La excepci¨®n americana
El alivio causado por la capitulaci¨®n de Milosevic explica el clima de opini¨®n triunfalista que ha cundido entre la prensa occidental, tras dos meses de incertidumbre sobre la suerte de la aventura militar. Al final, la partida ha terminado como ten¨ªa que acabar, dada la proporci¨®n relativa de fuerzas. ?Pero de verdad ha tenido un final feliz esta pel¨ªcula de guerra? Puede que las cosas no sean tan sencillas. Si hacemos un balance objetivo, quiz¨¢ resulte que la victoria ha sido p¨ªrrica, lo que a la postre demostrar¨ªa que la apuesta nunca mereci¨® la pena. En el haber no se ha obtenido ning¨²n premio mayor, pues la retirada serbia de Kosovo no sirve de mucho hasta que el r¨¦gimen de Milosevic no caiga. Y en el debe, el precio a pagar podr¨ªa resultar insoportable, si lo juzgamos tanto por sus costes humanos (con genocidio y medio mill¨®n de deportados) como en t¨¦rminos de racionalidad pol¨ªtica, pues esta guerra ha destruido el precario orden jur¨ªdico internacional sin sustituirlo por ning¨²n otro arreglo de recambio. Los occidentales nos cre¨ªamos superiores tanto por razones t¨¦cnicas (dada nuestra supremac¨ªa en ciencia y capital) como sobre todo ¨¦ticas, de acuerdo al principio de que el fin nunca justifica los medios. Pues bien, la convalidaci¨®n de la guerra de Kosovo por su victoria expost ha supuesto aceptar finalmente que el fin justifica los medios. As¨ª, abdicamos de nuestra superioridad ¨¦tica y nos quedamos reducidos al ileg¨ªtimo ejercicio de nuestra superioridad t¨¦cnica, cayendo en un incontrolable pragmatismo extremado. Lo cual supone una p¨¦rdida, pues el pragmatismo es eficaz pero miope, al no poder generar certidumbre a largo plazo, por lo que no resulta eficiente. Y sobre todo implica una regresi¨®n, pues cuando se carece de mecanismos colectivos de control externo (como los que supon¨ªa el Consejo de Seguridad de la ONU), se tiende a caer en el riesgo de unilateral extralimitaci¨®n.
As¨ª, nos ponemos todos en poder del m¨¢s fuerte, que por ahora es el amigo americano. ?Pero puede Europa permitirse el lujo de quedar como reh¨¦n inerme de su guardi¨¢n estadounidense? La mejor par¨¢bola de este dilema la propuso Savater, comparando hace poco al amigo americano con El sirviente, de Losey: el villano desclasado que termina por apoderarse de la voluntad de su decadente se?or aristocr¨¢tico. ?Hasta cu¨¢ndo seguir¨¢ delegando Europa su libertad, y por lo tanto su responsabilidad, en el mat¨®n estadounidense? Se dice que no hay alternativa de momento, lo que es cierto, y que al menos el mat¨®n es uno de los nuestros, en tanto que occidental y democr¨¢tico: pero estas dos ¨²ltimas afirmaciones son bastante m¨¢s discutibles.
Algunos sostienen que la sociedad norteamericana es el modelo de futuro, al que los dem¨¢s estar¨ªamos predestinados a imitar, pero no parece que sea cierto, por mucho que el orden capitalista sea el mismo. Antes al contrario, puede sostenerse que la cultura pol¨ªtica estadounidense es no s¨®lo diferente de la europea, sino, adem¨¢s, ajena y quiz¨¢ incompatible con la nuestra. He aqu¨ª algunos indicios que prueban la existencia de una diferencia espec¨ªfica. Ante todo, est¨¢ por supuesto el derecho de los ciudadanos estadounidenses a usar armas, renunciando al monopolio estatal de la violencia que la modernidad instaur¨® en Europa: por eso, la reciente masacre de Colorado s¨®lo es explicable all¨ª, pero nunca lo ser¨ªa entre nosotros. Despu¨¦s aparece el masivo respaldo ciudadano a la pena de muerte, vigente en la mayor¨ªa de los Estados de la Uni¨®n, algo tambi¨¦n impensable en Europa.
Luego tenemos la inexistencia de pensamiento socialista en EE UU, lo que explica tanto el gremialismo de su organizaci¨®n sindical como la carencia de partidos pol¨ªticos de izquierda. Adem¨¢s, el Estado de bienestar es casi inexistente en EEUU, sin universalizaci¨®n de derechos sociales y con gran tolerancia por las m¨¢s injustas desigualdades econ¨®micas. Y, por ¨²ltimo, destaca la ausencia en Estados Unidos del concepto de lo p¨²blico, pues su cultura jur¨ªdica es exclusivamente litigante, caracteriz¨¢ndose por una hipertrofiada defensa de derechos privados que se enfrentan en interminables conflictos de intereses. De ah¨ª el odio estadounidense a su Capital Federal, a la que se percibe no como fuente de servicios p¨²blicos y sede leg¨ªtima de la soberan¨ªa popular, sino como madriguera burocr¨¢tica de interventores par¨¢sitos y rapaces recaudadores de impuestos. Por eso la presidencia representa poco m¨¢s que la comandancia suprema de las fuerzas armadas, las elecciones est¨¢n reducidas a una espectacular competici¨®n deportiva y la ciudadan¨ªa es pasiva, absentista, conformista y apol¨ªtica.
