Mercado de invierno
Bajo el influjo de la tormenta financiera de Brasil, las monedas empezaron a bullir en la bolsa del f¨²tbol. A media semana, las cajas fuertes eran una olla a presi¨®n: los teletipos despachaban cientos de mensajes contradictorios, los intermediarios hac¨ªan juegos malabares con los tipos de cambio, y la necesidad de guardar las apariencias convert¨ªa a decenas de individuos pobres como ratas en s¨²bitos millonarios, inversionistas impacientes y despilfarradores peligrosos. La fiebre comercial provocaba sustos, desmayos, metamorfosis, transfiguraciones y otros efectos sorprendentes en la fauna de los directivos. As¨ª, en una asombrosa premonici¨®n del carnaval, algunos de los usureros m¨¢s recalcitrantes, gente capaz de pinchar un tal¨®n bancario con el pico de la corbata, se transformaron en fil¨¢ntropos dispuestos a tener un detalle con la sufrida afici¨®n.Al olor del dinero las pasiones se desbocaron. Una multitud de corredores, marchantes y comisionistas decididos a ofrecer a precio de saldo porteros voladores, carrileros de ida y vuelta y goleadores de toda garant¨ªa irrumpi¨® en los despachos y se dispuso a abrazar a los presidentes, a los consejeros delegados, a las secretarias desprevenidas, al surtidor de tabaco y a todo lo que sonase a calderilla. A eso de las diez de la noche, sobre el hervidero de tel¨¦fonos m¨®viles, el viento mercantil comenz¨® a levantar un enorme remolino de cheques al portador, pagar¨¦s de conveniencia, pr¨¦stamos de boquilla y rumores interesados sobre una repentina intervenci¨®n del Mil¨¢n. En mitad de aquel bochinche, cuando los plazos de inscripci¨®n de los fichajes de invierno estaban a punto de agotarse y los tesoreros de guardia ten¨ªan la mano dormida, varias noticias se cruzaban en los vest¨ªbulos del aeropuerto: mientras se esperaba a Jordi Cruyff en Vigo, a Etoo en Montju?c, a Filipescu en Sevilla, a Ognienovic en Concha Espina, a Amavisca en Santander, a Solari en Neptuno, a Baia en Oporto y a Ronaldo en la Luna, los hermanos De Boer, Frank y Ronald, sacaban pasajes a Barcelona.
La suerte estaba echada; sin tiempo para congeniar con los equipos renovados en septiembre, los aficionados tendr¨ªan que hacer otro desesperado ejercicio de identificaci¨®n. Por cent¨¦sima vez, el problema consistir¨ªa en distinguir a los amigos de los enemigos. Habr¨ªan de explorar las fisonom¨ªas m¨¢s extra?as, memorizar los nombres m¨¢s enrevesados, tratar a los tipos m¨¢s ex¨®ticos con una deferencia casi pagana y, por descontado, reconocer a holandeses, rumanos, croatas, gauchos, calabreses y montenegrinos con la misma desenvoltura sentimental que si fueran primos carnales.
Mientras no descubramos que pueden ser gente vulnerable, todos estaremos dispuestos a creer que son una reencarnaci¨®n tard¨ªa de la parentela de dioses griegos. Seg¨²n casos y destinos podr¨¢n parecernos los m¨¢s admirables o los m¨¢s odiosos: si se ponen nuestro disfraz favorito, es decir, el uniforme de nuestro equipo, los aceptaremos sin reservas como emisarios de la tribu; si cambian de camiseta, mercenarios al fin, volver¨¢n a ser la genuina representaci¨®n de nuestros viejos demonios familiares. Hoy, cuando queramos darnos cuenta, estaremos participando del doble v¨¦rtigo del ¨¦xito y la derrota. Comprobaremos de nuevo que la fortuna deportiva es un valor arbitrario, quiz¨¢ una mera visi¨®n del azar que nos preside, y luego, como en una repentina revelaci¨®n, sabremos si los chicos merec¨ªan un lugar en el sal¨®n de la fama o en la feria del mueble.
Hagan juego, muchachos.
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