La merienda

JUVENAL SOTO Esa tarde de primavera la poes¨ªa merend¨® en el museo municipal, y yo compart¨ª con ella un caf¨¦ con leche y media torna de In¨¦s Rosales. Cogida del brazo de sus colegas, moviendo las caderas descaradas de su opulencia de hembra del sur, ech¨¢ndole gui?os de feria a los paseantes de mayo, ella -la poes¨ªa- tacone¨® el parque de M¨¢laga en direcci¨®n a la plaza del General Torrijos seguida por un tropel de admiradores que dejaron familia y hacienda en manos de parientes lejan¨ªsimos que bostezaban de angustia con una pregunta clavada en las asaduras de la incertidumbre: ?Vendr¨¢s cenado? Ya en el vest¨ªbulo del museo una bola de fot¨®grafos retrat¨® a los artistas, que, con las piernas ligeramente arqueadas y las pesta?as de punta, felicitaban a otros poetas a cuenta de los 14 ¨® 15 ¨²ltimos libros recibidos. Dedicatorias a parte, eran material de desecho puestos a secar bajo el sol negro de la melancol¨ªa; all¨ª el polvo del olvido cuando sopla mata, y los versos, con los calores de agosto y los vientos terrales de esta parte de la costa, se atejeringan y amojaman hasta terminar colgando en ristras de literatura espa?ola. Pruebe una tajadita de este Garc¨ªa Baena. ?Otro regocijo de P¨¦rez Estrada? ?De lo m¨¢s curado, s¨ª se?or! A m¨ª es que me pierde el material andaluz. Tres soberbias piezas de buena poes¨ªa espa?ola constitu¨ªan esa tarde el plato fuerte de una merendola cuyos manjares, sentados en primera fila del sal¨®n de actos, estaban siendo salpimentados ahora por un cr¨ªtico literario, pinche de cocina en la escuela de Las Camachas de C¨®rdoba y profesor universitario de aquella plaza. Contusos de verg¨¹enza ajena, los tres comestibles sonre¨ªan a los convidados al tiempo que tres manojos de folios trinchaban impacientes la pr¨®xima lectura selecta de sus poes¨ªas completas. El de Las Camachas de C¨®rdoba peror¨® sus postreros cucharones en la potajada a?eja objeto de su intervenci¨®n y, por fin, fueron rebanados los tres faisanes lectores. Un aroma suculento a verso de gran reserva enardec¨ªa los ¨¢nimos de los no tan j¨®venes vates de uno y otro sexo que se api?aban en torno a la mesa del buf¨¦, homenaje de repollo y poes¨ªa que esta ciudad tributaba al cocinero y fraile Emilio Prados. Tras a?os de hambruna, esa tarde el poeter¨ªo local mojaba barquitos de gusto en aquel guiso a tres salsas, verdadero plato estrella del mejor Lardy de la poes¨ªa. All¨ª, frente a sus fauces de in¨¦ditos y a sus mand¨ªbulas de analectos, un surtido de goller¨ªas era servido como vi¨¢tico para alumbrados: all¨ª la plata ebria de El ladr¨®n de atardeceres, all¨ª la ruina augusta de Antes que el tiempo acabe, all¨ª la vida como un junto en El mundo de M. V. Esa tarde de primavera la poes¨ªa merendaba en el museo municipal, y cuando los vates congregados para el banquete daban cuenta del forraje propio y de las hogazas de pan cateto que ciertos narradores escond¨ªan bajo su boina de Periana, uno de los faisanes enton¨® un verso, colof¨®n al arpegio de las viandas l¨ªricas, "...calcetines rojos, un peque?o taparrabos celeste...". La niebla devolvi¨® entonces, como un eco, tres notas del piano de Chopin. ?Cucha el parche!