Mi abuelo G. T. B.
Tengo entendido que no siempre fue igual, y que mucho antes de que yo naciera, en los tiempos duros de Madrid en los que s¨®lo se le reconoc¨ªa como cr¨ªtico teatral, era de temperamento melanc¨®lico y a menudo ca¨ªa en largos periodos de abatimiento que le hac¨ªan dudar no s¨®lo de la repercusi¨®n futura de su obra, sino tambi¨¦n de su talento como escritor. A pesar de eso era un padre cari?oso, que llevaba a sus hijos al teatro y al Museo del Prado casi todos los domingos, y que disfrutaba recit¨¢ndoles poemas del Romancero gitano, cant¨¢ndoles coplas y tangos, y narr¨¢ndoles cuentos que o bien inventaba para la ocasi¨®n, o bien recuperaba de su ni?ez. Pero tambi¨¦n s¨¦ que era algo mani¨¢tico y que en ocasiones pod¨ªa llegar, incluso, a ser tir¨¢nico. Cuando estaba en cerrado en su biblioteca no soportaba, por ejemplo, que se oyera el m¨¢s m¨ªnimo ruido en la casa, y todos los habitantes de ella (mi abuela, sus hijos y las dos mujeres de servicio) deb¨ªan hablar en susurros y caminar descalzos para no provocar su enfado. Aunque no cae bien con lo abundante que luego ha sido su obra, parece ser que le costaba escribir y que ten¨ªa cierta tendencia a la vaguer¨ªa; pues se val¨ªa de cualquier excusa para abandonar el trabajo, y con mucha frecuencia su familia descubr¨ªa, tras horas de obligado silencio en las que lo supon¨ªan en liza con un p¨¢rrafo o un cap¨ªtulo especialmente complicados, que en realidad no hab¨ªa hecho otra cosa que fumar a oscuras o, todo lo m¨¢s, confesar sus cuitas y temores a una inmensa grabadora que hab¨ªa tra¨ªdo de Par¨ªs.
Desde que yo guardo memoria era ya el novelista reconocido que es hoy, y, aun que su car¨¢cter segu¨ªa siendo melanc¨®lico, no lo conduc¨ªa al abatimiento. Se manifestaba, si acaso, en la humildad excesiva que lo caracterizaba y en el escepticismo un tanto socarr¨®n de que hac¨ªa gala ante el elogio ajeno. No s¨¦ si con sus hijos m¨¢s j¨®venes, nacidos de su segundo matrimonio, repetir¨ªa el autoritarismo exhibido con los mayores, y, como aqu¨¦llos, se ver¨ªan ¨¦stos obligados aguar dar un silencio conventual cuando trabajaba, pero lo cierto es que a mi, quiz¨¢ porque la leyenda sobre la permisividad de los abuelos con sus nietos es m¨¢s que un simple t¨®pico, no me recriminaba mis frecuentes incursiones en su biblioteca. Nunca dejaba de recibirme con alegr¨ªa, como si mi llegada fuera la oportunidad que hubiera estado esperando para abandonar la tarea que le hab¨ªa ocupado.
Hasta que perdi¨® la vista y tuvo que empezar a dictar, la biblioteca era el centro de su vida y pasaba en ella la mayor parte del d¨ªa. En las cuatro casas que le conoc¨ª, fue siempre un espacio amplio que conten¨ªa todo lo necesario para pasar las horas con la m¨¢xima comodidad: una mesa camilla para trabajar, un sill¨®n de orejas para dormir la siesta, un escritorio para los papeles y los objetos queridos, y dos sof¨¢s en los que recib¨ªa y se repantigaba a leer o a mirar al infinito. Cuando mi edad demasiado escasa hacia dif¨ªcil llamar mi atenci¨®n con el verdadero tesoro que guardaba en ella (los libros que cubr¨ªan las paredes), recurr¨ªa para entre tenerme a otros secretos. Era el momento en el que me llevaba a un lugar de la librer¨ªa y, de detr¨¢s de una fila de libros, sacaba un regalo imprevisto. Pod¨ªa ser el mapa de una isla caribe?a en la que, seg¨²n ¨¦l, hab¨ªa un tesoro, un viejo cuchillo o un cuerno de ciervo que hab¨ªa sido de su abuelo. Todo lo que me regalaba, o me permit¨ªa contemplar durante unos minutos con reverencia de secreto compartido, proced¨ªa siempre de escondites improvisados detr¨¢s de los libros. M¨¢s tarde, conforme fui creciendo, los tesoros hacia los que me dirig¨ªa pasaron a ser los mismos libros. Era el Tristram Shandy en una edici¨®n francesa que hab¨ªa heredado de su padre, las memorias de Saint-Simon o el Ulises de Joyce, que antes que en su edici¨®n convencional prefer¨ªa ense?arme en la facs¨ªmil que reproduc¨ªa los manuscritos y galeradas cien veces corregidas.
En los ¨²ltimos a?os, la biblioteca permanec¨ªa cerrada y pasaba la mayor parte del tiempo en el sal¨®n, donde dictaba los libros que sigui¨® escribiendo. Como si ese alejamiento de su antiguo santuario entra?ara otro alejamiento m¨¢s ¨ªntimo, nuestras conversaciones, que mayoritariamente versaban sobre literatura, fueron dirigi¨¦ndose cada vez m¨¢s hacia el pasado. Me hablaba de los muertos de la familia y en especial de su abuelo Eladio, un mallorqu¨ªn de barba decimon¨®nica y talante liberal en pol¨ªtica, al que admiraba sobremanera y con el que de peque?o hab¨ªa pasado innumerables tardes, acurrucado en la mesa de su despacho, oy¨¦ndolo hablar embelesado. Como yo a ¨¦l cuando me dejaba entrar en su biblioteca y descorr¨ªa los libros de su estanter¨ªa.
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