El hombre tranquilo
En la segunda mitad de este siglo, los nombres de Johann Sebastian Bach y Gustav Leonhardt han devenido en una comuni¨®n indisociable. Los asistentes al Auditorio Nacional debieron de sentirse, por tanto, desilusionados al comprobar en el programa de mano que el recital del clavecinista y organista holand¨¦s, que iba a centrarse monogr¨¢ficamente en la figura del m¨²sico alem¨¢n, hab¨ªa dado paso a una variopinta selecci¨®n de obras y compositores barrocos.A sus 70 a?os, Leonhardt ya no posee la plenitud f¨ªsica de sus mejores d¨ªas, m¨¢s a¨²n despu¨¦s de sufrir recientemente una delicada operaci¨®n en una de sus manos. Por eso opt¨® quiz¨¢ por un recital menos exigente desde el punto de vista t¨¦cnico en el que, sin embargo, volvi¨® a demostrar que conserva intacta su autoridad en un repertorio en el que no ha cesado de sentar c¨¢tedra desde que irrumpiera en la escena internacional. En el anta?o infalible instrumentista asoman ahora peque?os deslices aqu¨ª y all¨¢, pero en sus versiones el concepto sigue cobrando tal hondura y trascendencia que empeque?ece y arrincona estos detalles.
Gustav Leonhardt
Gustav Leonhardt (clave y ¨®rgano). Obras de L. Couperin, Correa de Arauxo, Froberger, J. S. Bach, Blasco de Nebra, D. Scarlatti y W. F. Bach. Auditorio Nacional. Madrid, 17 de febrero.
Simplemente ver tocar a Leonhardt tendr¨ªa que ser un ejercicio obligatorio para muchos int¨¦rpretes: su manera de colocarse ante el teclado, sus leves movimientos corporales o su concentraci¨®n lo dicen ya casi todo sobre su modo de tocar, en el que prima siempre lo esencial y en el que un todo coherente y perfectamente armado acoge una lenta sucesi¨®n de peque?as maravillas interpretativas. Leonhardt opera una y otra vez el milagro de construir un discurso musical de una l¨®gica f¨¦rrea que nos llega liberado de ataduras. Esto es s¨®lo posible si se logra desentra?ar el alma de la m¨²sica y si, como ¨¦l, puede moldearse y estirarse sutilmente el tempo a nuestro antojo sin caer en la excentricidad o en el capricho.
El recital se inici¨®, por ejemplo, con uno de los famosos preludios non mensur¨¦s de Louis Couperin, un leve esbozo de gui¨®n que demanda un actor de talento que llene de contenido unas frases s¨®lo sugeridas. Y se cerr¨® con tres polonesas de Wilhelm Friedemann Bach, unas fr¨¢giles miniaturas que requieren una traducci¨®n casi susurrada que extraiga, nota a nota, su inmenso caudal expresivo. Tras esa actitud apacible y enga?osamente inmutable, Leonhardt fue un derroche de fantas¨ªa en el primero y de sensibilidad en las segundas.
En algunos de sus viejos caballos de batalla, como la Lamentaci¨®n por la muerte de Fernando III de Froberger y tres piezas de Johann Sebastian Bach, qued¨® patente que su dominio y su capacidad de emocionar permanecen inalteradas. En el tiento de Correa, en cambio, su escasa familiaridad con la peculiar y compleja ret¨®rica del sevillano se tradujo en una versi¨®n algo deslavazada, una carencia compensada en las tres sonatas de Scarlatti, cuya m¨²sica alcanza siempre en sus manos el equilibrio perfecto entre profundidad y virtuosismo, o entre serenidad y agitaci¨®n, dicotom¨ªas ambas que el propio Leonhardt encarna a la perfecci¨®n.
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