginas de un cat¨¢logo, en la portada de un libro o en una postal del quiosco del Beaubourg, te fascinaron. Recuerdo mis peregrinaciones de hace a?os por la Tate Gallery como excursiones por barrios de los que me hubieran hablado muy bien y que al natural me decepcionaran. El mal gusto daliniano brilla con luz propia en vivo y en directo. La supuesta provocaci¨®n de Magritte, su supuesto ingenio, se convierten r¨¢pidamente en un amasijo de chistes f¨¢ciles en cuanto llevas vistos cinco cuadros de se?ores con bomb¨ªn u horrores como esos pies con cordones o ese cuadrito de una madre con cara de ni?o y un ni?o con cara de madre... A fin de cuentas, quiz¨¢ Magritte y Ferr¨¢ndiz s¨ª tengan muchas cosas en com¨²n. Y lo m¨¢s triste del asunto es que se pueda llegar al mismo callej¨®n sin salida est¨¦tico, el decorativismo, partiendo de dos premisas te¨®ricamente opuestas: querer revolucionar el mundo del arte y acabar convertido en un adorno resulta terrible. De todas maneras, no todo el mundo es derrotado por la utilizaci¨®n excesiva y decorativista de su obra. Pensemos en Edward Hopper. Todos hemos visto reproducido, plagiado y homenajeado su Nighthawks un mont¨®n de veces, pero cuando nos hemos enfrentado a ese cuadro en directo la emoci¨®n segu¨ªa estando all¨ª, en el lienzo, a nuestra disposici¨®n. Lo mismo sucede con estetas de la fealdad como Francis Bacon o Lucian Freud: por mucho que se les reproduzca, por mucho que se les pretenda decorativizar, cuando por fin ves sus cuadros colgados en una pared sientes algo que no te dan ni Warhol, ni Dal¨ª ni Magritte: una sensaci¨®n de verdad, de haberse dejado el alma en el lienzo, de haber conseguido escapar a la provocaci¨®n admisible, de no servir para decorar saloncitos burgueses... De haber sabido, en suma, salir vivos del traicionero mundo del arte.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.