?C¨®mo surgi¨® esta excepci¨®n americana? Lo tradicional es explicarlo por la ausencia hist¨®rica de aristocracia en EEUU, como revela el ejemplo de las armas. Si la poblaci¨®n europea est¨¢ desarmada es porque desciende de los villanos sometidos al estamento nobiliario de los se?ores de armas. En cambio, los Estados Unidos nunca soportaron una nobleza de armas, pues nacieron directamente como una sociedad igualitaria y no estamental: de ah¨ª que todos sus ciudadanos reivindiquen el mismo derecho a llevar armas, sin aceptar ninguna clase de restricci¨®n que se entender¨ªa como un privilegio excluyente. Y esta ausencia de aristocracia en EEUU siempre se ha visto como una bendici¨®n hist¨®rica, y as¨ª lo expresaron tanto Goethe ("?Am¨¦rica, t¨² est¨¢s mejor que nuestro viejo continente, t¨² no tienes castillos en ruinas!") como Tocqueville ("la gran ventaja de los americanos es haber llegado a la democracia sin tener que sufrir revoluciones democr¨¢ticas, y en haber nacido iguales en vez de llegar a serlo").
Pero seg¨²n otra interpretaci¨®n m¨¢s reciente, puede que este d¨¦ficit de nobleza sea en realidad una especie de maldici¨®n oculta. El autor que primero llam¨® la atenci¨®n sobre los efectos perversos de la carencia hist¨®rica de aristocracia fue Louis Hartz, en su libro La tradici¨®n liberal en Am¨¦rica. Y m¨¢s tarde ha sido Hirschman quien ha retomado la hip¨®tesis de Hartz, alertando sobre las nefastas consecuencias que para una democracia puede tener su nacimiento directo, sin pasar por una fase previa de grilletes feudales. Pero la versi¨®n de Hartz y Hirschman es puramente descriptiva, sin avanzar ning¨²n factor causal. Por eso parece conveniente interpretar su hip¨®tesis a partir de Norbert Elias, el gran autor de El proceso de la civilizaci¨®n.
La aristocracia feudal de los se?ores de armas era b¨¢rbara y violenta, y s¨®lo se civiliz¨® cuando aprendi¨® a congregarse desarmada en la Corte moderna: instituci¨®n que desmilitariz¨® a la nobleza, reprimi¨® su propensi¨®n a la violencia y la instruy¨® en los rituales civilizatorios de las reglas de etiqueta. Por eso, la Corte moderna es para Elias la matriz hist¨®rica de la modernidad, al hacer posible no s¨®lo el monopolio estatal de la violencia, sino adem¨¢s la creaci¨®n de una sociedad cortesana donde reside el origen de las dem¨¢s formas de cultura moderna, desarrolladas o promovidas con su magisterio de costumbres por la nobleza: arte, ciencia, negocios, filosof¨ªa, etc¨¦tera. Tanto es as¨ª, que el concepto europeo de lo p¨²blico, heredado del despotismo ilustrado por la socialdemocracia jacobina, no puede entenderse sin su origen en la cortesana raz¨®n de Estado, inventada por la nobleza de toga.
Pues bien, eso es lo que falta en la historia norteamericana: una Corte moderna donde pudiera inventarse una cultura p¨²blica capaz de difundirse al resto de la sociedad civil. Por eso, sin magisterio cortesano, la sociedad norteamericana cre¨® una cultura c¨ªvica caracterizada por su absolutismo liberal (L.Hartz), que rechaza lo p¨²blico y se define como exclusivamente privada. Y de esta atrofia cong¨¦nita se derivan todos los dem¨¢s rasgos de la excepcionalidad americana. Sin embargo, de poco sirve lamentarse, pues en Europa no tenemos nada que oponer. Es verdad que aqu¨ª existieron Cortes modernas, pero eran locales y fragmentarias, por lo que s¨®lo inventaron lo p¨²blico a costa de dividirlo en naciones territorialmente enfrentadas. As¨ª que tampoco ha existido nunca una Corte central distinta del papado, que pudiera inventar una raz¨®n de Estado unificada a escala europea. En consecuencia, no disponemos de ninguna definici¨®n de lo p¨²blico a nivel continental. Y, en su ausencia, debemos elegir entre soportar tiranos o llamar a los estadounidenses.
Nos queda el consuelo de creer que no hay mal que por bien no venga: ni siquiera el mal menor americano.
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