Cuento de verano
A ?ngeles Caso y a los amigos de Greenpeace"En alg¨²n lugar bajo las losas que hoy cubren el suelo del patio tiene que estar inscrita la fecha, pues recuerdo haber visto a Juvencio anotarla sobre el cemento fresco y poner al lado su nombre de guerra, El Pirelli". Fue cuando mi padre mand¨® hacer el pozo negro de la casa y a su lado pusimos la morera. Debi¨® de hacerse m¨¢s o menos a la vez, y aunque es previsible que mi padre aprovechara que all¨ª estaban los alba?iles para pedirles que excavaran el agujero en el que habr¨ªamos de plantarla, yo le recuerdo removiendo la tierra con el azad¨®n, una imagen m¨¢s bien ins¨®lita, pues creo que pocas veces en mi vida le vi desarrollar alg¨²n tipo de actividad f¨ªsica, salvo la que ten¨ªa que ver con el pararrayos, y que luego explicar¨¦.
Sin embargo, esa tarde le recuerdo ante la peque?a morera, empu?ando el azad¨®n, sin duda para terminar de apelmazar la tierra removida. Yo deb¨ªa de tener unos 8 a?os y nos acompa?aba uno de mis hermanos, aunque no pueda precisar cu¨¢l. Plantamos la morera y nos quedamos mir¨¢ndola con complacencia. Era una morera llorona, una clase de ¨¢rbol que apenas se conoc¨ªa por la zona. En ese tiempo, la obsesi¨®n de mi padre eran los ¨¢rboles. Hab¨ªa empezado la construcci¨®n de una granja av¨ªcola en una de las eras, y su primera medida, antes de construir los gallineros o la piscina en cuyas aguas habr¨ªamos de combatir los largos d¨ªas de intenso calor, fue llenarla de ¨¢rboles. En el espacio reservado para la piscina, sauces y acacias; en el resto de la era, y aislando la piscina y la zona de esparcimiento de los ruidosos y sofocantes gallineros, ¨¢rboles frutales: membrillos, avellanas, manzanos, perales, albaricoqueros y melocotoneros, pues los nogales y acerolos, que s¨ª lleg¨® a plantar, no terminaron de lograrse. Los ¨¢rboles constituyeron a lo largo de toda su vida una de sus pasiones m¨¢s sostenidas y silenciosas, y sol¨ªa decirnos que a aquella tierra le faltaban los ¨¢rboles. Los regaba sirvi¨¦ndose de una larga goma, y sobre todo les miraba interminablemente, apreciando sus cambios, sustituyendo los que no llegaban a arraigar por individuos y especies nuevas. Lleg¨® a hacer de aquella peque?a granja, que como negocio fue siempre un desastre, un fresco y umbr¨ªo jard¨ªn, aunque esto tambi¨¦n llegara a ocasionar problemas, pues los ¨¢rboles, plantados en gran profusi¨®n alrededor de la piscina, terminaron por da?arla con sus ra¨ªces y hubo que tomar la dr¨¢stica medida de cortar algunos. Sus preferidos eran los sauces. Desment¨ªan la dureza de aquel pueblo ¨¢rido, situado en plena estepa castellana, en el que hab¨ªa nacido y en el que su padre hab¨ªa sido farmac¨¦utico. No era una tierra propicia a los ¨¢rboles. Es m¨¢s, y salvo unos pocos almendros que sol¨ªan hacer de linde entre las tierras, algunos chopos, olmos y arbustos silvestres en las orillas del r¨ªo y el canal, y las encinas y carrascales del monte, la tierra se ve¨ªa siempre rasurada y bald¨ªa, pues la obsesi¨®n del campesino era verla sin tacha, dispuesta para el arado y la cosecha del cereal. Y el ¨¢rbol, frente a estas tareas, no era una criatura a la que adorar o cuidar, sino apenas un estorbo que m¨¢s val¨ªa abatir cuanto antes.
La casa del pueblo se prolongaba en dependencias diversas, con varios patios unidos, y all¨ª, a diferencia de la granja, no hab¨ªa ¨¢rboles, porque habr¨ªan entorpecido las maniobras de las caballer¨ªas y de la maquinaria agr¨ªcola. S¨®lo aquella morera, situada en el patio peque?o. Una morera que, sin duda, benefici¨¢ndose de la proximidad del pozo negro, enseguida creci¨® vigorosa y valiente. Muy pronto nos ofreci¨® sus primeras moras. No ten¨ªan el sabor de las moras de las zarzas, pero nosotros las com¨ªamos con suma delectaci¨®n, porque aquella morera era s¨®lo para nosotros. Las ramas ca¨ªan regularmente formando una c¨²pula de un verdor luminoso que recordaba una casa, una casa flotante a la que, sin embargo, no cab¨ªa encaramarse, dado que las ramas sal¨ªan radiales del punto m¨¢s alto, y el tronco, recto y sin nudos, imped¨ªa escalar por ¨¦l.
