El caballero de los brezos
Acabo de aprender a leer. Tengo unos seis a?os y entro en casa buscando a mi madre. Las habitaciones est¨¢n en penumbra, pues suelen mantener entornadas las contraventanas para protegerlas del sol. Estamos en pleno verano y el calor es intenso. Vengo sudando y noto el cambio de esa temperatura exterior con la que reina en la casa. Tambi¨¦n el silencio, profundo, misterioso, como animado por una respiraci¨®n imperceptible. Encuentro a mi madre en la cocina. Sola, tan abstra¨ªda en la lectura que no repara en m¨ª. Parece en medio de un c¨ªrculo encantado, y me detengo a mirarla. Sus manos inm¨®viles junto al libro abierto, su rostro levemente inclinado hacia las p¨¢ginas, su intensa y decidida concentraci¨®n. Me acerco hasta tocar la mesa, y ella por fin levanta la cara para mirarme. Tiene los ojos llenos de luz, y en sus mejillas hay un leve rubor. Le pregunto qu¨¦ est¨¢ leyendo y me dice que una novela, El caballero de los brezos. Una novela de amores desgraciados. ?sas son sus palabras, "amores desgraciados", pero en su rostro hay una decidida expresi¨®n de felicidad, como si me ocultara algo, algo que no quiere o que no puede decirme porque, al fin y al cabo, s¨®lo soy su hijo, es decir un ni?o peque?o que no puede entender el coraz¨®n de una mujer, las alucinaciones de sus horas solitarias y amargas. "Escucha", me dice de pronto, y volviendo de nuevo su mirada a las p¨¢ginas del libro me lee un peque?o fragmento. "Ahora, a la claridad de las llamas, yo pod¨ªa distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas hab¨ªa salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y pose¨ªa la m¨¢s linda carita que yo hubiera contemplado jam¨¢s. Ten¨ªa las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pend¨ªan sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresi¨®n agradable".Estas l¨ªneas en realidad pertenecen a Cumbres borrascosas, la novela de Emily Br¨®nte, de la que seg¨²n me dar¨ªa cuenta luego El caballero de los brezos (cuyo argumento le har¨ªa contar a mi madre infinidad de veces) tomaba demasiadas cosas. Tomaba la intensa relaci¨®n de los protagonistas ya desde la infancia, la presencia del viento y el p¨¢ramo, el ambiente demoniaco y el clima de exaltaci¨®n y hondo embeleso, de locura y oscuridad que traspasaba toda la historia, una de las m¨¢s arrebatadas, hermosas e intensas que se han escrito jam¨¢s. Supongo que ambas novelas se podr¨ªan haber confundido en sus manos, como lo habr¨ªan podido hacer en las de tantas mujeres j¨®venes de entonces, para las que este tipo de lecturas -las de esas novelas que se han dado en llamar rom¨¢nticas- pose¨ªan el car¨¢cter de una pat¨¦tica introducci¨®n en los secretos m¨¢s hondos de sus vidas. Todav¨ªa hoy, cuando entro en las librer¨ªas, me detengo a menudo en los estantes donde tales novelas est¨¢n expuestas. Leo sus t¨ªtulos y veo sus portadas, sensuales, arrebatadas, donde hombres misteriosos abrazan los cuerpos fr¨¢giles, escotados de muchachas temblorosas siempre a punto de entregarse a ellos. Y vuelvo a ver a mi madre cuando, aprovechando un rato libre, las le¨ªa a solas en cualquier rinc¨®n de la casa. A mi madre joven, absorta en aquellas novelas, que habr¨ªan de abrirla a los secretos m¨¢s rec¨®nditos de unas existencias arrebatadas, y en su expresi¨®n de distancia y leve fastidio cuando por alguna raz¨®n la interrump¨ªamos.
Estoy ahora contemplando el libro sobre la mesa. Mi madre no est¨¢ y yo lo tomo con rapidez y lo oculto bajo mi camisa. Corro con ¨¦l escondido, mientras el coraz¨®n late atropelladamente en mi pecho, hasta un peque?o cuarto que hay bajo las escaleras. Llevo una linterna y trato de leer el libro bajo el haz de su luz. La operaci¨®n resulta un fracaso. Descifro las palabras, las frases, dejo atr¨¢s con trabajo varias de sus p¨¢ginas, pero no consigo abrirme a ese misterio, el de su lectura arrebatada y profunda. Alguien sube por las escaleras y abandono a toda prisa tanto mi lectura como mi escondite. No ser¨¢ la ¨²nica vez que lo intente. Me recuerdo haciendo lo mismo otras tardes de ese mismo verano. Tomando a escondidas los libros de mi madre y tratando de sorprender en m¨ª mismo la misma emoci¨®n que la veo experimentar a ella cuando los lee. Siempre fracaso. Busco esa emoci¨®n, el sentimiento de estar traspasando una frontera, pero no lo consigo.
