Postal de Taormina JOAN DE SAGARRA
Odio el turismo de masas. "L"inferno turistico ¨¨ tra i peggiori perch¨¦ ti senti sepolto, impiramidato nella stupidit¨¤, e hai paura di essere dimenticato l¨¤ sotto, che nessuno venga a tirartene fuori", escribe Guido Ceronetti en Un viaggio in Italia (Torino, 1985). Y el turin¨¦s Ceronetti escribe sobre ese infierno tur¨ªstico desde Taormina. "E Taormina ¨¨ chiusa, di faticoso acceso; questo rafforza il panico: ne uscir¨° mai piu?", se pregunta el escritor turin¨¦s. "Per giorni, anni, secoli, uscir¨° dall"albergo per comprare il Times, la Welt, il Guardian, i francobolli e le cartoline, mangiare il gelato, mandare fiori a Zurigo, scrivere ad amici idioti saluti di questo paradiso?". Eso mismo me pregunto yo, desde Taormina, desde aquel para¨ªso convertido hoy en un infierno tur¨ªstico, mientras intento mandar esos "idioti saluti", esas 75 l¨ªneas de todos los domingos a mis amigos de Barcelona, de Catalu?a y de Mallorca. Y sin embargo, no puedo quejarme: la noche ha sido tranquila y m¨¢s bien agradable. He cenado en Maffeis unos espaguetis con erizos de mar, regados con una botella de Corvo blanco, y de postre -¨²ltimamente me he vuelto muy goloso- unos cannoli de crema. Me sirve un chico la mar de simp¨¢tico que dice llamarse Noemi, como la c¨¦lebre modelo. Noemi, como ya pueden figurarse, es homosexual y est¨¢ muy orgulloso y feliz de serlo. Luego me he acercado a la Piazza IX Aprile y he entrado en el Caff¨¨ Wunderbar a tomar una grappa. Est¨¢ vac¨ªo. Somos tan s¨®lo Sandro, el encargado; Enzo, al piano, y un servidor. Enzo, hijo de Taormina y notable pianista, me ha obsequiado con una versi¨®n un tanto azucarada de Moon river, lo que me ha llevado a recordar aquel verano de 1950 en que el Viejo, como le llamaban los chiquillos de Taormina, es decir, Andr¨¦ Gide, estaba sentado en la terraza del Wunderbar, con su botell¨ªn de agua salada, cubierto con su abrigo de lana negro, y Capote y Cocteau mariposeaban a su alrededor, atosig¨¢ndole, bes¨¢ndole las chupadas mejillas y las flacas manos, hasta el punto de que el Viejo, ligeramente cabreado, se dirigi¨® a Cocteau o a Capote -Sandro es quien me cont¨® la an¨¦cdota, a?os atr¨¢s- y le solt¨®: "Estate quieto de una vez, que me distraes el paisaje". El paisaje, una maravilla de paisaje, era la bah¨ªa de Naxos, esa misma bah¨ªa que ahora mismo, en la madrugada del s¨¢bado, contemplo yo desde la habitaci¨®n de mi hotel, y donde, no muy lejos, veo las luces de unas barcas que pescan el calamar. Al salir del Wunderbar me he ido a tomar la ¨²ltima copa al Mocambo, el local por antonomasia de la dolce vita taorminesa y siciliana, ya extinguida, engullida por el infierno tur¨ªstico. ?ramos cuatro gatos, pero entre esos cuatro gatos, en una mesita aislada vi a un caballero, un se?or mayor de barba blanca al que le temblaba la mano cada vez que se llevaba a los labios una taza de t¨¦ -o de tila, vaya usted a saber-, hablando con una mujer con cara de poca salud, una mujer con un precioso turbante de seda color fucsia. La pareja me era familiar, m¨¢s que familiar: ¨¦l era Erland Josephson, el gran actor sueco, el t¨ªo jud¨ªo de Fanny y Alexander, y ella era Pina Bausch, la divina Pina, la princesa ciega de E la nave va. Por un instante, aquella pareja parec¨ªa devolverle a Taormina, a la noche de Taormina, una dignidad, un encanto definitivamente perdidos. En el Mocambo tambi¨¦n hay un piano, pero aquella noche no hab¨ªa nadie que lo tocase, nadie a quien pedirle unas notas de Nino Rota para arropar aquella pareja de pel¨ªcula; pero s¨ª hab¨ªa una m¨²sica ambiental que se puso a vomitar aquello de "para bailar la bamba se necesita un poquito de gracia y...". Toda Taormina, incluido su paisaje -incluido el c¨¦lebre teatro griego y la bah¨ªa de Naxos; tan s¨®lo se salva el Etna, que sigue ah¨ª, fumando, majestuoso-, es un recuerdo, como un recuerdo se me antoja esa pareja, casi irreal, de Erland Josephson y Pina Bausch, en su mesita de Mocambo. Toda Taormina es un mundo perdido, engullido por el infierno tur¨ªstico. Ma?ana por la ma?ana ir¨¦ al mercado, a comprar un par de kilos de tomates, tomates de secano, del Pachino, como los llaman aqu¨ª; unos tomates deliciosos, que no los encuentro en Barcelona. Y cuando vaya al mercado y vea aquellos tomates, y aquellos pimientos, y aquellas berenjenas, y aquellos esp¨¢rragos silvestres, y esas naranjas dulces, de carne roja, pensar¨¦ en D. H. Lawrence, que le¨ªa a Verga en su casa de Taormina, "la casa del nespolo", como se la conoc¨ªa. Giovanni Verga, al que nadie lee ya en Taormina. Taormina, donde ya no queda ni un pu?etera librer¨ªa. La ¨²nica que hab¨ªa la han convertido en una tienda de comida para perros y gatos. Todo engullido por el infierno tur¨ªstico.
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