Muy cerca, en una de las esquinas del patio, estaba el pozo del pararrayos. Mi padre hab¨ªa mandado poner en la casa aquel pararrayos, pues ten¨ªa pavor a las tormentas. Cuando el tiempo amenazaba nublado, iba al pozo y con un caldero llenaba el peque?o pozo donde el rayo, conducido por el cable, se supone que tendr¨ªa que morir. Es a esa actividad f¨ªsica a la que antes me refer¨ª. Es m¨¢s, sobre todo cuando ¨¦ramos peque?os, ten¨ªa que llevarla a cabo solo, sin ayuda de nadie, impidi¨¦ndonos que permaneci¨¦ramos a su lado durante su desarrollo, como si quisiera evitarnos unos riesgos impredecibles que s¨®lo ¨¦l, como padre, deb¨ªa asumir. El ¨²ltimo caldero de agua, cumplido el rito de llenado del pozo, era siempre para la morera. Luego encend¨ªa un pitillo y se quedaba mir¨¢ndola, como diciendo: "Bueno, ya no nos puede pasar nada malo".
Pero aquella morera tambi¨¦n era la encargada de suministrarnos las hojas con que aliment¨¢bamos los gusanos de seda. Se abalanzaban sobre ellas como un ej¨¦rcito somnoliento y en poco tiempo las hac¨ªan desaparecer. Crec¨ªan d¨ªa a d¨ªa hasta que, gordos como nuestros dedos, se deten¨ªan en los rincones o en los bordes de la caja y empezaban a tejer sus capullos, con los que iban envolviendo sus cuerpos hasta hacerlos desaparecer. Segu¨ªa luego un tiempo de esplendorosa quietud, que era el tiempo en que los ovillos reluc¨ªan con sus mejores galas, como si fueran las hojas de la morera las que hubieran revelado a los gusanos el secreto de la destilaci¨®n de la luz dorada del sol. Pero luego -?ay!, luego- sal¨ªan aquellas mariposas cansinas, cenicientas, que aleteaban torpemente por la caja de zapatos, llen¨¢ndola de regueros de diminutos huevos, para morir enseguida junto a los ovillos vac¨ªos. Era todo lo que quedaba, y recuerdo que al contemplar aquel mundo de tristes despojos me promet¨ªa no guardar los huevos hasta el a?o siguiente ni volver a criar los gusanos, porque me daban pena los cuerpos vencidos de las feas mariposas y aquel rastro de ovillos delicados con los que no sab¨ªamos qu¨¦ hacer, como si nuestro destino en la vida fuera a ser ¨¦se, estar cerca de lo valioso y no saber utilizarlo ni defenderlo. Creo que en tales instantes llegaba a odiar la morera. Que estuviera all¨ª, que nos diera sus hojas para alimentar a los gusanos. ?Para qu¨¦ tendr¨ªamos que hacerlo, seguir todo el proceso hasta conseguir aquellos ovillos que parec¨ªan tejidos con un hilo de oro, si luego los habr¨ªamos de tirar?
Pero nos bastaba con encontrarnos con la morera a comienzos del verano siguiente, cuando volv¨ªamos al pueblo, para que inmediatamente pens¨¢ramos en los gusanos y, locos de inconsciencia, busc¨¢ramos de nuevo las cajas con sus huevos con la esperanza de que ¨¦stos llegaran pronto a eclosionar para poder alimentar a los reci¨¦n nacidos con sus hojas jugosas y nervudas. Y es curioso, pero al lado de esa caja, y de la morera, que, a?osa y enferma, a¨²n sigue en el patio, sigo viendo la figura de mi padre. A mi padre con el caldero, tratando de ahuyentar el rayo. Y es bien raro lo que pasa con el recuerdo y con sus misteriosas transformaciones. Pues esa imagen tan repetida ha ido adquiriendo, con el paso del tiempo, una relevancia especial. Y ahora me parece que la figura de mi padre est¨¢ llena de luz, como si hubiera sido ¨¦l quien se hubiera ido haciendo cargo en secreto de todos aquellos ovillos y adquirido la extra?a costumbre de ponerse su traje de seda siempre que hab¨ªa que llenar el peque?o pozo del pararrayos.
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