Sexualidad
LUIS GARC?A MONTERO Los m¨¦dicos, los soci¨®logos y las instituciones p¨²blicas tienen la obligaci¨®n de preocuparse por las primeras estrategias sexuales de los j¨®venes. Es bueno calcular los placeres y los riesgos que galopan por la piel adolescente cuando las almas buscan por primera vez los asientos de un coche escondido, las arenas nocturnas de la playa, las oscuridades clandestinas del jard¨ªn o los amores de llaves y s¨¢banas prestadas. Cada vez que nos sumergimos en el r¨ªo templado de otro cuerpo, entramos tambi¨¦n en un laberinto compartido de imaginaciones y fantasmas, en una galer¨ªa de fronteras, dudas, valores ¨ªntimos y esperanzas. El sexo es una ficci¨®n que se cumple en la realidad, la encarnaci¨®n de una sombra activa, la geograf¨ªa carnal y carn¨ªvora de nuestras moralidades. Conviene tom¨¢rselo muy en serio. Los cuarentones como yo crecimos en una ¨¦poca gobernada sexualmente por sacristanes, p¨¢rrocos, obispos y arzobispos. El valle de l¨¢grimas de la Espa?a franquista adornaba los pliegues de las almas con lluvias, amaneceres de invierno, fr¨ªos de iglesia y sotanas muy poco partidarias, por lo menos en sus sermones, de las debilidades de la carne. El sexo era una embajada del infierno, con la inevitable y cat¨®lica salvedad de la reproducci¨®n de la especie, cumplida en una alcoba sin palabras, el camis¨®n subido hasta las ingles y el orgasmo disfrazado de buen padre de familia o de ni?a angelical en la hora de su primera comuni¨®n. Educarnos en la sexualidad significaba entonces una conquista del cuerpo y de las palabras, la b¨²squeda de una mirada sobre el placer, la moral y la vida, al margen de las l¨¢grimas de Dios y de las hogueras de sus demonios. La agitaci¨®n sexual, la ruptura p¨²blica de las humillantes represiones clericales, que con saludable constancia se superaban en la intimidad, fue un pulso imprescindible en el aprendizaje de nuestras libertades. Todav¨ªa quedan algunos restos morados y f¨²nebres de aquellos comisarios del cuerpo vestidos con sotana. Hay obispos que olvidan por unas horas su dedicaci¨®n a las procesiones y a las romer¨ªas, su fert¨ªlisima mercantilizaci¨®n del esp¨ªritu religioso, y claman contra la sexualidad, contra las informaciones p¨²blicas y las campa?as que aconsejan el uso de preservativos. Creo que nos equivocamos al hacerles demasiado caso, porque son una huella pintoresca del pasado. El reto de la educaci¨®n y de la dignidad sexual no batalla hoy con los obispos, sino con la mercantilizaci¨®n de los cuerpos, con la frivolidad consumista que se apodera de las causas p¨²blicas y de los sentimientos privados. M¨¢s que el oscurantismo clerical, me parecen alarmantes algunos concursos o tertulias de televisi¨®n, con el sexo por materia, en los que una galer¨ªa interminable de caraduras y zascandiles se dedican a contarnos sus experiencias. ?Qu¨¦ opini¨®n tenemos hoy de nuestra dignidad, de nuestros besos y del respeto que se merecen nuestras parejas? Las caricias, las palabras, los ojos y los sexos ofrecen algo m¨¢s que un escaparate en la feria del consumo. Y los partidarios de la felicidad, los viejos viciosos, debemos insistir en la educaci¨®n ¨¦tica de la libertad sexual, porque el vac¨ªo que dejemos ser¨¢ ocupado por un nuevo puritanismo sin sotanas.
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