Tienen que pasar varios a?os para que esa facultad nueva, que cambiar¨¢ por completo el sentido de mi vida, se desarrolle. De hecho soy un lector tard¨ªo, y hasta los 15 o 16 a?os no empiezo a leer de verdad. Es entonces cuando cae en mis manos una novela de Salgari, El capit¨¢n Tormenta. No es, obviamente, el primer libro que leo, pero s¨ª el primero que me deslumbra, que hace surgir a mi alrededor ese c¨ªrculo de tiza de la adivinaci¨®n y el pensamiento en que tantas veces vi detenida a mi madre. La novela narraba las aventuras de un capit¨¢n cristiano en sus luchas contra los moros, creo que durante el tiempo de una de las cruzadas. Pero ese libro vibrante, pose¨ªdo, como todos los de Salgari, de una irrefrenable fuerza po¨¦tica, conten¨ªa una sorpresa: aquel capit¨¢n valeroso era en realidad una muchacha. Creo que ese descubrimiento constituy¨® el primer instante de verdadera lectura a que tuve la fortuna de acceder. No de esa lectura mec¨¢nica, en la que llevados por el aburrimiento o la falta de otras cosas mejores, tom¨¢bamos un libro y pasab¨¢mos distra¨ªdos sus p¨¢ginas, sino de la lectura que se relaciona con el secreto y con el enigma, con el descubrimiento de otra ficci¨®n m¨¢s honda en el coraz¨®n de la primera.
Ninguna historia lo expresa mejor que la historia de Eros y Psique. Psique se encuentra con Eros en la oscuridad, donde tienen lugar sus raptos amorosos, y su felicidad s¨®lo conoce el l¨ªmite de no poder contemplarle ni siquiera a la luz de una vela. ?sa es la condici¨®n que Eros ha puesto para reunirse con ella cada noche. Exige la oscuridad completa y, por lo tanto, que cada uno ignore del otro todo cuanto no tenga que ver con ese reino de la pura interioridad que es la uni¨®n sexual. Pero Psique pertenece a esa estirpe de personajes que no les basta con la visi¨®n, el rapto, sino que quieren poner a prueba su valor en el mundo. Que no se conforman con los sue?os, sino que necesitan servirse de esa sustancia so?ada como luz y alimento de lo que aman. Una estirpe de honda raigambre cervantina. Coleridge se trajo una rosa de uno de sus sue?os, y esa conducta propia de todos los poetas, es tambi¨¦n la de Psique. Por eso no le basta el abrazo en la oscuridad, la percepci¨®n del embeleso, sino que quiere tambi¨¦n tener a Eros a la hora del desayuno.
La historia de la literatura est¨¢ llena de muchachas como Psique, muchachas que se internan en un terreno que desconocen, que lo hacen movidas no s¨®lo por un deseo de p¨¦rdida y de exaltaci¨®n, sino tambi¨¦n de rescate. Eva, Pandora, la joven esposa de Barbazul, Jane Eyre, la institutriz de Una vuelta de tuerca, se enfrentan a una prohibici¨®n, que implica no traspasar cierto l¨ªmite, y que ninguna respeta. A¨²n m¨¢s, su ser mismo, su misma naturaleza, no podr¨ªa existir sin ese desaf¨ªo, como si en ¨²ltima instancia lo femenino viniera a definirse por esa entrega activa, ese desaf¨ªo que es a la vez ardor y vocaci¨®n de acoger. Leer es buscar ese ardor, esa fusi¨®n ardiente, pero tambi¨¦n asumir esa funci¨®n de rescate. Eros y ?gape. Tal vez por eso las mujeres se mueven en el mundo de la literatura como pez en el agua. De hecho mi bilblioteca ideal est¨¢ llena de libros escritos por mujeres. Los nombres de sus autoras han llegado a ser tan importantes para m¨ª que me doy cuenta de que no podr¨ªa concebir un mundo en que no pudiera pronunciarlos. Emily Br¨®nte, Emily Dickinson, Katherine Mansfield, Carson McCullers, Flannery O"Connor, Isak Dinesen... En sus obras est¨¢n resumidos todos los libros que existen, y bastar¨ªa que en un hipot¨¦tico incendio, que afectara a la vez a todas las bibliotecas, se salvaran los suyos para que la literatura quedara salvada. En Flannery O"Connor, est¨¢n Conrad, Shakespeare y Kafka; en Carson McCullers, Faulkner, Salinger y Homero; en Katherine Mansfield, Babel, Proust, Scott Fitzgerald y los terribles cuentos de hadas; en Emily Bront?, Stendhal y Rulfo; en Emily Dickinson, san Juan de la Cruz, Dante, Holan y Milosz; en lsak Dinesen, Cervantes y Las mil y una noches.
Todo lo decisivo, las preguntas esenciales acerca del hombre y del mundo, del amor y la muerte, el destino y la fatalidad est¨¢n en sus libros. En Cumbres borrascosas est¨¢ la locura y la transfiguraci¨®n; en los poemas de Emily Dickinson, el atrevimiento; en los cuentos de Katherine Mansfield, la intensidad, y en los de Flannery O"Connor, la deformidad y la culpa. En La balada del caf¨¦ triste se nos dice que nada puede salvarnos, ni siquiera el amor, y en Lejos de ?frica, que los seres hermosos son demasiado fuertes para que se les pueda destruir.
S¨ª, toda la literatura est¨¢ contenida en los libros escritos por estas mujeres excepcionales. Tienen adem¨¢s una rara cualidad para m¨ª. Siempre que los abro me devuelven a esa escena inaugural. La escena en que veo a mi madre abstra¨ªda en la lectura, y a m¨ª mismo contempl¨¢ndola en secreto desde la puerta tratando de adivinar sus pensamientos. Esos libros son entonces el que ella estaba leyendo. Todos los libros El caballero de los brezos. Lo he tomado en secreto (de hecho durante un tiempo nada me gust¨® m¨¢s que robar los libros que iba a leer) y vuelvo a estar escondido en el cuarto que hab¨ªa bajo las escaleras. Eso es leer para m¨ª, estar escondido. Todos los libros son ese ¨²nico libro, y yo me inclino sobre sus p¨¢ginas tratando de adivinar los pensamientos de mi madre joven y hermosa.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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