El debate
Las campa?as electorales ya no son lo que eran. Hubo un tiempo en el que las caravanas de los partidos recorr¨ªan las calles de pueblos y ciudades voceando las excelencias de los candidatos a trav¨¦s de la ronca megafon¨ªa que instalaban encima de los veh¨ªculos. Hubo un tiempo en el que paseaban su imagen arrastrando en remolque los grandes cartelones, mientras desde el interior repart¨ªan los programas por doquier. Y hubo incluso un tiempo en el que la industria gr¨¢fica hac¨ªa su agosto al imprimir millones de octavillas y panfletos que eran lanzados a pu?ados hasta alfombrar las avenidas m¨¢s transitadas de la capital. En los primeros comicios de la democracia, los m¨ªtines constitu¨ªan todo un acontecimiento capaz de congregar a miles de personas para escuchar, aplaudir y jalear al pol¨ªtico de turno, que recib¨ªa un ba?o de multitudes para mayor gloria de su autoestima personal y la de quienes le arropaban. Todo eso suced¨ªa en aquellas campa?as ingenuas, donde el voluntarismo de la militancia entusiasta de camiseta, gorra y pegatina con los colores del partido, predominaba por encima de los profesionales del marketing electoral. Con la experiencia y el paso de los a?os, las caravanas fueron desapareciendo, la propaganda impresa ajust¨¢ndose a niveles m¨¢s razonables de cantidad en favor de la calidad, y el n¨²mero de m¨ªtines se redujo tambi¨¦n a los imprescindibles por entender que a ellos acud¨ªan s¨®lo los convencidos, y que su voto no merec¨ªa pelearlo porque ya estaba ganado. El fervor militante fue poco a poco perdiendo protagonismo, y los expertos en campa?as centraron todo su esfuerzo en los medios de comunicaci¨®n, escenario en el que se libraron las grandes batallas electorales. La m¨¢xima expresi¨®n de ese fen¨®meno son los debates, espacios de radio o televisi¨®n en los que los candidatos discuten su propuestas abiertamente con un moderador aceptado por las partes. Un juego limpio que permite a los ciudadanos contrastar las ofertas de cada uno y medir el fuste de los pol¨ªticos que aspiran a recaudar su voto. Es el mejor ant¨ªdoto conocido contra el mensaje maquillado o manipulado y la propaganda barata. El ¨²nico capaz de proporcionar al gran p¨²blico una informaci¨®n ponderada y digerible sobre lo que m¨¢s le convence o le conviene. Corren sin embargo malos tiempos para los debates electorales. La causa fundamental es la reticencia que suelen mostrar quienes ostentan el poder a enfrentarse a quienes se lo disputan. En esa l¨ªnea milita el actual presidente de la Comunidad de Madrid y candidato del Partido Popular, Alberto Ruiz-Gallard¨®n, quien tom¨® la decisi¨®n personal de no celebrar m¨¢s que un ¨²nico debate ante las c¨¢maras de la televisi¨®n auton¨®mica, y en la hora y el d¨ªa por ¨¦l fijado. El motivo oficial que argument¨® para justificar sus reticencias a debatir, quien tantas veces lo hab¨ªa hecho cuando estaba en la oposici¨®n, fue la supuesta pretensi¨®n de que hubiera una exposici¨®n serena y rigurosa de las propuestas el primer d¨ªa de campa?a, antes de que los ¨¢nimos se caldearan y desvirtuaran la discusi¨®n. Las causas reales son, sin embargo, mucho m¨¢s elementales y prosaicas. Gallard¨®n no quiere debatir, porque entiende que no le conviene. Las ¨²ltimas encuestas le dan un margen holgado a su mayor¨ªa absoluta y la posibilidad incluso de morder en el electorado m¨¢s centrado del partido socialista. La estrategia del actual presidente regional es, en consecuencia, atacar lo menos posible al PSOE en el intento de no espantar a ese colectivo que los sondeos han cifrado en el 30%. Considera adem¨¢s que nada puede ganar midi¨¦ndose con sus oponentes y menos con Cristina Almeida, que tiene la propiedad de ponerle nervioso y romperle el discurso. La huelga de los trabajadores de Telemadrid, coincidente con la fecha fijada para el debate, y el rechazo de las candidaturas rivales a aceptar el horario de madrugada que les propon¨ªan, le terminaron proporcionando la mejor excusa para escurrir definitivamente el bulto. Por vez primera en las elecciones auton¨®micas de Madrid, los candidatos no debatir¨¢n. Cualquiera de ellos est¨¢ en su derecho de no hacerlo, pero lo justo es recalcar que quien se niega lo hace por su exclusiva conveniencia y en contra del inter¨¦s de los ciudadanos a los que se priva de un instrumento eficaz para juzgarles. Un precedente indeseable.
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