LA CR?NICA Un d¨ªa tranquilo PON? PUIGDEVALL
Por causas ajenas a mi voluntad tuve que permanecer un d¨ªa de fiesta en la Costa Brava, en el pueblo donde nac¨ª. Ya sea por su peculiar emplazamiento geogr¨¢fico, ya sea porque sus dirigentes municipales y los empresarios tur¨ªsticos no permitieron o no supieron seguir los pasos fan¨¢ticos en materia tur¨ªstica de su vecina Platja d" Aro, lo cierto es que todav¨ªa es posible encontrar calles y plazas que pueden parecer habitables. Aun as¨ª, desde el momento en que acept¨¦ viajar hasta la costa, algo parecido al desasosiego me incomod¨® con demasiada frecuencia. Mis sue?os se llenaban de turbulencias, y mis meditaciones no se apartaban del miedo al calor y a la asfixiante presi¨®n tur¨ªstica, de la amenaza del encuentro fantasmal con alg¨²n conocido de la infancia y, sobre todo, del previsible aburrimiento durante la obligada comida a la que deb¨ªa asistir. Llegado el d¨ªa, para no desesperarme con los atascos, prefer¨ª viajar en autob¨²s. Como compa?¨ªa llevaba una novela de Raymond Queneau. Ya hab¨ªa disfrutado con ella un par de veces y cre¨ª que su t¨ªtulo, Un hivern dur, era una buena protecci¨®n contra las penalidades veraniegas que me acechar¨ªan cuando llegase a mi destino. No pude, sin embargo, concentrarme en la lectura porque quise recordar, in¨²tilmente, d¨®nde y cu¨¢ndo hab¨ªa coincidido antes con el joven de cuello largo que, ataviado con un rid¨ªculo sombrero de playa, al poco de arrancar el autob¨²s, acus¨® a su vecino de butaca de pisotearle adrede de vez en cuando. Debo reconocer que el anfitri¨®n me sorprendi¨®, que me divert¨ª durante la comida y que cuando march¨¦ de su casa con el ¨¢nimo repuesto no ten¨ªa ning¨²n deseo de volver a subir al autob¨²s. El calor de las cinco de la tarde no era tr¨¢gico, y ni en la rambla ni en el paseo mar¨ªtimo se respiraba aquella atm¨®sfera de nerviosismo vertiginoso que yo hab¨ªa vaticinado. Soplaba, adem¨¢s, una brisa amable que invitaba a acercarse a la playa y buscar un banco sombreado para observar el mar y los cruceros, dejarse mecer por el rumor de las olas y las conversaciones de los ba?istas y leer a Queneau. Pero no pude. Pronto me fij¨¦ en que no era el ¨²nico que estaba sentado ah¨ª; me di cuenta de que estaba rodeado de muchos solitarios de edad madura, parapetados detr¨¢s de peri¨®dicos y revistas para disimular su verdadera actividad, su condici¨®n de mirones y comentaristas de los atributos de los cuerpos en top-less que ca¨ªan en su ¨¢vida red. Cuando una mujer con aspecto de institutriz inglesa me mir¨® con l¨¢stima, me levant¨¦ y me fui, temiendo que alg¨²n conocido ya me hubiera visto. Entonces pens¨¦ que era absurdo esconderme, y que pod¨ªa aprovechar aquellas horas para hablar con alguien. Pas¨¦ por la casa de Esther Xargay y Carles Hac Mor, pero no estaban, consult¨¦ la agenda e hice diversas llamadas telef¨®nicas, pero s¨®lo obtuve la respuesta de los contestadores autom¨¢ticos a la vez que aumentaban, al lado de la cabina, las quejas impacientes de unos turistas rusos. Para alejarme de la m¨²sica estridente de la copla sardan¨ªstica que justo en aquel momento empez¨® a sonar locamente, hu¨ª hacia el lado contrario con la intenci¨®n de sentarme en una terraza de la rambla y leer a Queneau mientras esperaba el paso de alg¨²n conocido. Pero no fue necesario porque cuando pasaba por delante de un bar me llam¨® una voz femenina. Era una amiga con quien tiempo atr¨¢s hab¨ªa compartido alguna complicidad; estaba acompa?ada de sus dos hijos -de cuatro y seis a?os, seg¨²n supe luego-, y no parec¨ªa disgustada de encontrarme. Hac¨ªa tiempo que no coincid¨ªamos -m¨¢s de seis o siete a?os-, y pronto empez¨® a contarme con enigm¨¢tico candor las alegr¨ªas de su vida a pesar del duro invierno que hab¨ªa soportado. Pero no pudo seguir razon¨¢ndome por qu¨¦ las mujeres eran siempre demasiado buenas con los hombres: uno de los ni?os quer¨ªa un helado, el otro quer¨ªa montar en una atracci¨®n del paseo y los dos me miraban con rencor. Aun as¨ª, los acompa?¨¦ hasta el paseo, ignorando el estr¨¦pito de las sardanas y sin temer que me viera alg¨²n conocido, y estuve al lado de mi amiga mientras uno de los ni?os se derramaba sistem¨¢ticamente el helado sobre el jersey y el otro, a cada vuelta de tiovivo, montado sobre un pierrot con ojos de loco, reclamaba nuestra atenci¨®n. Estuvimos hablando de frivolidades hasta la hora de partir. De vez en cuando pensaba que era una situaci¨®n cotidiana muy extra?a, como imaginada por Queneau, pero, a pesar de los esfuerzos, en ning¨²n momento encontr¨¦ un argumento s¨®lido para mentir y salir huyendo de esa calma dominical. Antes de que el autob¨²s arrancara, volv¨ª a ver al joven de cuello largo y sombrero playero. Estaba conversando en el and¨¦n con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote de la camisa haci¨¦ndose subir el bot¨®n superior por una modista competente. Lament¨¦ que se quedara en tierra. Durante el trayecto no quise leer a Queneau, estaba cansado y contento, y s¨®lo quise meditar c¨®mo el d¨ªa de furia previsto se hab¨ªa convertido, al fin y al cabo, en un enriquecedor d¨ªa tranquilo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.