Alegato contra la desigualdad econ¨®mica
La revista Forbes del mes de agosto de 1999 ofrec¨ªa el dato asombroso de que las 400 personas m¨¢s ricas de Estados Unidos poseen activos por valor de un bill¨®n (1) de d¨®lares, 166 billones de pesetas, al cambio actual. Esta cifra representa el doble del PIB de Espa?a en 1997 y tres veces el ingreso anual conjunto de los 30 millones de pobres que se cuentan en Estados Unidos (2). La comparaci¨®n ilustra la creciente y extrema desigualdad econ¨®mica que existe en el pa¨ªs m¨¢s rico y, por ahora, m¨¢s eficiente de la Tierra. Como en Estados Unidos, en casi todos los pa¨ªses industrializados o a medio industrializar la desigualdad va creciendo de manera r¨¢pida y constante. Las diferencias entre ricos y pobres son cada vez mayores en todas las partes del mundo.Esa creciente desigualdad, ?est¨¢ bien o est¨¢ mal? Estamos hablando en todo caso de una desigualdad extrema y no de la desigualdad natural que se da, y siempre se ha dado, en reg¨ªmenes democr¨¢ticos, porque las personas tienen diferentes posiciones iniciales, diferentes talentos, oportunidades y medios, que el sistema legitima y salvaguarda. El fen¨®meno que estamos presenciando es nuevo en el sentido de que la pobreza, que es una realidad eterna de la raza humana, nunca ha cohabitado con una riqueza tan enorme.
Para algunos la respuesta es clara y contundente: la desigualdad econ¨®mica es mala, porque atenta contra la igualdad esencial de los seres humanos. Pero para otros no es tan clara. Hay algunos que incluso piensan que las desigualdades econ¨®micas son necesarias y provechosas para movilizar la econom¨ªa, poner los recursos a disposici¨®n de quienes hacen rendir m¨¢s al dinero y crear incentivos para la emulaci¨®n y el progreso. A los no convencidos dirijo mi argumento.
Afirmo que la desigualdad econ¨®mica a que me refiero es mala, porque pone en peligro a la democracia y porque es ineficiente e implica un mal uso de los recursos Es mala para la sociedad en que se producen estas desigualdades, e incluso, a largo plazo, para los mismos que ahora disfrutan de esas fabulosas riquezas. El argumento de los convencidos no es banal. Vivimos en un sistema democr¨¢tico que afirma la radical igualdad en s¨ª mismos y en los derechos de todos los ciudadanos. En las sociedades econ¨®mica y pol¨ªticamente avanzadas nos contentamos a veces con la igualdad de oportunidades y la igualdad de todos ante la ley. Parece que no nos preocupan tanto las desigualdades econ¨®micas mientras los m¨¢s pobres tengan cubiertas sus necesidades b¨¢sicas y no se mueran de hambre. Pero, obviamente, esto no es suficiente para el buen orden de la sociedad. Porque la democracia es incompatible con grandes diferencias en las ventajas que los individuos obtienen del sistema. Estas diferencias crean situaciones en las que las igualdades formales, de oportunidades o ante la ley, funcionan en la pr¨¢ctica de manera bien distinta.
Tomemos, por ejemplo, el disfrute de los derechos ciudadanos. El ejercicio de los derechos ciudadanos requiere dinero. Esto es evidente en el sistema judicial, donde s¨®lo los que pueden pagar muchas horas de trabajo de buenos abogados pueden disfrutar de todas las posibilidades de defensa que el sistema ofrece a los ciudadanos. Y en general, quien m¨¢s dinero posee, mayor posibilidad tiene de ejercitar sus derechos civiles y democr¨¢ticos, mayor fuerza para influir en las decisiones de las administraciones p¨²blicas que afectan a intereses particulares y mayor capacidad para disfrutar de los bienes p¨²blicos que provee el Estado (autopistas, aeropuertos, universidades, bienes culturales, seguridad, protecci¨®n a la propiedad, etc¨¦tera). Si las desigualdades de recursos son muy grandes, el ejercicio de los derechos civiles y de las libertades pol¨ªticas, as¨ª como el disfrute de los bienes p¨²blicos tambi¨¦n, mostrar¨¢ grandes diferencias. Pero una desigualdad sustancial y manifiesta en el reparto de los beneficios que el sistema democr¨¢tico ofrece a los ciudadanos destruye los motivos que los menos favorecidos puedan tener para aceptar el pacto social de convivencia y someterse a las reglas de juego de la democracia.
