Casa de Campo
Aparquemos hoy a los viejos. Cada lunes ¨²ltimo del mes, desde tiempo inmemorial -o sea, hace cuatro o seis a?os- se re¨²nen a cenar en Casa Currito una alegre banda de hombres adultos. Se reconocen como "amigos de la boina", y el ¨²nico rito, voluntario, consiste en encasquetarse la dicha prenda, caballeros cubiertos ante los manteles y desmanes ulteriores. ?gape del que est¨¢n, por ahora, excluidas las mujeres, lo que quiere decir que a¨²n no se lo han propuesto o quiz¨¢ le haya pasado inadvertido a Lidia Falc¨®n, por ejemplo. El peri¨®dico homenaje carece de connotaciones regionalistas. Abundan los vascos, eso s¨ª, pero los vascos abundan en todas partes, incluso en el Pa¨ªs Vasco. Se les distingue porque son los ¨²nicos a quienes sienta bien la boina.La digresi¨®n ha sido el punto de partida, bien agradable, y una localizaci¨®n geogr¨¢fica: la Casa de Campo. No poseo autom¨®vil, desde hace tiempo, lo que me supedita a la buena disposici¨®n de quien quiera devolverme al hogar, a deshoras. Doblada con largueza la media noche, pr¨®fugos de los cantos regionales encauzados por un acorde¨®n, emprendimos el regreso. Algo misterioso tiene este parque madrile?o que desorienta a quien no sea experto en sus vericuetos. Nos perdimos. Suena rid¨ªcula tal situaci¨®n, que no lo es tanto con el transcurrir de los minutos, dando vueltas para volver al mismo sitio, alumbrando paneles de se?alizaci¨®n que ninguno, absolutamente ninguno, indica algo parecido a "centro de la ciudad", "Parque del Oeste", "Palacio Real", "Puente de los Franceses","Prado del Rey" o de cualquier interesante informaci¨®n. Campeaban, exclusivamente, dos reclamos: "Telef¨¦rico" y "Parque de Atracciones", in¨²tiles ca¨ªda la oscuridad. Alguien deber¨ªa ocuparse de esto.
?ltimo lunes de mes, tard¨ªa fecha mensual y d¨ªa inicial de la semana, que no parec¨ªa corresponderse con la gran cantidad de autom¨®viles que circulaban despacio, taimadamente, en todas direcciones, am¨¦n de los que se adivinaban aparcados bajo las encinas, tras los setos, entre las jaras.
No es cuesti¨®n de escandalizarse, ni siquiera sorprenderse ante el considerable n¨²mero de seres humanos que festonean los caminos. Siete grados, en un term¨®metro urbano, a esas horas, parec¨ªan afectar poco a las figuras que se revelaban bajo los faros, tan someramente y estrafalariamente vestidas como para imaginarlas m¨¢s cercanas a la cabecera de una samba carnavalesca en R¨ªo de Janeiro que como profesionales del amor, si ¨¦se fuera el t¨¦rmino t¨¦cnico. Mi Virgilio motorizado empez¨® a mostrar impaciencia la tercera vez que avistamos la silueta gigantesca de una mujer, hombre o lo que fuese, de cuyos anchos hombros ca¨ªa una capa blanca, marco de un cuerpo exuberante, moreno, donde destacaba un tanga fosforescente, como una se?al de tr¨¢fico, que no era lo que busc¨¢bamos. Segu¨ªamos al autom¨®vil precedente, acuciados por los que ven¨ªan despu¨¦s, pero cada maniobra era una equivocaci¨®n.
En el ensanche de la carretera, un turismo flanqueado por dos personas, pertenecientes, sin duda, a los genuinos habitantes nocturnos del parque. Una acababa de abrir la portezuela derecha y la otra met¨ªa la cabeza por el lado del conductor, quiz¨¢s en la ceremonia del trato previo. Mi amigo tuvo una descabellada idea: "Pregunta a esas se?oritas c¨®mo diablos salimos de aqu¨ª". As¨ª lo hice, aun pensando que no era el gesto m¨¢s oportuno. La persona que ocupaba la posici¨®n de babor, gentilmente interpelada, se dirigi¨® a nosotros y respondi¨®, con palabras y acento extranjero, que las noches siguientes me despiertan, ba?ado en sudor fr¨ªo: "?Que c¨®mo se sale? ?A pie, imb¨¦cil!". Apenas tuve tiempo de subir el cristal y urgir la huida. Los ocupantes del coche ocultaban el rostro con las manos y todo tiene un aire furtivo, temeroso, y, al parecer, irresistible.
Perseguimos a un auto vac¨ªo -circulan algunos- que se detuvo en una recta iluminada, tras haberle lanzado r¨¢fagas de luz y golpes de claxon. Nos sac¨® de all¨ª, despu¨¦s de haber bajado la bandera y cobrarnos, bajo palabra, como si hubi¨¦ramos viajado a Cercedilla. Miramos el reloj: apenas hab¨ªan transcurrido 14 minutos, que parecieron interminables. ?Qu¨¦ confuso y equ¨ªvoco impulso puebla las peligrosas noches de la Casa de Campo? Mi curiosidad se limita a la pregunta.
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