El cielo y el infierno JOSEP RAMONEDA
Ni el mejor surrealismo lo habr¨ªa conseguido. El Papa va y dice que "el cielo existe, pero no est¨¢ en un lugar f¨ªsico entre las nubes". La buena literatura se juega en palabras muy precisas. Nubes es la palabra que hace esta declaraci¨®n realmente enternecedora. Todos sabemos que cuando se viaja en avi¨®n y se entra en zona de nubes el miedo a las turbulencias es inmediatamente reemplazado por la emoci¨®n de encontrar el cielo. Pues, no. No est¨¢ ah¨ª. El Papa acaba de decirlo. Y todos nos quedamos un poco tristes. Habr¨ªa sido tan bonito. Uno se reconcilia, sin embargo, con un mundo tan disparatado en que el jefe de una de las organizaciones m¨¢s poderosas puede decir que "el cielo no est¨¢ en un lugar f¨ªsico entre las nubes", sus feligreses no se ofenden por tomarles por idiotas y la prensa lo difunde como una declaraci¨®n magistral. No hay l¨ªmites para la necedad en el mejor de los mundos posibles. La aclaraci¨®n papal no viene sola. Dos d¨ªas antes hab¨ªamos sabido por la revista de los jesuitas Civilt¨¤ Catt¨°lica que "el infierno existe y es una verdad de la fe pero no es un lugar". Sorprende que la Compa?¨ªa, siempre tan celosa de su reputaci¨®n intelectual, exquisita y distante del catolicismo vulgar, se entretenga en ejercicios de pirotecnia teol¨®gica. Las relaciones entre la Compa?¨ªa y el Vaticano siempre han sido dif¨ªciles. Si la Compa?¨ªa dec¨ªa la ¨²ltima palabra sobre el infierno, el Papa no pod¨ªa ser menos: deb¨ªa pronunciarse sobre la realidad del cielo. Cuesti¨®n de jerarqu¨ªas. Sin embargo, ?qu¨¦ ha movido a unos y otros, en el fin de este siglo descre¨ªdo, a resucitar la disputa sobre la identidad del m¨¢s all¨¢? La ¨²ltima persona de la que tenemos noticia de que visit¨® el cielo como observador es el te¨®sofo y cient¨ªfico sueco Emmanuel von Swedenborg, en el siglo XVIII. Desde que, seg¨²n propia confesi¨®n, consigui¨® permiso para viajar al otro mundo, abandon¨® la mineralog¨ªa para dedicarse a informar a los ciudadanos sobre lo que hab¨ªa visto. No hab¨ªa para menos. Swedenborg hab¨ªa encontrado un cielo a imagen y semejanza nuestra. As¨ª lo testificaban los dibujos y planos del otro mundo que realiz¨® para apoyar su informaci¨®n: las ciudades y las casas eran muy parecidas a las de aqu¨ª, s¨®lo que de apariencia m¨¢s lujosa. "El hombre", dec¨ªa, "no se halla en absoluto mermado por la muerte, sino tan completo tras producirse ¨¦sta que le parece que se halla viviendo en el mismo mundo que antes". En una de sus visitas al cielo, Swedenborg se encontr¨® una vez con tres esp¨ªritus reci¨¦n llegados del mundo que vagaban, observando y preguntando, como cualquier turista al llegar a una ciudad desconocida. Swedenborg aseguraba que "un hombre y una mujer honestos pod¨ªan adquirir riquezas en la tierra y tener una espl¨¦ndida morada en concordancia con su condici¨®n". De modo que la famosa par¨¢bola del camello y el ojo de la aguja con la que Jes¨²s hab¨ªa explicado la dificultad de que un rico entre en el reino de los cielos era desconocida en el cielo que visit¨® Swedenborg. Cuando la humanidad, que empezaba a alcanzar la mayor¨ªa de edad, emprendi¨® el proceso de desencanto del mundo, los te¨®logos comprendieron que era mejor ahorrarse los detalles sobre la vida eterna. Si colaba como principio, no se deb¨ªa correr el riesgo de estropear la promesa con descripciones que ofendieran al sentido com¨²n. Cuanto m¨¢s detallados sean los retratos de la vida despu¨¦s de la muerte, m¨¢s dif¨ªciles de aceptar ser¨¢n. La propia Congregaci¨®n Romana para la Doctrina de la Fe acabar¨ªa aconsejando la prudencia: "Al tratar la situaci¨®n del hombre tras la muerte hay que ser especialmente precavidos ante las representaciones imaginativas y arbitrarias". Teolog¨ªa o consuelo: el cielo quedaba como estado m¨ªstico o como esperanza de reencuentro con las personas a?oradas. En un siglo de curas obreros y teolog¨ªas de la liberaci¨®n, no faltaron los que se atrevieron a situar el cielo en la tierra. Como el te¨®logo Rauschenbuch, que ve¨ªa "el cielo como un mundo perfeccionado aqu¨ª y ahora". Enorme disparate estrat¨¦gico porque cuanto m¨¢s se acerca y se humaniza la promesa, m¨¢s pr¨®ximo est¨¢ el momento de su falsaci¨®n. El Papa decide ahora poner las cosas en su sitio: el cielo no est¨¢ entre las nubes. ?A qui¨¦n va dirigida tan aguda aclaraci¨®n? La voluntad del Pont¨ªfice es inexcrutable. Pero esta extravagancia papal otorga todo el sentido a la pregunta del fil¨®sofo ingl¨¦s Alfred North Whitehead: "?Puedes imaginarte algo m¨¢s est¨²pido que la idea cristiana de cielo? ?Qu¨¦ clase de divinidad ser¨ªa capaz de crear a los ¨¢ngeles y a los hombres con el fin de cantar sus alabanzas d¨ªa y noche durante toda la eternidad?". Tambi¨¦n para el cielo parece haber llegado el fin de la historia.
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