Dos turistas de invierno
JUSTO NAVARRO All¨ª estaba yo, bajo el cielo escondido detr¨¢s de los ¨¢rboles, y entre las hojas ca¨ªa luz pulverizada, corporizada, luz palpable que volaba de los casta?os. Pas¨¦ las ruinas de la Puerta de Bib-Rambla, puerta sin casa, extirpada y mellada, fantasmal en la espesura del bosque, pesada de sombras, ingr¨¢vida de luz hecha de sombras entretejidas, y volv¨ª a mirar atr¨¢s, con el presentimiento de ser seguido, aunque los pasos que o¨ªa eran mis pasos. Y apareci¨® la puerta de las Granadas, y la luz de la Cuesta de Gom¨¦rez m¨¢s all¨¢ de los tres arcos, y el rojo y el ocre y amianto de las casas vivas y las tiendas de souvenirs. Rebot¨® el sol en la carrocer¨ªa de un taxi que cruz¨® el arco central, y atraves¨¦ la Puerta de las Granadas y sal¨ª del bosque. Y entonces el microb¨²s rojo, Servicio Alhambra-Albayc¨ªn, sube la Cuesta de Gom¨¦rez, y el ruido del motor me saca de mis profundidades: me hab¨ªa perdido en m¨ª y, con el ruido del motor, vuelvo al mediod¨ªa de diciembre. Miro a los turistas que miran desde el microb¨²s Alhambra-Albayc¨ªn, ojos japoneses y ojos n¨®rdicos que no volver¨¦ a ver salvo cuando cierre los ojos y vea cabelleras rubias y negras, monstruos construidos con tres caras mezcladas en el paso r¨¢pido del microb¨²s, mujeres s¨®lo m¨ªas, inventadas por m¨ª, unos labios, unos ojos, una boca, un brazo y una mano aferrada a la barra del autob¨²s, la forma de una oreja pegada al cristal de la ventana, la cabeza apoyada, cansada, de viajera que ha llegado de muy lejos y ya ha desaparecido en el espacio y en el tiempo. Desaparece el autob¨²s por la Puerta de las Granadas, y desaparece la Puerta, y oigo el motor a mi espalda, y veo el microb¨²s que baja la Cuesta de Gom¨¦rez, y entonces la mano me empuja, me empuj¨® o fue un pu?etazo, y ca¨ª, no ca¨ª, no llegu¨¦ a caer, di un traspi¨¦, cuesta abajo, me agarr¨¦ a una papelera, al expositor de postales de la tienda de souvenirs, y el microb¨²s pas¨®, no hubiera podido frenar el microb¨²s: si llego a caer, me hubiera aplastado. Aqu¨ª estoy, recogiendo los pedazos del mundo esparcidos a mi alrededor: postales de jardines, patios, miradores, torres de la Alhambra. Y me vuelvo, temblando: dos mujeres me sonre¨ªan, se hab¨ªan acercado sin que yo las viera ni oyera, me ayudaban a recoger los restos del mundo. ?Me hab¨ªan empujado? Llegas a Granada, visitas monumentos nazar¨ªes, empujas a un desconocido que apaciblemente pasea a dos metros de ti, porque se acerca un microb¨²s y con suerte caer¨¢ bajo las ruedas, y t¨² lo ves caer, y te vas, lejos, a 3.000 kil¨®metros de distancia, y recuerdas las vacaciones en Granada, ves las fotos de la Alhambra, diapositivas en una pared y una pel¨ªcula de v¨ªdeo, y de pronto te r¨ªes, porque has visto en la pantalla al fantasma del traje azul, ese que anda distra¨ªdo, como si no recordara ad¨®nde va o no fuera a ninguna parte, y tus amigos preguntan: ?De qu¨¦ os re¨ªs?, incomprensible vuestra risa, s¨®lo vuestra, como todas esas im¨¢genes que oblig¨¢is a ver a vuestros amigos. Ah, os est¨¢is acordando de aquella broma: ?Te acuerdas del idiota que matamos en Granada? En la cuesta de la Alhambra, s¨ª, bast¨® un empuj¨®n, fuiste t¨², siempre has sido m¨¢s fuerte y m¨¢s alegre que yo.
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