Por otra parte, las diferencias extremas de riqueza producen diferencias extremas de poder social y poder pol¨ªtico. En este contexto, poder es la capacidad que tienen algunas personas de hacer que los resultados de las diversas interacciones sociales (mercados, asociaciones, acciones colectivas, medidas de las administraciones p¨²blicas, etc¨¦tera) normalmente les sean favorables. Si la informaci¨®n es poder, los poderosos gozan de la capacidad de recibir siempre informaci¨®n privilegiada, de manera que siempre juegan con las cartas marcadas. Lo mismo ganan en Bolsa que sacan partido de la construcci¨®n de una carretera o se benefician de una medida reguladora. Este sesgo a ganar que poseen algunas personas, y que proviene de la riqueza que tienen acumulada, socava los fundamentos materiales de la democracia, que se suelen imponer en la igualdad de oportunidades. Esta igualdad deja de tener significado pr¨¢ctico cuando las personas con grandes recursos consiguen en sus tratos sociales todo lo que se proponen, mientras los de menores recursos no consiguen m¨¢s que lo que los poderosos no vetan.
La desigualdad econ¨®mica es adem¨¢s ineficiente, porque conlleva un reparto de la riqueza que no maximiza la utilidad marginal total del dinero (que se toma aqu¨ª como la forma tipo de riqueza) de la sociedad. La utilidad marginal de los ¨²ltimos mil d¨®lares que recibe uno de esos 400 billonarios es much¨ªsimo menor que la utilidad de los mil d¨®lares "marginales" que recibe cada uno de los 30 millones de pobres. Si se quitaran -por las buenas, naturalmente- 30.000 millones de d¨®lares a los 400 m¨¢s ricos y se repartiera, a raz¨®n de 1.000 d¨®lares por persona, entre los 30 millones de pobres, la utilidad marginal total del dinero aumentar¨ªa significativamente. En otras palabras, repartiendo mejor el dinero se puede conseguir una suma mayor de satisfacci¨®n o bienestar en la sociedad. Estas disquisiciones te¨®ricas apuntan al hecho de que no hay raz¨®n ni argumento alguno econ¨®mico que justifique en t¨¦rminos de eficiencia las grandes desigualdades. M¨¢s bien hay multitud de antecedentes hist¨®ricos que muestran que la acumulaci¨®n de muchas riquezas en pocas manos supone un freno al desarrollo econ¨®mico y al progreso social de los pueblos, para no insistir en el desarrollo democr¨¢tico. Por el contrario, la equidad en el reparto de la riqueza ha sido una base s¨®lida para la introducci¨®n y la consolidaci¨®n de la democracia en muchos pa¨ªses. Lo fue en el mismo Estados Unidos en su primer siglo de independencia, lo ha sido en Espa?a, as¨ª como en toda Europa occidental despu¨¦s de la guerra, en Jap¨®n y en el Sureste Asi¨¢tico.
En resumen, la desigualdad extrema es una burla a la noci¨®n de un pacto social, por medio del cual los ciudadanos se obligan a obedecer unas leyes y seguir a unos gobernantes para obtener unos beneficios que por s¨ª solos no podr¨ªan obtener. Los firmantes de este pacto esperan que haya una distribuci¨®n de beneficios en proporci¨®n al grado de compromiso con los intereses colectivos, sea cual sea la riqueza de cada cual. Si los beneficios se distribuyen con notable desigualdad, esta proporci¨®n se rompe y los ciudadanos se pueden considerar desligados de sus compromisos con un colectivo que no cumple lo prometido. De ah¨ª procede una seria amenaza a la sostenibilidad y gobernabilidad del sistema democr¨¢tico, como se muestra, por ejemplo, en una escasa participaci¨®n electoral, anomia generalizada y criminalidad creciente. No es quiz¨¢ una casualidad que en Estados Unidos, el pa¨ªs de las grandes desigualdades, haya un mill¨®n setecientas mil personas en la c¨¢rcel.
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