Alimentos peligrosos
PEDRO UGARTE "La energ¨ªa ni se crea ni se destruye, s¨®lo se transforma", dice un viejo adagio cient¨ªfico, que los legos entendemos vagamente. Las hojas ca¨ªdas del oto?o abonan la tierra. Los cad¨¢veres fertilizan, o alimentan siquiera a los gusanos. Aqu¨ª nada se tira, y esa melanc¨®lica certidumbre nos incumbe a nosotros, a los seres humanos del planeta, a nuestra ¨ªntima sustancia desechable. Pero siempre hab¨ªamos pensado que esa ley era una determinaci¨®n natural y que socialmente la humanidad estaba generando constantes excepciones al impacable mecanismo. De hecho nunca hemos dudado en calificar a la nuestra como una sociedad opulenta, como una aut¨¦ntica sociedad del despilfarro. Y la constataci¨®n nos ven¨ªa dada por hechos tan banales como deshacernos de los mecheros no recargables o por la obstinaci¨®n de cierta gente en acudir a su trabajo en autom¨®vil, sin considerar siquiera la existencia del transporte colectivo. Pues bien, todo parece haber sido tan s¨®lo una espl¨¦ndida broma. El reciclaje es norma y ley en nuestra sociedad, la versi¨®n humana de los at¨¢vicos procedimientos de la naturaleza para aprovechar todo lo aprovechable. Tampoco en nuestra sociedad nada se tira. Una especie de magma indefinible se transfigura en piensos y en forraje. Los pollos se alimentan de harinas de pollo. Los aceites industriales se reciclan en bidones de alimento animal. La cadena infinita se sucede, entre la informe pasta alimenticia y los seres org¨¢nicos con entidad aut¨®noma. La materia est¨¢ en uno u otro lugar seg¨²n en qu¨¦ momento, nada m¨¢s. El affaire del pollo belga es apenas un peque?o fulgor de esa verdad oculta, aunque muchos ¨¦ramos, en cierto modo, depositarios del secreto. Un amigo m¨ªo trabajaba en una empresa de ese sector que hoy se llama "boller¨ªa industrial". Todo el g¨¦nero que no se vend¨ªa acababa en una granja de gorrinos. Cerdos y m¨¢s cerdos devorando bollos caducados. Dios m¨ªo, por algo resulta tan caro el jam¨®n de pata negra: la humilde bellota es manjar de dioses para ciertos cerditos privilegiados de las parameras extreme?as, ya que a los dem¨¢s les subimos el colesterol impunemente. Los bichos comen de todo (incluso de s¨ª mismos) y nosotros nos los comemos. La industria de la alimentaci¨®n forma una cadena cuyos eslabones ocultos no resultan menos s¨®rdidos que la necrofagia de los buitres o la coprofagia de los insectos. Nadie es inocente y nadie est¨¢ fuera de peligro. Cuando salt¨® la noticia de los famosos pollos belgas se habl¨® tambi¨¦n de otros alimentos. Los medios de comunicaci¨®n aludieron a numerosas denominaciones comerciales. La televisi¨®n mencion¨® cierta marca de yogur (precisamente la que toma mi peque?o) justo mientras yo luchaba aquella noche por introducirle en la boca la ¨²ltima cucharilla del producto. Estamos rodeados. El aceite de colza, las vacas locas, los pollos belgas. Ma?ana ser¨¢ una marca de salchichas suecas o una cerveza irlandesa. Ser europeo va a suponer tambi¨¦n regresar a las pestes ecum¨¦nicas de la Edad Media, cuando un brote mort¨ªfero en Maguncia generaba sus ¨²ltimos cad¨¢veres, varios a?os despu¨¦s, en Toledo, Par¨ªs o Florencia. En el supermercado nos aguardan ins¨®litos peligros. La ordenada Europa de los consumidores, asaltada por los desaprensivos. Nada de esto es nuevo en nuestra historia. Lo ingenuo era pensar que el euro incluso iba a eximirnos de eso. Habr¨¢ m¨¢s controles sanitarios, un exhaustivo etiquetaje, una lucha constante por las denominaciones de origen. Pero tambi¨¦n habr¨¢ desaprensivos. Es otra ley natural, pero a la que nadie alude: la conducta de los seres humanos, por mucho progreso que nos asista, no se torna intachable con el tiempo.
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